PALABRA DE DIOS
La batalla había durado todo un día.
Desde el momento en que los combatientes se dispersaron por el campo tomando
las posiciones que les habían sido indicadas, mientras la bruma del amanecer
inundaba todavía la atmósfera cargada de tensión.
Cuando
ambos ejércitos estuvieron frente a frente, cada uno en las laderas que
culminaban en un depresión del terreno, era posible ver las formaciones del
enemigo, sus estandartes y jefes. Cada uno de los generales observó con
detenimiento para tratar de hallar un hueco, una falla en la defensa del
oponente, en suma un sitio por donde asestar el primer golpe. Robert de Croan,
Gran Maestre de la Orden del Temple y el Emir Nuredín, dieron al unísono la voz
de avanzar a toda marcha y las masas obedientes se lanzaron a la carrera en
medio de una gritería infernal. El aire se llenó de polvo levantado por los
pies de los soldados y cuando ambas vanguardias se encontraron, el ruido de las
armas chocándose, los lamentos de los heridos y las órdenes se mezclaron en el
fragor del combate.
Fue
una sucesión de avances y repliegues. Marchas a un lado y otro del frente.
Arqueros, infantería y caballería hicieron a su turno estragos en las líneas
enemigas y la tierra se sembró de cadáveres, de sangre y de armas abandonadas.
Cuando el Sol comenzaba a bajar hacia el oeste sobrevivían pocas almas en pie y
con afán de seguir contendiendo. En pocos minutos solo quedaron frente a frente
los generales, sobre sus caballos sudorosos y agotados.
-¡Por
Alá! – vociferó el Emir.
-¡Por
Dios y Jesús mi salvador!- exclamó el Maestre con igual ímpetu.
Y
corrieron cada uno al encuentro del otro, espadas en mano listos para asestar
el golpe final. Cuando se cruzaron, solo se escuchó un sordo ruido en el
momento en que las armas abrieron la carne y golpearon contra los huesos. Al
detenerse los caballos, el Emir cayó pesadamente al suelo mientras la sangre le
fluía de una herida abierta bajo su brazo. El Maestre duró unos segundos más
sobre su cabalgadura. Contempló el campo cubierto de cadáveres y a los buitres
rondando entre la carne muerta. Luego cayó a un costado, la espada del Emir se
había incrustado en un sitio abierto bajo el peto de la armadura.
Mientras
pugnaba por permanecer el mayor tiempo posible con los ojos abiertos, vio a una
de las aves de rapiña a su lado, impaciente, y recordó el sermón de la montaña:
“Mirad
las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni recogen en graneros; y
vuestro padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”
Cerró
los ojos.
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