Friday, July 03, 2009

¿Habrá un mañana?


Todas las noches, cuando expongo mi cuerpo a la vista de los hombres que transitan por la calle huérfana de luz requiriendo sexo me pregunto si alguna vez podré escapar de esta cárcel sin barrotes visibles pero tan real como la de muros de piedra. Y más opresiva, pues, en todo caso los muros se pueden saltar, se puede correr deprisa y encontrar refugio de la persecución en algún sitio lejano, pero el prejuicio de los seres humanos es más impenetrable que el granito y tan extenso como todo el planeta. Donde vaya seré, para quienes no me conocen, una enferma, una pervertida, una amoral.

Aquellos que me ven reír, realizar poses sensuales, lucir mi cuerpo modificado por las siliconas, cubierto minimamente con mis mejores prendas, no adivinarán jamás la infinita tristeza escondida tras la máscara cubierta de maquillaje. Esa máscara que me permite vivir día a día rogando por un mañana. Esa máscara que aprendí a dominar desde cuando era una niña. O, mejor dicho, me sentía una niña en oposición a la presencia de genitales que no reconocía como míos.

La soledad fue mi única compañía. Mis sueños, pesadillas. Mis pensamientos, una mezcla indefinida, sumatoria de preguntas sin respuesta, temores y deseos. Un abismo sin puentes me separaba de mis padres indispuestos a tenderlos para poder buscar refugio en ellos. Él, ausente permanente, nunca me sentó a su lado para explicarme las vicisitudes de la vida, ella sumaba ignorancia a la convicción de que debía ser el hombre quien tratara esos temas tabú mencionados elípticamente en voz baja y muy de tanto en tanto. Yo no los consideraba confidentes confiables y por lo tanto también callaba.

Así transcurrió mi infancia. Lo que no notaban en mi hogar, lo advirtieron compañeros de escuela y vecinos. Me excluyeron de los partidos de fútbol y cuando jugaban a soldados. Ante mis requerimientos de participar, el silencio de su parte fue la primer señal. Luego, risas, un empujón, una burla, mas tarde la palabra, aquella palabra que lo resumía todo: maricón.
Cuando la escuché por primera vez corrí para esconderme en mi dormitorio y llorar. Doce años eran muy pocos para entender, pero suficientes para sufrir y desde aquel día comenzó el estigma. Mi mente se rebelaba. Interiormente deseaba paraísos imposibles y por fuera trataba de demostrar una actitud a la que el cuerpo no respondía. Ambigüedad indisimulable. Confusión permanente. Identidad indefinida.

¿Dónde, cuando, como, enfrentaría la realidad? Anidaba en mi la esperanza de que al llegar a la edad adulta no me persiguiera ese fantasma, que todo fuera solamente producto de la ignorancia infantil. Deseaba fervientemente ser aceptado y respetado.

Quienes se burlaban de mi no perdieron ocasión de pretender satisfacer sus instintos, lejos de la mirada de los otros para evitar la trascendencia de su lubricidad y se manchara su reputación. Vilipendiado y deseado al mismo tiempo. Aborrecido y buscado. Solo eso faltó para agregar más confusión en mi mente.

Entre las cuatro paredes de mi habitación sentí por primera vez el roce de una prenda femenina sobre mi piel. Esa experiencia se convirtió en el inicio de una certeza. La primera de mi vida. Y por consiguiente mas miedo.

De la ambigüedad estaba pasando a la decisión y ese camino estaba lleno de piedras. Entonces no adivinaba cuantas y su tamaño, pero lejanamente lo intuía. De todas maneras estaba aprendiendo que era un camino sin retorno.

¿Que me estaba pasando? No lo sabía y en esa época yo sostenía para conmigo los mismos prejuicios con los que ahora la sociedad me condena. Me creía víctima de alguna enfermedad mental, me sentía un pervertido, un anormal.

Luchaba contra esa idea con todas mis fuerzas pero en lo más profundo comprendí que debía aceptarme, superar las dificultades y dejar fluir la vida marcando mi destino.

A los dieciséis años tomé ropa y maquillaje de la casa de mi tía y me travestí. Lo hice una y otra vez a escondidas. Pero hay cosas que no se pueden ocultar por siempre. Ella me descubrió por el pequeño detalle de no dejarle, tras usarlas, las prendas en orden. Le rogué que no me delatara con mis padres prometiéndole, sin demasiada convicción, no hacerlo nuevamente. Ella fue más comprensiva de lo esperado. Me interrogó acerca de mis sentimientos. Me rogó que no cometiera ninguna imprudencia. Insistió en que debía ocultar mi compulsión para no ser víctima de algún extorsionador o, peor aún de un violento. Para mi seguridad me ofreció su casa en donde podía dar rienda suelta a mis devaneos femeninos.

No tomé en vano sus recomendaciones. Se comentaba en la calle, sobre todo en las conversaciones con mis compañeros de colegio, que los homosexuales eran perseguidos por la policía, encerrados, maltratados y no faltaba quien apareciera muerto. Que existía la posibilidad de que un hombre insinuándose era un agente dispuesto a apresar a su víctima en cuanto confirmaba que estaba dispuesto a tener sexo con él.

Las precauciones tomadas no impidieron que mis padres se enteraran. Una tarde llegaron de sorpresa a la casa de mi tía cuando ella y yo sosteníamos una amable charla estando yo con vestido su ropa. A pesar de tratar de ocultarme lograron verme. Sería penoso relatar ese momento, pero lo cierto es que toda la indiferencia anterior trastocó en un ataque de ira por parte de mi padre y en estentóreos sollozos por parte de mi madre.

Jamás los había visto así. Mi padre profería todas las mismas palabras que escuchara en la calle de parte de aquellos que se burlaban de mí. En su boca resultaban más hirientes. Eran como la fuerza incontenible del agua cayendo de un dique colapsado. Todo lo que nunca había dicho antes afloró de esos labios condenándome sin posibilidad de defensa. Mi madre asentía ante cada exabrupto inmovilizada por el asombro. En tanto veía crecer el odio en los gestos desencajados de mi padre. Odio suficiente para propinarme dos bofetadas en plena cara. Me odiaba por decepcionarlo pero no se preguntaba que pudo haber hecho, y no hizo, por comprenderme, por hablarme alguna vez.

Yo callaba. Entendí de pronto que se habían roto definitivamente los débiles lazos que me unían a mis progenitores. Ese día los vi por última vez. Y no por decisión mía. Fue como si hubiera muerto para ellos.

Mi tía tampoco escapó a las diatribas de mi padre. Abrumada por la experiencia me tomó a su cargo. Viví en su casa y ella costeó mis estudios hasta concluir el Colegio Secundario y recibirme de Perito Mercantil con las mejores notas del curso. En la entrega de diplomas era la única persona que me acompañaba. Esa ceremonia, importante para mí, era la puerta abierta al mundo de los adultos. La posibilidad de tener un empleo y poder resarcir, aunque fuera en parte, el esfuerzo que había hecho.
I

nteriormente aumentaba la fuerza incontenible de mi orientación sexual. Me sentía mujer. Anhelaba ser mujer. Deseaba salir a la calle a mostrar mi verdad. La oposición entre esa necesidad y la convención de la sociedad me producía nuevas inquietudes. Ya no se trataba de correr el riesgo de ser agredida, temor constante, era además la imposibilidad de conseguir un trabajo si pretendía hacerlo vestida con la ropa que me identificaba.

Debiendo posponer aquello que mi interior clamaba, peregriné entre varias entrevistas laborales hasta conseguir un puesto en una empresa multinacional. Era cadete con conocimientos generales de computación y contaduría. Iba de aquí para allá llevando papeles y al mismo tiempo ayudaba a otros empleados en sus labores.

Para compensar, me travestía todas las noches y salía a pasear sola o en compañía de otras travestís. Tomábamos una cerveza en alguna confitería o íbamos a Casa Brandon a bailar y escuchar música. Pero no era suficiente. No podía seguir llevando una doble vida donde no era ni una cosa ni la otra. Al menos estaba segura de que ser hombre no era mi futuro. Y lo otro remitía a instancias imprevisibles y también peligrosas.

Con el paso del tiempo, excepto cuando iba a mi trabajo, el travestismo ocupó mas horas de mi vida. Finalmente me aventuré a realizarlo a la luz del día y en cuanta ocasión podía.

Un niño asido a la mano de su madre dijo en voz alta, inocente de la hipocresía de los mayores: ¡Mira mamá un travesti!. Y la madre lo tomó más fuerte, alejándose a paso rápido como si fuera a contagiarlo de alguna enfermedad incurable.

Los muchachos reunidos en la esquina me señalaban, se reían y no faltaba quien decía por lo bajo cuando pasaba a su lado: ¿Dónde va la prostituta?.

Cuando concurría a votar, el presidente de mesa miraba alternadamente mi documento y a mi varias veces demostrando con sus gestos la perplejidad que le causaba. Luego hacía circular el documento entre sus ayudantes y todos reían por lo bajo.

En una confitería intenté tomar un café y el mozo luego de varias veces de llamarlo infructuosamente se acercó a la mesa solo para decirme: Acá no atendemos a pervertidos. Debí irme callando mi rabia y tolerando su mirada burlona hasta llegar a la acera.

En un par de ocasiones tuve que sacarme los zapatos de taco alto para correr más rápido al advertir un grupo de hombres acercándose con intención de agredirme. No fui la única a la que le ocurrió, algunas amigas faltaban varios fines de semana a nuestras reuniones y cuando volvían tenían aún, en su rostro y en cuerpo, las marcas de los golpes recibidos.

En el afán de conservar mi trabajo, por las mañanas examinaba mi rostro detenidamente para comprobar que no hubieran quedado restos de maquillaje, me ataba el cabello con un elástico y lo ocultaba por debajo de la camisa. Procuraba poner mi mejor cara de “macho” y salía al otro mundo. Al mundo en donde fingía ser aquello que no era. Ese mundo lejano, como visto a través de la niebla matutina, o como en una pesadilla de esas de la que despertamos aterrorizados para luego respirar aliviado al comprobar su irrealidad.

Aunque para mí era real, al menos diez horas al día. Diez horas de conducta intachable. De dedicación plena al trabajo. No hablaba con mis compañeros, o lo hacía lo menos posible. No me inmiscuía en sus discusiones de fútbol, carreras de autos o en sus relatos sobre conquistas de mujeres, algunos, o casi todos, de difícil comprobación.

Afortunadamente, conclusión paradójica, interpretaron mi actitud suponiéndome tímido o demasiado obsecuente con el gerente. Prefería los epítetos que me dirigían basados en esa presunción a que se supiera la verdad. Que mi realidad estaba mucho más lejana de lo que podían imaginar.

Los más chuscos me preguntaban si alguna vez iba a concurrir a alguna de sus aburridas reuniones a la salida del trabajo o les presentaría a mi novia, que, según afirmaban en tono de broma, debía ser muy hermosa pues la tenía bien oculta. Y era cierto, jamás había realizado algún comentario, ni siquiera falso para disimular, sobre relaciones estables o pasajeras. Cuando uno de ellos simulando defenderme de las dudas del resto afirmó que seguramente debía tenerla, por ser un joven muy apuesto, ni lo afirmé ni lo negué, dejándolos pensar lo que quisieran.

La energía puesta en el trabajo no era por amor a las tareas realizadas, sino por ser la mejor manera de que el tiempo transcurriera más rápido. En cuanto llegaba la hora del fin de las actividades era el primero en dejar ordenado mi escritorio y escapaba raudamente de la oficina. Volver a casa, ese era mi único pensamiento. En volver a mi ropa. En volver a la forma de vida que me llamaba con voz de insistencia cada vez mayor. En volver a ser. En volver a respirar. Y por consiguiente entrar nuevamente en la disyuntiva. ¿Hasta cuando aguantaría continuar con esta indefinición?

Debía encontrar un trabajo donde poder ser auténtica. Donde las personas, no sólo mis amigas travestis, me trataran como lo que soy. Debía encontrar un lugar en el mundo.

Y mientras tanto observaba esperanzada como algunas travestis trascendían más allá de lo permitido por la sociedad. Saltaban a la fama en la televisión y en los teatros. Se convertían en íconos de sensualidad y belleza. No podía evitar sentir sana envidia por ellas. Habían logrado cruzar una barrera hasta ese momento infranqueable, alimentando las ilusiones de las demás, de las anónimas como yo, que imaginábamos un mundo más tolerante.

Imbuida de esa fuerza, participé de las Marchas del Orgullo Gay. No tenía vocación militante pero debía estar presente. En ocasiones me invadía cierta contradicción de pensamiento pues consideraba que las Marchas parecen una manera de pedir permiso y para ser homosexual no se debe pedir permiso, solo se es. Pero alguna manera debe haber para reclamar por nuestros derechos y por suerte existen. No deseaba sentirme como una mascarita de carnaval pero es el momento oportuno para cambiar la opinión de las personas. Hacerles saber de nuestra condición de seres humanos con nuestras esperanzas, nuestros miedos, nuestras vocaciones, nuestros sueños y nuestro amor, como todos ellos. Hacerles saber que tampoco nos cabe la etiqueta de diferentes, con la que se nos designa actualmente para evitar otras palabras hirientes. No somos diferentes, tan solo somos.

Allí, rodeada de tantas hermanas, en comunión, idealizaba un futuro de aceptación alterado en ocasiones cuando alguien desde la vereda nos insultaba gratuitamente, sin conocernos, solo alimentado por su ignorancia.

Pero la aceptación no debe pasar solamente por la opinión del resto de la gente. Más difícil es aceptarnos a nosotras mismas. Descubrir, de pronto, que no encajamos en los moldes impuestos por la sociedad. Que estamos solas con nuestra carga. Que no tenemos confidentes, que las personas quienes nos deberían contener y ayudar son las primeras en condenarnos y expulsarnos a la calle.

Nos sentimos desesperadamente únicas. Mas tarde o más temprano encontraremos a nuestras iguales para saber que aquello que nos sucede no nos pasa a nosotras solamente. Mientras tanto, los miedos, las incertidumbres, el auto desprecio, la ignorancia, son tan malos o peores que las burlas y las agresiones. Hasta que un día se produce el despertar comprendiendo que esta será nuestra vida y debemos luchar por ella, sufrir por ella y también, ¿por que no? gozar por ella.
Y allí, cuando nos sentimos completas es cuando chocamos de frente con más fuerza con los prejuicios. Las demás personas se sienten amenazadas pues logramos ser reales. Tenemos pensamientos, actitudes, metas, empeño y presencia.

El precio pagado son horas de llanto, en silencio, para no traslucir nuestras tribulaciones, dudar de su fe aquellas creyentes cuando son criticadas por la Iglesia, dejar atrás parientes y amigos, también el pueblo, el barrio, y el pasado.

Como fuera, yo había llegado a ese punto de no retorno. Estaba harta de la simulación. No era, solamente, correr todos los riesgos implicados en salir travestida a la calle, sino el permanente temor de encontrar algún compañero de trabajo que descubriera mi real condición. Me sorprendía a mi misma todo el tiempo mirando a diestra y siniestra para evitar ser sorprendida, ya fuera en la calle, en el cine, recorriendo librerías por la Avenida Corrientes o paseando en bicicleta. Cierto era que mi aspecto, con el cabello suelto, debidamente maquillada y con ropa de mujer cambiaba totalmente al punto de ser totalmente irreconocible. Pero los miedos no saben de lógica y el mío iba en aumento. Se había convertido en una paranoia difícil de soportar.

¿Que haré si me reconocen? Me preguntaba cada día. De seguro me convertiré en el hazmerreír de toda la oficina. Y no quería imaginar las consecuencias si a alguno de esos que siempre se la pasan afirmando que a todos los homosexuales hay que matarlos, se le ocurriera poner en práctica su intolerancia conmigo.

Para grandes males, grandes remedios, había escuchado decir no recuerdo donde. ¿Y si daba el primer paso? ¿Y si era yo la que me plantaba en medio de la oficina mostrando a todos quien era en realidad?. La idea a veces me asustaba, a veces me causaba gracia. Se convirtió en una especie de ciclotimia que debía curar pronto antes que acabara conmigo.

No bastó para calmar mi tribulación un encuentro fortuito con uno de mis compañeros de trabajo. Estaba una noche parada en la acera haciendo señas a un taxi para detenerlo cuando él se situó a mi lado con la misma intención. Temblé. Tal vez lo notó pues fijó su mirada, antes ocupada en ver la calle, en mi persona. Aterrada, no me di cuenta que ya se había estacionado un vehículo de alquiler y su conductor me observaba esperando que me decida a subir. Mi compañero hizo un gesto galante y abrió la puerta dejándome pasar, luego se quedó parado esperando otro auto. Le sonreí. Ni siquiera me atreví a decirle gracias por el temor a delatarme. No me había reconocido, de eso estaba segura, pero mi ansiedad fue en aumento hasta el otro día cuando lo enfrenté en el pasillo hacia los sanitarios. Me saludó como todos los días. Realmente podía estar tranquila, pero eso no solucionaba mi necesidad de realización.

Un segundo basta para pasar del cielo al infierno o viceversa. Un segundo basta para morir. Un segundo es suficiente para cambiar de vida. Un segundo era necesario para entrar por la puerta de la oficina, travestida, y saludar a todos los empleados. Después de ese brevísimo instante la opción era enfrentar su reacción o salir corriendo. Era ahora o nunca.

Una mañana decidí que esa mujer, mi espíritu interno, no podía esperar más para manifestarse plenamente. Me carcomían los nervios, lo que no impidió elegir con cuidado las prendas a vestir. Discreta en el vestuario y en el maquillaje me sentí más tranquila cuando me contemplé al espejo por última vez antes de salir. Tomé un taxi para evitarme las aglomeraciones en el Subterráneo, propias de la hora en que todos van a su trabajo. Descendí en la puerta del edificio y entré. En el ascensor lleno nadie me observaba. Cada uno concentrado en sus problemas y con la mente aún no muy despierta, me ignoraban. En el mostrador de entrada trató de detenerme, al no reconocerme, la recepcionista preguntándome donde iba. No olvidaré su cara cuando le dije quien era. Quedó estática en su sitio sin saber que hacer en tanto yo continuaba recorriendo el pasillo hacia mi sector.

Evidentemente había reaccionado luego de mi paso pues cuando entré en la gran sala poblada de escritorio, archiveros, computadoras y empleados todas las miradas, alertadas de mi llegada, estaban fijas en mi. Saludé como si nada pasara y me dirigí a mi cubículo. El segundo fatal había pasado, ahora debería aguantar el embate de opiniones.

¡Pero vos estas loca, o loco, o lo que seas!
¡Te van a echar!
¿Sos gay o algo así?
¡Mira vos, había resultado una loca!
¡Que asco! ¿Que se te dio por vestirte así?
¿No me das la dirección donde te compraste esos zapatos?

Y otras tantas frases que no recuerdo pues me sentí mareada por la presión y no atinaba a contestar ninguna.

Cuando pude articular una palabra y advertí que estaban escuchándome hablé: Esto es lo que soy realmente, soy travesti, soy mas que eso, siempre me he sentido mujer y no puedo seguir ocultándolo, tal vez me despidan por esto pero al menos espero que ustedes lo comprendan.

¡Que vamos a entenderte, degenerado!. Gritó uno y se abalanzó sobre mí tratando de tomarme del cuello. Se detuvo cuando vio al gerente entrar en el cubículo. Inundó el lugar un silencio incómodo. Todos comenzaron a retirarse a sus sitios de trabajo. Mi jefe me hizo una señal y debí seguirlo a su oficina mientras todos nos observaban y algunos me hacían gestos amenazadores.

Dentro del despacho, a solas con el gerente sentí por primera vez un fuerte temblor en las piernas. Allí estaba, sola frente al Inquisidor. Aquí se acababan las palabras. No había explicaciones válidas. Era todo o nada. Podría ser una persona de mente amplia. No lo sabía. Pero si así fuera, alguno de sus superiores le ordenaría que hacer, o los superiores de los superiores o el Gerente General. Estaba segura de cuanto me iba a decir: Esta es una empresa seria y acá no podemos tolerar escándalos como este. Imagínese la imagen ante nuestros clientes y asociados.

Comenzó con otros argumentos.
¿Dígame, usted se ha dado cuenta de lo que ha hecho?. Lo suyo es inmoral, atenta la tranquilidad que se necesita para que el personal realice sus tareas y además está cometiendo un sacrilegio ante Dios.
Nada de eso que dice es cierto. Yo simplemente me he mostrado como soy y no hay ningún pecado en ello.
Si se atrevido a tanto poco faltara para que ande correteando tras los hombres de esta oficina.
No pienso hacer eso, solo vengo a trabajar como siempre lo he hecho. Usted mismo me ha dicho hace meses que soy muy eficiente.
¡No es lo mismo!
¿Por que no?, yo sigo siendo quien era, no cambiaron mis aptitudes para trabajar.
¡Usted cree que no! Ahora seguramente andará mas ocupado en arreglarse el maquillaje que en archivar memorandos.
¡Eso es injusto! ¿Acaso no tienen empleadas mujeres que también usan maquillaje?
¡No es lo mismo, usted es un pervertido!
¿Entonces de nada valen mis antecedentes, mi dedicación y mis estudios?.
¡Aquí, de nada! ¡Está despedido!.

Cuando salí de la oficina, a pesar de mi abatimiento, levanté la mirada para no demostrarlo y observando a todos me dirigí al cubículo a retirar mis pertenencias. Nadie se acercó a preguntarme lo sucedido. Era evidente que más que la curiosidad los dominaba el miedo a mostrarse amables conmigo ante los demás y ante el gerente. Me sentía como una gacela enferma abandonada a su suerte por la manada para no ser alcanzados por el león.
Ya estaba hecho. Había apostado, aún sabiendo que no tenía la baraja ganadora y lógicamente perdí. En ese momento decidí, a pesar de las consecuencias, nunca mas volver a la ropa de hombre para cobijar mi impostura. Donde fuera debían aceptarme como era. No podía seguir traicionándome.

No era la primera, no era la única. No sería la última. Cuando te sucede una desgracia, comienzas a enterarte a cuantas personas les ha pasado lo mismo. Muchas travestis con formación profesional, estudios y buen nivel cultural han visto cerradas sus puertas, sin contar a quienes echadas de su casa a temprana edad no pudieron siquiera terminar el Colegio Primario arrastrando tras de sí el doble estigma de no tener estudios y ser lo que son.
Consejos no me faltaron. Inclusive el dato de un estudio de abogados especializados en juicios por despidos injustificados que ocultan motivos de discriminación. Concurrí a verlos. Me atendieron con toda gentileza, después de todo era una clienta.

Podemos exigirle una buena suma de dinero, me dijeron. Pero yo deseaba recuperar mi empleo. Que reconocieran su proceder injusto y me devolvieran la dignidad de un trabajo para el cuál me había preparado durante años en el Colegio Secundario.

En la televisión mostraban el anuncio de un Banco otorgando un préstamo a una travesti para abrir su peluquería. El mensaje, decían, era ejemplo de apertura a las nuevas tendencias de la sociedad. Nuevas tendencias para hacer publicidad, pensaba yo mientras esperaba un llamado de mis abogados con alguna novedad y me estrujaba el cerebro tratando de convencerme de haber hecho lo correcto.

Es mi naturaleza, afirmaba el escorpión habiendo clavado su pinza en la rana que lo llevaba a través del río. Recordaba la fábula, aunque no era el ejemplo más apropiado. Ser mujer es mi naturaleza. No mataré a nadie con eso por supuesto. Pero no puedo renunciar a lo que soy.
Lo siento, no tenemos trabajo. Las ventas andan mal y estamos perdiendo plata. Y, ya sabe usted como está á situación. No puedo tomar más personal, además estoy echando gente. No es que tenga nada contra las travestis, pero se imagina, algunos pueden interpretarlo mal. Mire yo tengo amigos travestis, pero una cosa es el trabajo y otra las amistades. ¿Así vestido piensa trabajar? Ni lo sueñe. Déjenos sus datos y lo llamamos cuando haya una vacante.

Esos argumentos y muchos otros escuchaba cada vez que presentaba mi currículo, ya fuera todos juntos, uno o varios de ellos. Los meses pasaron inexorables y mis reservas de dinero se estaban acabando. Debí pedirle a mi tía para solventar los gastos esenciales. En lugar de devolverle cuanto había hecho por mí, me volvía a convertir en una carga y la situación dolía doblemente. En primer lugar por abusar de su confianza al ser la única persona que me había comprendido y además por que no nadaba en la abundancia. Su ayuda era sacrificio para ella y solamente yo debía ser quién encontrara la solución.

Llamar cada día a los abogados se convirtió en una rutina exasperante. Sin novedad, era la respuesta que escuchaba habitualmente. Llegué a pensar que no les interesaba seguir mi caso atareados con tareas más importantes o de mayores ganancias. Los lentos tiempos de la justicia eran su mejor excusa. En un momento tuve la idea de llevar mi problema a la Comunidad Homosexual y pedirles asesoramiento, pero las repetidas promesas que me hacían mis abogados me llevaba a posponer la decisión una y otra vez.

La tarde cuando me citaron al Estudio no me hice demasiadas ilusiones. Sabía que de una u otra manera terminaría perdiendo. En cuanto me informaron de la situación comprobé mi certeza. La empresa ofrecía una suma de dinero para acallar todo el enredo y la promesa por escrito de no abrir otra causa contra ellos. No reconocían de ninguna manera haberme echado por mi orientación sexual sino por haber cometido varios errores que le habían costado la perdida de clientes. Se habían tomado todo ese tiempo para fraguar documentos avalando su declaración.
Nadie, entre el personal testigo de los hechos, se animaba a declarar. Tienen miedo de perder su trabajo, algunos, otros directamente opinaron que estuvo bien despedido, me dijo el abogado.
Pero no me aclaraba que si me volvían a retomar, como yo lo deseaba, sería para él dificultoso cobrar sus honorarios. Con un arreglo monetario resultaba más fácil. Separaba su porcentaje y adiós para siempre.

Debí firmar el acuerdo en Tribunales. Sentada en una banca, en el pasillo, hube de soportar la mirada despectiva de mi ex gerente todo el tiempo durante la espera hasta entrar en el despacho del Juez. Intercambiaba sonrisas burlonas con su abogado al mismo tiempo que le hablaba de su nuevo auto, de la casa en el country, de su matrimonio perfecto, de lo maravillosa que era su esposa y de sus hijos, creciendo sanitos y derechos, gracias a Dios.

Dentro de la oficina, de pequeñas dimensiones, estuvimos obligados a sentarnos más cerca. Mientras el secretario del juzgado leía los detalles del convenio sentí una voz conocida junto a mi oído:
Lo que te vamos a dar es para que sepas que podemos comprar tu silencio y el de otros degenerados como vos. Eso es lo que vales.

Me mordí los labios de rabia. Callé por educación. Un fuego interior me abrasaba. Creí que me iba a desmayar pero pude sostenerme. Cuando salí a la calle respiré con fruición. Al menos había superado ese momento.

El dinero me alcanzó para cerrar cuentas con mi tía. El resto, administrado con cuidado me daba un tiempo para resolver mi futuro. Pero la angustia no cedía. Seguía sin encontrar siquiera un resquicio, una puerta abierta a medias para generarme una esperanza.

Mi última posibilidad era tener un negocio por mi cuenta. Un kiosco, pensé, otro kiosco más entre los miles abiertos por los desocupados, víctimas de la crisis y la flexibilización laboral, con su indemnización. No pensaba demasiado en que muchos de ellos habían cerrado por que la competencia era feroz. El mío iba a funcionar, me decía, estaba segura de ello. Pero el monto que tenía no alcanzaba para alquilar un local y comprar la mercadería. La solución era un préstamo bancario, como ese del aviso televisivo.

¿Resultado de la búsqueda? Negativo. Arguyendo que no poseía capital suficiente para garantizar la devolución, ¿para que quería un préstamo entonces si hubiera tenido el dinero? O por no tener los requisitos como un garante o un trabajo en relación de dependencia. Y no faltó el que dijo que con mi aspecto no ofrecía seguridad acerca de mi identidad.

Comprendí que estaba en lo cierto en dudar de aquella publicidad. Era otro ejemplo de como se habla de manera progresista pero se piensa de forma retrógrada.

En ese tiempo comencé a preguntarme hasta cuando aguantaría sin tomar la dolorosa decisión de dedicarme a la prostitución como única salida. Trataba de negarme a ello con todas mis fuerzas, no sólo por parecerme denigrante, sino por que deseaba conservar la ilusión de poder hacer otro trabajo sin convertirme en un simple objeto para los ávidos de sexo.

Algunas travestis conocidas me contaban historias escalofriantes de violencia y abusos, de la persecución policial, de la falta de interés de políticos y funcionarios, de la incomprensión de la gente. Otras comentaban de cuanto se divertían, de cuanto habían ganado, de las prendas que se compraron o de la operación de senos por realizarse. Al principio me pareció que existía una gran contradicción entre ambos tipos de relatos. Luego comprendí. Las últimas solo trataban de olvidar sus penas no hablando de ellas.

Sabiendo que no conseguiría un trabajo, sabiendo que el dinero se me estaba acabando, sabiendo que mi tía con su magra jubilación ya no podía ayudarme, sabiendo que ni siquiera podía tener la ilusión de un hombre enamorado de mí, sabiendo que era un paria, sabiendo que quien me hablaba en la calle con amabilidad lo hacía por puro snobismo, sabiendo que de todas maneras corría el riesgo de encontrarme con algún violento que me agrediera, decidí poner precio a mi cuerpo.

No fue fácil. No era cuestión de decirlo y listo. Debí alimentar cada mañana mi mente de pensamientos positivos, de nuevas convicciones, de nuevos desafíos, para no echarme atrás.
Una amiga travesti me asesoró. Juntas compramos ropa adecuada. De esa ropa que solamente me hubiera atrevido a ponerme en la intimidad de mi hogar. Me enseño secretos de maquillaje, como pararme, como ofrecerme, como tratar el pago, como evitar a la policía, a quién llamar en caso de ser detenida, a negarme a firmar cualquier acta que me presentaran. En suma, aprendí toda la teoría. Solo faltaba el gran paso de la práctica.

Fuimos juntas en taxi hasta la calle en donde se reunían las prostitutas. Una calle de la que habían sido echadas una y otra vez debido a las denuncias de los vecinos y a la que debían volver, no existiendo otro lugar mejor y sin poder contar con un sitio adecuado como en algunas capitales de Europa.

Me moría de miedo. Mi amiga me presentó a las que ya habían llegado y nos paramos juntas en una esquina. Tardé media hora en tomar la decisión de quitarme el abrigo y mostrar las minúsculas prendas que cubrían apenas las partes esenciales. Tenía frío pero no había otra opción. Si quieres venderte debes ofrecerte.

No entraré en detalles acerca de los clientes, sus insólitos pedidos y su regateo de los precios. De los insultos proferidos por aquellos que pasan en sus autos solo para vernos como si fuéramos animales en un zoológico o una curiosidad turística, de los gritos de los moradores de las casas en cuyas aceras nos ubicamos, diciéndonos que nos vayamos a otro lado. Del abuso de los conserjes de los Albergues donde alquilamos una habitación, pretendiendo quedarse con gran parte de nuestras ganancias. De los continuos controles de la Policía, pidiéndonos documentos, amenazando con llevarnos presas en averiguación de antecedentes o exigiéndonos plata para evitar el arresto. De los golpes recibidos en la comisaría si no podíamos pagar nuestra libertad y de la constante humillación de tener que limpiar las celdas para lograr salir con la amenaza de ser detenidas nuevamente si nos encuentran en la calle, tan solo por llevar ropas del sexo opuesto, como si no entendieran que esta es nuestra verdadera identidad, nuestro verdadero sexo. De los ladrones que se abusan de nuestra impotencia para quitarnos el dinero por las buenas o las malas. Del gasto necesario, para estar más atractivas, de colocarnos senos con el consiguiente miedo de tener por ello, alguna complicación de salud. O de aquellos los clientes que se niegan a pagar, que de pronto sacan a relucir su homofobia oculta y la emprenden con alguna de nosotras o que se niegan a usar preservativos haciéndonos correr el riesgo de contraer cualquier enfermedad, hepatitis, sífilis o sida.

El tiempo cura heridas. Al menos las físicas. De día procuro hacer cualquier cosa tratando de olvidar mis noches. Leo, voy al cine, paseo por Plaza Francia curioseando los puestos de artesanos, entro en los Museos o me siento a orilla del río a contemplar el reflejo del sol en el agua. Pero cuando la tarde va envolviendo el cielo en un manto rojizo presagiando la llegada de la oscuridad me vuelven los pesares y debo juntar valor para no abandonar lo que, al menos, me da de comer.

El tiempo cura heridas y trae sorpresas insospechadas. Todavía me recuerdo inclinándome hacia la ventanilla de un auto importado de marca alemana con vidrios polarizados. Mi cara se reflejaba en la superficie espejada hasta que el conductor los bajó y pude verlo.

¿Cuanto cobras? Preguntó. No pude contestarle. No supe en ese momento si insultarlo o reirme de él. Era mi ex gerente. Aquel que peroraba sobre la moral, su vida perfecta, su esposa dedicada y sus hijos modelo. Continué mirándolo para saber si me había reconocido. Ante mi silencio, masculló un par de insultos, volvió a subir el vidrio y arrancó para detenerse unos metros más adelante a tratar con otra travesti quien después de unos segundos subió al auto.

En ocasiones se puede tener una experiencia así. Comprobar la hipocresía de ciertas personas ocultando penosamente sus realidades tras la fachada de la moralidad y no asumiéndolas, denostando aquello con lo que temen ser confundidos.

No es motivo de alegría saberlo aunque en un primer momento nos cause gracia. Pero no en esta ocasión. Hemos sabido que una de las chicas desapareció hace varios días después de irse con un cliente. No sabemos donde buscarla. En las comisarías o en los hospitales no nos dan datos. Nadie sabe cuál es su verdadero nombre para poder identificarla. No podremos ubicar a sus parientes. Tememos que aparezca, como otras, herida, asesinada o que no aparezca.

Y mientras tanto dibujo una sonrisa en mi máscara, me afirmo sobre los tacos, meneo mi cuerpo y continuo viviendo día por día. Corro el riesgo, como todas, de ser la próxima. Por eso me pregunto cada noche si habrá un mañana.

Fin


Este cuento lo presenté con mi nombre real en el año 2008, en un concurso organizado por una ONG Mejicana y cuya consigna era la discriminación.

Siendo crossdresser es mi homenaje a nuestras hermanas travestis