Thursday, August 03, 2017

Ansiada Noelia. Capitulos 1-2-3 y 4

1.Hojeando revistas en el dormitorio

 En Praia Biscaia, unos kilómetros antes de llegar a Angras dos Reis, camino desde Río de Janeiro, entre las casas que asoman a la playa, hay una posada con tienda de bebidas cuya barra está cubierta con techo de paja, al igual que las sombrillas de las mesas. En ese lugar se puede escuchar en las tardes, cuando el sol comienza a enrojecer mientras se acerca al horizonte, a Carolinho cantar samba mientras se disfruta de una caipiriña o un trago de ron e incluso se puede invitar a las dueñas del lugar a bailar en los momentos en que no están atendiendo a sus clientes...

Pero debo contener mi ansiedad y no adelantarme a los acontecimientos

En realidad esta historia comienza varios años antes y muy lejos del sol del Brasil, más precisamente en un barrio de clase media del Gran Buenos Aires, cercano a la Capital, cuyo nombre no viene al caso mencionar, cuadriculado por calles recién asfaltadas, de chalecitos blancos con prolijos jardines, retoños de árboles en las veredas, algunos terrenos baldíos, la plaza con mástil en su centro y cancha de bochas para los jubilados, poblado en su mayoría por inmigrantes italianos o españoles.
En ese lugar, Roberto transitaba la infancia entre pelotas de fútbol, bolitas, figuritas, soldaditos de plomo y autos de carrera rellenos de plastilina. Su universo, como el de todos los niños de aquella época, era sencillo y pequeño, sin más aspiraciones que recorrer el universo conocido del entorno cercano y vivir con su madre los paseos a la Ciudad como la máxima aventura posible transportado en trenes trepidantes y misteriosos.
 Por la mañana desayunaba Vascolet con leche al que prolijamente le sacaba la nata con una cuchara pues le producía arcadas y enormes galletas de miel duras de masticar, luego hacía los deberes, disfrutando de aquellos que requerían dibujos o si debía estudiar historia pero renegando invariablemente con las matemáticas. Terminados, le quedaba tiempo para jugar un rato en la sala sobre la alfombra, aprovechando los dibujos del entramado de ésta para delinear sendas imaginarias por las que transitaban sus autos a escala.
La casa no era ni más ni menos ostentosa que las del resto del barrio, tenía la particularidad de poseer terraza en lugar de techo de tejas. Constaba de una gran sala que servía de comedor y taller para su madre modista, dos dormitorios, uno de los cuales, el que ocupaban sus padres, estaba orientado hacia la calle y el otro, con vista a la galería, era el suyo. Un pasillo unía las habitaciones y brindaba acceso al baño, la cocina y el lavadero. Cada habitación estaba pintada de un color diferente y los techos, revocados a la cal eran blancos. La carpintería totalmente realizada en madera. La cocina tenía un amplio ventanal desde donde se podía ver, en primer lugar la parra de beneficiosa sombra en el verano y más atrás el resto del jardín con rosales, un ciruelo, un limonero y un duraznero. En el fondo un pequeño galpón para guardar las herramientas. El exterior cubierto por revoque gris, manchado en algunos sitios por la humedad.
Al mediodía la madre lo llamaba para lavarle la cara y peinarlo, le ponía el pantalón azul, la camisa blanca y la corbata sujeta con elástico, mientras le recordaba revisar el portafolios para comprobar si llevaba todo lo necesario: los cuadernos, el manual, las láminas que había recortado del Billiken y la cartuchera con los lápices de colores, sobre todo el azul y rojo y el bien más preciado, la lapicera fuente, igual a la de su padre. El rito siguiente era escuchar la novela de Audón Lopez  en Radio del Pueblo mientras almorzaba un menú que variaba, sin demasiadas pretensiones, entre salchichas con puré o milanesas. Finalmente, en coincidencia con el fin del capitulo, se colocaba el guardapolvo almidonado y partía al Colegio, del que lo separaba sólo una cuadra.
La escuela no le fue dificultosa, salvo por las matemáticas. Estaba atento a las explicaciones de la maestra y no se distraía con los comentarios en voz baja de los compañeros alrededor de su banco haciendo bromas o comentando el último partido de fútbol. En los recreos no se privaba de los bruscos juegos varoniles o mirar a las compañeritas del sexo opuesto que comenzaban a convertirse en atractivas señoritas, aunque el guardapolvo disimulaba sus incipientes formas. El regreso a la casa era invariablemente la ocasión para empujar y golpearse con los portafolios tratando de atraer la atención de las niñas que miraban hacia otro lado demostrando su precoz habilidad para poner en práctica el arte de la seducción
Ya en la casa, la posibilidad de ver los dibujos animados en la televisión estaba en directa relación con las notas obtenidas, aunque su madre, indulgente como era, decidía obviar las páginas de los problemas de regla de tres simple e iba directamente a los dibujos, gracias a los cuales le daba permiso, después de un corto ruego, para encender el aparato.
La placidez que reinaba en la casa, en tanto él miraba la televisión y su madre cosía apresuradamente para cumplir con sus clientas se esfumaba con la llegada del padre. La tensión se producía debido a que, si bien no era gritón o violento, se mantenía reservado. Parecía estar siempre de mal humor y hablaba poco, lo necesario. No era pródigo en caricias con Roberto ni se interesaba por sus logros en la escuela. Con el ceño permanentemente fruncido, no ayudaba a establecer un vínculo entre ambos y marcó la distancia que los separaría de por vida. Distancia reforzada por el prurito de no tocar ningún tema que refiriera al sexo, convirtiéndolo en tabú, lo que influyó en que Roberto creciera sin la mínima información al respecto.
Su padre, de contextura delgada, aún poseía, por aquel entonces abundante cabello, con incipientes canas, peinado hacia atrás, su cara era angulosa y la nariz recta, ojos de color gris acerado. Caminaba erguido en toda su estatura lo que lograba hacerlo parecer más alto de lo que realmente era. Tenía fuerte apego al trabajo y profundo sentido de moral, desactualizado para esa época de los comienzos de los sesenta, debido a la educación que había recibido de sus mayores, campesinos llegados de Galicia. A pesar de ello no era profundamente religioso. Le molestaba el ateismo al que culpaba de todos los males del mundo, creía en Dios, pero no concurría a misa y simpatizaba con el Partido Demócrata Cristiano. Vestía habitualmente pantalón de franela, camisa cerrada hasta el último botón sin corbata, saco y pulóver. En la casa solía usar la ropa que ya no llevaba al trabajo, remendada por las hábiles manos de su esposa.
Pocas fueron las ocasiones en que Roberto vio a su padre reír, como también pocas fueron aquellas en que pudiera observar un gesto de cariño para con su esposa. Era como si todo debiera estar sobrentendido, que el amor era así y no requería de gestos espontáneos. Tampoco su madre se prodigaba demasiado, como si temiera expresar sus sentimientos y el niño imaginó que tal vez eso era normal, idea reforzada por la falta de oportunidad de ver que sucedía en las casas de sus compañeros de colegio.
La madre era de mediana estatura, el cabello negro y abundante, cierta tendencia a la gordura que nunca llegaba al extremo, sus rasgos delataban la mezcla del ascendiente español mezclado con el indígena. Sus ancestros europeos habían llegado en la época de la colonia. Los ojos marrones y vivaces, eran el primer rasgo que llamaba la atención en cuanto se la veía. Siempre estaba activa, atendiendo las tareas de la casa y sus clientas. Era discreta en su vestimenta, blusas de colores pastel, polleras hasta las rodillas y calzado sin tacos. Huérfana, educada por una señora de la sociedad aristocrática de la provincia y con la influencia del hecho de haber tenido que viajar a la Capital a ganarse el pan a temprana edad, mezclaba en su forma de vida una pizca de solemnidad y otra de desparpajo. A diferencia de su marido fumaba y solía ser más espontánea aunque se contenía en presencia de éste.
Roberto había heredado la delgadez del padre y su altura, como consecuencia era el último de la fila en el colegio. El cabello, el color de tez y los penetrantes ojos de la madre. Su cara era redonda, de rasgos suaves, piernas largas y rectas. Usaba, como todos los niños, pantalones de jean, remera y zapatillas. En ocasiones solía ponerse sandalias y dejaba el pantalón corto para jugar al fútbol.
Sus distracciones no pasaban sólo por la televisión o los juguetes. De a poco comenzó a explorar la biblioteca de su padre y llevarse los libros a la terraza para evitar ser molestado mientras hurgaba en aquellas historias que tanto le atraían y despertaban su imaginación. Las revistas de moda que la madre utilizaba para mostrar a sus clientas también cayeron bajo su curiosa avidez. En aquel momento, aunque pasaron varios años para darse cuenta, sucedió el hecho primigenio. Cuando comenzó a despertar su adicción a la ropa femenina.
Al principio se conformaba con deleitarse mirando las fotos sin alcanzar a preguntarse, y de hacerlo no hubiera tenido entonces las respuesta, el motivo de esa atracción irresistible. Ya fuera por la edad, por el desconocimiento, o por que no tenía conciencia de lo que le sucedía, ni siquiera se planteaba que estuviera teniendo pensamientos diferentes a los de otros niños. Siendo que no influían de momento en su conducta y al mismo tiempo todavía no podía imaginar las consecuencias de sus deseos, con toda naturalidad continuaba con sus juegos infantiles y era uno de los tantos que estaban en la calle corriendo tras una pelota o alternando entre policías y ladrones hasta la hora en que bajaba el sol y su madre, y otras madres también, se asomaban a las puertas de sus casas dando gritos, llamando para cenar
No era una obsesión permanente. Por épocas olvidaba las revistas de modas y solo fijaba su atención en las actividades varoniles. De todas maneras, con el paso de los meses, ya sea por que lo consideraba como un importante secreto personal o por que comenzara a tener algún atisbo de sospecha de que sus fantasías no eran normales, las mantuvo en el más absoluto secreto. No las comentó ni siquiera con sus más cercanos amigos, aquellos con los que hablaba toda la clase de temas, reales o fabulados que pueden tratar los niños de doce años.
En otras ocasiones no podía dejar de hojear aquellas páginas, consiguiendo incluso guardarse alguna revista al darse cuenta que su madre la desechaba. Las ocultaba entre sus álbumes de figuritas sabiendo que ella no revisaría allí cuando hacía la limpieza, aunque al terminar el aseo corría apresurado a revisar los cajones para comprobar si continuaban en su lugar. El temor por un posible descubrimiento de su tesoro sin tener una explicación para su presencia hizo que se ofreciera a ordenar él mismo su habitación. Con sorpresa la madre accedió a su deseo y se sintió más satisfecha cuando comprobó que cumplía su promesa. Con dedicación ordenaba la cama, barría el piso y pasaba el trapo a los muebles, mantenía ordenados sus elementos de estudio sobre el escritorio y los juguetes en las repisas que había construido su padre.
Tras la cena, la orden de irse a dormir era terminante. No teniendo ocasión de ver más televisión  se retiraba a su habitación, tomaba alguna de las revistas de historietas y colocaba por debajo la de modas para mirarla una vez más antes de acostarse. Si el padre o la madre entraban, habilidosamente la ocultaba y simulaba leer las aventuras de Superman. Luego las guardaba con todo cuidado y mientras esperaba el sueño, pensaba en como le quedarían las prendas que había visto, fantaseando en ser como alguna de esas mujeres.
Una de las revistas de historietas, que podía ver con tranquilidad a la vista de su madre le atraía particularmente. Era la historia de una princesa ataviada con un largo vestido, ceñido al cuerpo, que llegaba hasta los tobillos, de mangas anchas y escote generoso. Contemplaba esos dibujos durante horas. La delicada y longilínea silueta de la protagonista luciendo sus ropaje era un imán irresistible. Tratar de imaginarse como se sentiría ella, rodeada de hombres que la admiraban fue su desvelo.
Ese desvelo alimentó el coraje que hubo de tener para el paso siguiente.




 2.¿La madre prefería una nena?

 En las vacaciones, y exento de su única obligación, ir a la escuela, Roberto era dueño de todo el tiempo y lo utilizaba a su antojo. Alternaba entre la calle, la televisión, los libros de su padre y las revistas de su madre.
Una mañana de lluvia, sabiendo que todos sus compañeros de juegos estaban recluidos en su viviendas, lo que hacía improbable su visita, comenzó a madurar la decisión de ponerse alguna prenda femenina. Su madre estaba cortando moldes en la mesa del comedor y se acercó a ella con la firme convicción de pedírsela. Había estado pensando que sería lo más conveniente, si hacerlo a escondidas o convertirla en cómplice de su deseo. Las oportunidades de estar solo en la casa eran nulas, pues ella lo llevaba consigo cada vez que iba a hacer compras, por lo tanto desechó esa posibilidad, siendo poco probable que en corto plazo tuviera alguna ocasión y no estaba dispuesto a esperar más. Le urgía saber que se sentía vestirse de mujer. Era un riesgo confesarle su fantasía pero siendo hijo único deseaba que le diera el gusto, tan solo por la complicidad debida al hecho de pasar tantas horas juntos.
Luego de dar varias vueltas por la casa tratando de juntar coraje, habló.
-Ma, ¿no me prestarías unas ropas tuyas para disfrazarme?-
Ella lo miró. En su cara se mezcló la sorpresa y una disimulada sonrisa. Roberto sabía de antemano que no le pegaría por la osadía, pues no acostumbraba a hacerlo, probablemente le dijera que no, pero su reacción le sorprendió.
-¿Que querés?-
-Y...alguna pollera, una blusa...-
-Andá al cajón de la cómoda y agarrá lo que quieras-
No se hizo esperar, debía aprovechar lo que consideraba un momento de debilidad de la madre. Entró al dormitorio matrimonial y abrió los cajones. Encontró una pollera verde que se puso por delante para comprobar que le llegaba hasta los tobillos y una blusa de mangas cortas con bordados en el cuello. Mientras las llevaba a su habitación su madre le preguntó.
-¿Encontraste algo que te guste?-
-Si- contestó y de inmediato se encerró en el dormitorio, se sacó la ropa de varón y se colocó la de su madre. Con paso vacilante se encaminó a la sala y parado adelante de ella dijo.
-¿Como me veo?-
-¡Ah, estas espléndida!- exclamó la mujer y él no supo como tomar esas palabras. ¿Sería una broma o su madre lo veía como si fuera una nena?.
-¿Por que no te mirás en el espejo?- le propuso
Sin perder tiempo volvió al dormitorio de sus padres y se colocó frente a la puerta espejada del ropero. La imagen fue impactante, aun sin vello, con la cara fresca, de rasgos indefinidos y esas prendas parecía una niña. Se miró de frente, de perfil, como pudo dió la vuelta y girando la cintura trató de verse la espalda, ensayó gestos y mohines como los que hacían sus compañeritas de colegio. La satisfacción lo inundaba. Era lo más cercano a transformarse en otra persona, trascender la frontera de la piel y de la mente, poder ser quien y como quisiera. Era algo más que sentir el roce de la tela, más que el sabor de lo prohibido. Esas prendas lo habían estado esperando especialmente a él, se ajustaban a su medida, realzaban su cuerpo y alimentaban sus pensamientos. Era el primer latido de una nueva identidad. El primer paso de un largo viaje.
Nuevamente  junto a la madre tomo coraje para el segundo pedido.
-Ma, ¿puedo quedarme así vestido todo el día?-
-Si, pero cámbiate antes que llegue tu padre. A él no le va a gustar-
-¿Por que?-
-Porque a mi me parece divertido que quieras jugar a ser una nena, pero el es muy serio y no lo va a entender-
Roberto aceptó la condición, era mucho más de lo habría imaginado conseguir.  Permaneció vestido de esa manera mientras miraba la televisión o jugaba en su habitación con los soldaditos hasta que la cercanía de la hora del regreso de su padre lo volvió a la realidad. Con tristeza dejó las prendas en el cajón y volvió a su atuendo normal.
-No te preocupes, cada vez que quieras ponerte alguna ropa mía podes hacerlo- le dijo la madre antes de que a él mismo se le ocurriera pedírselo.
Esa noche al irse a dormir estaba exultante, la impaciencia de que llegara el otro día y repetir la experiencia lo mantuvo desvelado un largo tiempo. Se veía a si mismo con las prendas, tal como lo había hecho frente al espejo e imaginaba cuales otras se probaría más adelante.
A la mañana siguiente sin siquiera ponerse su propia ropa se calzó un vestido y aprovechó unas sandalias que su madre ya no usaba. Se paseaba por toda la casa hasta que el vecino de enfrente llegó para invitarlo a jugar al fútbol. No tenía ganas de salir. Prefería permanecer así en todo momento, pero la madre le aconsejó que lo hiciera por que sus amigos iban a pensar que estaba enfermo y de todas maneras iban a venir a la casa a verlo.
Dejó el vestido y las sandalias y fue a jugar. Durante las vacaciones usó el mayor tiempo posible las vestimentas de su madre y solía molestarse por que era la época en que todos los chicos del barrio vagaban de casa en casa de sus vecinos, apareciendo en los momentos más inoportunos.
En otras ocasiones, estando vestido de mujer, llegaban clientas y debía correr a esconderse en su habitación mientras su madre reía al verlo y demoraba en abrir la puerta. Entonces se cambiaba y salía a saludar esperando que no se notara su aflicción. En cuanto las visitas se retiraban volvía a los vestidos, a simular movimientos femeninos o simplemente a estar y disfrutar.
De aquellos tiempos, cada vez que volvía a rememorarlos le quedaba la duda de cuál había sido la intención oculta de su madre. ¿Era tan inocente que no veía el peligro potencial en que podía verse envuelto su hijo si continuaba con su obsesión?. En esa época, las travestís eran sólo una rareza que sólo se podía observar en los corsos desfilando con las comparsas y, por lo que Roberto advertía, eran vistos como algo gracioso por parte de los espectadores. Jamás oyó, ni de su padre ni de su madre algún comentario despectivo o insultante. Él, en tanto, deseaba, en silencio, fervientemente poder vestir un traje de lentejuelas como ellas. Pero también era cierto que el único maricón conocido que vivía en el barrio y que también acostumbraba a disfrazarse de mujer en carnaval varias veces había sido agredido por alguna patota de muchachos.
Por otro lado, ¿no sería que su madre hubiera tenido el anhelo oculto de dar a luz una nena?. En ese caso, ¿lo hubiera seguido alentando para una transformación total, o no se atrevió por temor a la opinión del padre?.
Un hecho del que fue testigo inesperado le sembró ciertas dudas sobre la conducta de su madre, por que a pesar de tomar todas las precauciones para que vecinos y clientas no lo vieran vestido de mujer, una tarde la escuchó conversando con la vecina de junto, cerco de alambre de por medio.
-A Roberto le gusta jugar a ponerse ropa mía y andar así por toda la casa-
Para tranquilidad de Roberto la vecina no sólo ni siquiera se escandalizó sino que cometió otra infidelidad idéntica.
-¡Ah, mire usted, mi hijo también-
Si esa confesión trascendió no lo supo, al menos nadie se burló de él, probablemente lo hablarían a sus espaldas pero, al ignorarlo, no le importaba. El hecho era que tal vez su madre lo hubiera contado orgullosa de tener aunque fuera por momentos la nena que deseaba. De paso anotó mentalmente que debía averiguar lo que hacía realmente el hijo de la vecina. Jamás se atrevió a preguntarle, aunque en una ocasión tuvo un leve vislumbre de ello.




 3.Un vecino puede ser una amiga, el otro un novio

 Elsa, aquella vecina que vivía en la casa de al lado llegó un día para hablar con la madre de Roberto trayendo una interesante propuesta.
Era una señora obesa, de corta estatura y cara redonda. Los ojos parecían salírseles de las órbitas, como dominada por el asombro, el cabello era castaño claro y no se sabía nunca cuando se lo teñía pues siempre se le veían  las raíces canosas. Solía vestir ropa holgada para disimular, en vano, sus adiposidades y caminaba dando resoplidos, agotada por su propio peso.
-Doña Lucía, la dueña de la mercería me pidió que le fabrique prendas interiores femeninas, enaguas, combinaciones, esas cosas, pero yo sola no doy abasto, por eso le propongo que lo hagamos juntas-
La madre de Roberto no lo pensó demasiado, si bien no vivían con privaciones el dinero era necesario, y aceptó. En poco tiempo la sala se convirtió en un improvisado taller de confección, ambas mujeres cosían todo el día, la mesa estaba ocupada permanentemente  de nylon, seda, puntillas y pilas de ropa terminada.
Para Roberto, la presencia de la vecina era una intromisión pues no podía dar rienda suelta a su deseo de permanecer vestido con las ropas de su madre. Optaba por encerrarse en su dormitorio y hojear las revistas de modas que había juntado.
En ocasiones se paseaba alrededor de la mesa de trabajo y recorría disimuladamente con sus dedos la suavidad de las telas, acariciándolas, luego se marchaba en silencio tratando de retener en su mente la sensación de aquel roce.
Hasta que sucedió lo impensado. Mientras las madres cosían, Roberto y el hijo de la vecina se entretenían jugando al Ludo dejando el tiempo transcurrir apaciblemente. Su actividad se vio de pronto interrumpida por el llamado de la madre de su amigo.
-¡Vengan a la sala- ordenó, y ambos acudieron prestamente para recibir una sorpresa.
-Pónganse estas combinaciones que queremos saber como quedan-
Ambos niños se miraron sin entender.
-Vamos, que no es nada- insistió la madre de Roberto.
El vecinito, de menor estatura que Roberto, rubio, de piel blanca, extremadamente delgado al punto de parecer enfermo en toda época del año, sin decir palabra, se quitó pantalones y camisa y se colocó una de las prendas que le alcanzaban. Roberto, dominado por la vergüenza, se negó, pero la mirada de su madre lo convenció de que debía obedecer. De todas maneras, no se desvistió. Se puso la combinación encima de su ropa. Cuando ambos estuvieron parados frente a las mujeres, ellas comentaron entre si.
-Quedan bien, tienen buena caída, la señora Lucía va a quedar satisfecha-
Roberto no sabía que hacer, en ese momento deseaba que lo tragara la tierra. A pesar de mantener la vista fija en el piso, no pudo evitar ver de reojo a su vecinito hacerse el maricón, moviendo la mano y balanceando la cadera. Molesto por que su madre lo había expuesto de esa manera se quitó la prenda y corrió a la habitación, de manera que no pudo ver al niño haciéndole burla mientras volvía a vestirse con su ropa normal.
Cerró la puerta del dormitorio de un golpe, señal clara de que no quería ser molestado, pero eso no le importó al otro que unos minutos después la abrió sin hacer ruido.
-¿Que te pasa?-
-Nada-
-¿Nunca te habías puesto ropa de mujer para jugar a ser nena?-
-No- contestó vehemente para zanjar la conversación.
-Yo si, y me gusta-
No se atrevió a replicarle más, suponiendo que cuanto más énfasis pusiera en negarlo más cerca estaba de confesarlo. Y en ese momento recordó aquella conversación de su madres. Era evidente que su vecinito lo sabía, pero no quiso ser él quien lo confesara y desde ese momento se mantuvo callado hasta que se fueron, madre e hijo.
Ocupada con otras tareas, Elsa delegó todo el trabajo de confección en la madre de Roberto, ya estaban terminando con el pedido y solamente quedaban los detalles de terminación que bien podía hacer una sola persona. Esta situación posibilitó a Roberto volver a su costumbre de travestirse. Ya no pedía permiso a su madre cada día, simplemente iba al ropero y elegía lo que se iba a poner.
En una ocasión ella le preguntó por que se había comportado de la manera que lo había hecho cuando no quiso colocarse la combinación frente a los vecinos.
-Ma, me da vergüenza- atinó a contestar
-Pero si no es nada, además tu amiguito se puso la suya y le quedaba muy bien-
Roberto no supo que argumentar.
-Está bien mamá, cuando quieras podés probar en mi la ropa que hacés-
Con ese gesto de aceptación, Roberto se convirtió en maniquí para todo lo que su madre cosía, de manera que tuvo que ser paciente mientras ella marcaba ruedos y pespuntes, le sacaba, volvía a hilvanar y le ponía de nuevo, y de nuevo a sacar hasta que quedaba conforme. Costumbre que finalmente generaba en Roberto cierta satisfacción al ver a las clientas luciendo las prendas que él había tenido tantas veces sobre su cuerpo. En particular cuando veía a Rosita, la única mujer del barrio que se atrevía a usar minifaldas tan osadas que se decía que bastaba con agacharse un poco para verle la bombacha y sus vestidos eran tan ajustados que parecían una piel superpuesta.
En ese entonces comenzaron a frecuentar la casa dos vecinas que vivían enfrente trayendo de continuo más trabajo para su madre. Eran hermanas, una de veinte años y la otra de dos o tres más, aunque para Roberto eran, por su edad, dos mujeres adultas. Ambas eran altas, de cabello negro, la menor lo llevaba por los hombros, a la mayor le caía hasta la cintura. De piel oscura y ojos marrones, rasgos no demasiado delicados, angulosos y viriles. Solían vestir pantalones y remeras. En pocas ocasiones lucían faldas o vestidos. La asiduidad con que concurrían trajo como consecuencia que también se acoplara a las visitas su hermano menor, Pedro, de enormes diecisiete años, alto, morocho y desinhibido.
Pedro era una inconfundible imagen varonil. Musculoso, de tórax, piernas y brazos modelados por la gimnasia, era un excelente nadador. El cabello, negro como el de sus hermanas, cortado al ras por ser abundante y de rápido crecimiento. Su cara era cuadrada, de mandíbula saliente y ojos marrones que producían cierta inquietud cuando fijaba la mirada.
Pedro, a pesar de que a esas alturas debería andar corriendo tras la chicas, se hizo amigo de Roberto, y comenzó a participar de sus juegos infantiles. Así compartieron los soldaditos, los autos, el juego de Mis Ladrillos y las revistas de Superman y Batman, entre otras cosas.
La constante presencia de Pedro volvió a trastocar la costumbre de Roberto del uso de prendas femeninas, por lo que no tuvo más remedio que alternar entre su nuevo amigo y aquellos deseos, comprendiendo que tal vez la única manera de hacer realidad sus fantasías era, siempre, tener que dividirse en dos, como si fuera personas diferentes. De esta manera fue aprendiendo lo que le serviría, todavía sin saberlo, años después.
La madre continuaba utilizándolo de maniquí en los momentos en que estaban solos, pero ocurrió que un día no pudo evitar pedírselo en el momento en que jugaba a la guerra, arrojando bolitas a los soldaditos, con Pedro en la alfombra de la sala.
Roberto no supo que decir, había aceptado ser el maniquí, primero con cierta reticencia, luego con gusto, pero lo que le estaba pidiendo su madre era demasiado.
-Probámela en tu dormitorio- le dijo en un susurro.
-No puedo, tengo los alfileres acá y necesito verte con buena luz-
Roberto se dirigió a la habitación de sus padres con el vestido en la mano y lo regresó ya sobre su cuerpo, para asombro de Pedro que miraba como si no entendiera que estaba pasando. Durante varios minutos que se prolongaron ante los continuos arreglos que intentara su madre se sometió a la mirada curiosa de su vecino que no dejaba de observarlo. Cuando terminó la sesión respiró aliviado, corrió al dormitorio y volvió a su ropa determinado a seguir jugando con Pedro. Continuaron con los soldaditos y la guerra, discutieron que si y que no, que yo le pegué primero, que yo destruí tu cuartel. Y así hubieran seguido si no fuera que al ir la madre a la cocina, Pedro, mirando fijamente a Roberto le dijo.
-Te quedaba bien el vestido, parecías una nena-
Esa amistad no volvió a ser la de antes.



 4.Un romance del que nadie supo

Pedro había descubierto un secreto en casa de Roberto y eso lo mantenía inquieto. Durante varias semanas había estado tratando, mientras simulaba disfrutar de soldaditos y autos de juguete,  de encontrar la manera de ganarse su confianza para convencerlo de hacer ciertas cosas que deseaba fervientemente, pero ahora la oportunidad se le servía en bandeja. Desde que lo conoció supo que podía obligarlo a mayor grado de intimidad. Verlo vestido con ropas femeninas lo excitó aún más. No podía perder tiempo.
En la siguiente ocasión en que estuvieron juntos en la sala y cuando la madre estaba en la cocina le deslizó suavemente una mano por los glúteos. La reacción de Roberto fue instantánea, se corrió lo más lejos que pudo y haciendo como si nada hubiera pasado intentó seguir con el juego. A Pedro no le importó este primer fracaso. Sabía que había dado un paso importante y que si bien Roberto se había alejado no llamó a su madre para delatarlo lo que implicaba que era más fuerte el miedo de que ella lo supiera.
-Me voy a casa- dijo dirigiéndose a la puerta.
-¿Ya?, si es temprano-
-Tengo que hacer-
-Pero, ¿vas a volver?-
-Si querés que vuelva  vamos a jugar a lo que te hice recién-
Roberto no contestó, ni si, ni no. Se quedó mirándolo mientras Pedro abría la puerta y salía a la calle. Ya afuera sonrió de satisfacción. Estaba seguro de que podría lograr su deseo. En tanto, dentro de la casa, la madre de Roberto se sorprendió de verlo jugar solo cuando regresó de la cocina.
-Se tuvo que ir- fue la única respuesta cuando le preguntó por su amigo.
El mundo de Roberto tuvo un vuelco que no alcanzaba a definir. Sentía temor por la acción de Pedro, más por desconocimiento que por la conciencia de estar aceptando algo moralmente prohibido. Las fantasías en las que se sentía una princesa rescatada por un noble caballero al que se entregaba en una pasión casta se desdibujaron ante esta nueva situación. Su bagaje de escasos conocimientos eran los comentarios que hacían algunos otros chicos tan ignorantes como él, cuya mayor experiencia era haber ojeado algunas revista con fotos de mujeres desnudas, ajadas de tanto ser vistas por los hermanos mayores y escuchado alguna conversación de los mayores en la casa.
Roberto jamás había oído a su padre o a su madre nada relacionado con el contacto físico, además ni siquiera lo ejercían frente a él. El temor que sentía por la posible reacción hizo que no se atreviera a preguntar. Al encontrarse en la calle con Pedro, éste le preguntó si podía ir a jugar a su casa. Como su vecino lo preveía, aceptó.
Ni bien estuvieron solos, al subir la madre a colgar ropa en la terraza, Pedro atacó con presteza y recomenzó las caricias. Roberto se callaba y lo dejaba hacer. No sentía nada particular en ese contacto pero Pedro parecía estar disfrutándolo mucho. Después de un rato le pidió que se acostara en el suelo boca abajo y se colocó encima de él moviéndose acompasadamente.
-Yo te enseño estas cosa para que las hagas con las chicas cuando seas más grande- le decía al oído
Roberto aceptaba.
-Un día lo vamos a hacer sin ropa, vas a ver que lindo que es-
Así fue transcurriendo el tiempo, Pedro concurría a la casa de Roberto tan asiduamente que se había convertido en una persona de confianza para la madre. Un día dijo que iba a hacer la compras. Roberto temiendo todavía las acciones de Pedro le dijo que la acompañaba.
-No es necesario, quedáte acá con Pedro y sigan jugando-
-Si señora, no se preocupe que lo voy a cuidar-
Apenas traspuso la puerta, Pedro cerró con llave y dirigiéndose a Roberto le dijo.
-A ver, ponéte alguna de esas ropitas como la que te vi la otra vez-.
La primera reacción de Roberto fue negarse, pero Pedro, rápido de reflejos tomó el reloj de la madre que estaba sobre la cómoda y mientras lo sostenía en el aire con dos dedos insistió.
-Si no haces lo que te dijo rompo el reloj de tu mamá y digo que vos lo rompiste-
Roberto se sintió vencido, se dirigió al dormitorio de su madre y quitándose el pantalón y la remera se colocó un vestido. Cuando salió a la sala, Pedro lo miró de arriba a abajo. Se acercó a él, lo tomó de la cintura, acercó su cara y le dio un beso en los labios.
-Ahora sos mi novia- le declaró y se sentaron en el sillón, donde continuó con sus toqueteos.
Así estuvieron hasta que oyeron el timbre, el tiempo había pasado rápido y la madre había regresado.
-¡Ya abro señora!- exclamó Pedro mientras Roberto corría al dormitorio a cambiarse.
Al entrar, la madre, tuvo la sospecha de que algo estaba sucediendo, Pedro parado al lado de la puerta y Roberto saliendo del dormitorio descubrían en sus gestos cierto signo de culpabilidad. Recorrió con la mirada toda la sala y no vio nada roto. Suspiró aliviada y cargó con sus bolsas a la cocina.
Los meses pasaron. Las caricias, los besos, los toqueteos furtivos y la promesa de que un día “lo iban a hacer en serio” se sucedieron. Roberto aceptaba la voluntad de su amigo y lo complacía pero en el fondo lo dominaba el miedo. Estaba tomando conciencia que estaba haciendo algo malo, sobre todo desde el día en que el maricón del barrio, que sólo era un par de años mayor que Roberto aunque parecía de muchos más, por su altura y la cara con cicatrices de las golpizas a las que había estado expuesto, golpeó en la puerta de su casa, pidiéndole a su madre si podía ir a jugar con él.
-No, está ocupado haciendo los deberes- contestó ella dejando sólo una pequeña rendija al abrir la puerta.
Lo que más asustó a Roberto fue la sentencia de ella cuando tuvo la puerta cerrada
-¡No te quiero ver jugar con ese degenerado!-
Mas dudas, ¿el maricón era un degenerado por que andaba por la calle vestido con pantalones ajustados, camisas con volados y hablaba de manera amanerada, haciendo gestos volátiles con las manos?. Entonces, Pedro y él ¿que eran?. ¿O estaban a salvo de semejante definición por que lo hacían a escondidas y él mismo no se andaba mostrando por ahí con ropas de mujer?. Además Pedro decía que todo lo que le estaba enseñando era por su bien, que todos los varones aprendían así. De modo que entonces no debía ser algo malo. A pesar de tratar de convencerse a si mismo, en el fondo aún dudaba.
Una tarde verano, a la hora de la siesta, Pedro pasó a buscar a Roberto para ir a jugar a los vaqueros en casa de otro amigo, aprovechando que los padres habían ido a visitar a unos parientes y disponían del lugar. Nada anormal transcurrió durante un par de horas. Los chicos alternaban el juego con beber gaseosa y comer galletitas que había dejado la madre del niño anfitrión. Los roles de sheriff y ladrones alternaban en unos y otros, finalmente le toco al de la casa ser el comisario y a Pedro y Roberto los delincuentes. Cuando finalmente, luego de varios tiroteos animados con sonido de bocas haciendo bang! el comisario atrapó a los ladrones y los encerró en el galpón. Una vez adentro, Pedro se asomó por una pequeña ventana y le sugirió al otro niño que los dejara encerrados con llave una hora. El otro, divertido, aceptó y tras asegurar la puerta se fue a la casa a ver televisión.
-Ahora vamos a hacerlo en serio- dijo Pedro
-Pero...no estoy preparado-
-Si, estás, sos mi novia y tenés que hacer lo que yo te ordeno-
-Tengo miedo-
-No tengas miedo, tontita, dale, bajáte los pantalones-
Mientras veía como Pedro se sacaba la ropa trató de juntar coraje. Finalmente aceptando que no podía escapar de esa situación comenzó a desnudarse. Pedro lo tomó, parados, de la cintura y comenzó a intentar penetrarlo. Pero el esfuerzo era inútil.
-Me duele- decía Roberto tratando de detenerlo
 Sin la debida preparación y lubricación no lograban hacerlo, después de varios intentos y para tranquilidad de Roberto, Pedro desistió. Se vistió y asomado a la ventana llamó al otro niño.
Se volvió a Roberto que comenzaba a vestirse y le dijo.
-Esta vez no pudimos, pero la próxima lo vamos a hacer en mi casa mas tranquilos-
No hubo nueva ocasión, dos meses después Pedro y toda su familia se mudaban de barrio. Roberto respiró aliviado. De todas maneras la semilla había sido sembrada y estaba empezando a germinar lentamente.




















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