La verdadera
leyenda del Minotauro
Las sombras
se alargan sobre toda la extensión de la isla de Creta. Minos Rey, acodado en
la baranda que limita la terraza del palacio piensa en su esposa Parsifae. Su
recuerdo es un permanente lamento. No por su temprana muerte sino por que aún
resuenan en sus oídos los gritos de placer que profería en el momento en que
era poseída por el toro al que ella se había entregado para gozar como nunca
antes lo había hecho.
No puede olvidar Minos Rey el parto de Parsifae en el que
nació aquel ser monstruoso, mitad toro, mitad humano. Los gritos, esta vez de
dolor, inundaban todas las habitaciones del palacio, las calles, las tiendas,
las casas, los templos y hasta en el puerto. Minotauro estaba entre los vivos.
Parsifae entre los muertos.
No puede olvidar que debió cargar con la vergüenza y con el
monstruo, que debió criar a la hermana del Minotauro, Ariadna, la hija de Parsifae
antes de la locura. Que se vio obligado a encargar a Dedalo el laberinto,
cárcel para el monstruo y ordenar a su guardia que lo encerrara para siempre. Y
como urdió la manera de someter a Atenas a su dominio utilizando el miedo por
el que la ciudad griega le entregaba a los mejores jóvenes y vírgenes para calmar
la ira de la bestia.
En la inmensidad del mar se observa un navío. Minos Rey,
que lo puede ver desde la terraza sabe que traen otro cargamento de humanos
para satisfacer al monstruo. Con paso rápido baja las escaleras acompañado de
su hija. Cuando llega al puerto la nave esta siendo amarrada y comienzan a
descender las víctimas del sacrificio. El rey los observa. Los varones de
músculos firmes, las mujeres de suaves curvas.
¿Pero quien es ese hombre que tiene la osadía de acercarse
a la bella Ariadna?
Minos Rey vacila. Cree reconocer esa cara, ese porte de
guerrero, de alguien que está acostumbrado a mandar y ser obedecido. Ya no
puede evitar que su hija hable con el extraño. Se sonríen, se tocan, se
expresan en largas miradas. Quisiera saber que se están diciendo. Ignora que la
bella Ariadna ha cautivado al extraño que ha venido con la intención de matar
al Minotauro y le ha prometido el medio de salir del Laberinto una vez que haya
cumplido su misión. El extraño, valeroso, se convierte en esclavo de la bella.
Depende de ella para continuar viviendo y en consecuencia le ofrece todo lo que
pueda darle. Compartir el trono de Atenas.
Minos Rey ignora que se trata de Teseo, el hijo del rey
Egeo hasta que éste lo desafía.
-He venido a liberarte de tu vergüenza y a Atenas del
miedo- dice Teseo.
Minos Rey ríe. Este hijo de Egeo es tan arrogante que cree
poder acabar con el monstruo, pero jamás lo va a lograr, piensa mientras lo
mira.
Pero Teseo está decidido. Lo trajo hasta Cnossos el hambre
de poder. Matar al monstruo es la manera de lograr ser más grande que su padre
y así destronarlo una vez liberada Atenas de la garra de Minos.
Encabezando el grupo asciende por el sendero hacia las
puertas del Laberinto. Van cantando, tomados de las manos y Minos Rey se
pregunta: ¿Cuál es la fuerza que los hace enfrentar la muerte de esta manera?
Ariadna le entrega a Teseo la espada y el hilo que le
posibilitará el regreso. Sabe que Minos Rey, ignorante del hecho, no cree que
Teseo sea una amenaza real para la bestia que saciara su sed de sangre y carne
con él como con los demás.
El grupo entra. Teseo comienza a desenrollar el carretel en
cuanto las puertas se cierran. Ariadna exclama: ¡Vas a poder regresar, amor
mío!
En la oscuridad de los pasadizos solo el reflejo de las
antorchas y el chillido de las ratas son las únicas señales de vida. Teseo,
decidido, encabeza la marcha hasta que llegan al salón que sirve de morada a la
bestia.
-He venido a acabar contigo- le dice el ateniense
-No, has venido por otro motivo y no sabrás cuál pues
cuando lo que deba ser suceda tú ya estarás muerto-
-Soy un héroe y el sucesor del trono de Atenas, por lo
tanto tengo el poder de matarte para librar a la humanidad de tu presencia-
-Atrévete, entonces-
Se trenzaron en feroz combate. La espada del ateniense
provocaba reflejos brillantes a la luz de las antorchas, los cuernos de la
bestia eran sombras entre las sombras. Las heridas se desgarraban, la sangre
fluía. Uno de ellos cayó pesadamente al suelo para no levantarse más. Aquellos
que iban a ser sacrificados oraron en silencio. Una multitud que comenzó a
asomar por puertas y otros huecos en las paredes gritaban de júbilo. Rodearon
al Minotauro que, de pie, lamiéndose las heridas los instó a salir del
encierro.
Era madrugada. El sol comenzaba de nuevo su camino y
alumbraba con sus primeros rayos los muros del Laberinto cuando el grupo
encabezado por la bestia se abrió paso derribando las puertas de la prisión. Ariadna,
que había pasado toda la noche en vela, parada ante los portones corrió hacia
Minotauro y abrazándolo exclamó:
-¡Volviste amor mío, volviste! ¡Ahora seré tuya como mi
madre lo fue de tu padre!
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