DESPEJANDO DUDAS
Antes de tocar el timbre observé cuidadosamente el número
de departamento en el frente del portero eléctrico para evitar enojosas
explicaciones en caso de equivocarme, luego, como si mi dedo acompañara el
rumbo de mi duda se apoyó muy lentamente sobre el pulsador hasta que finalmente
hizo contacto.
En el lapso que transcurrió mientras esperaba escuchar una
voz en el parlante, tuve tiempo de mirar a mi alrededor tratando de comprobar
que no hubiera alguna persona lo suficientemente cerca como para escuchar mis
palabras al presentarme. Era una mañana de otoño del 2005, escasa de sol, el
barrio alejado del centro de la ciudad lucía calles empedradas, veredas
desparejas, no muy anchas, pobladas de árboles desnudos de hojas, lo que
contribuía a cierto sentimiento de melancolía.
En la calle, sólo una mujer con un niño de la mano pasaban
por la acera de enfrente de modo que por la distancia y porque ella iba
regañando al mocoso no pudieron oír cuando ante el requerimiento de una voz
femenina contesté.
-Soy Sabrina-
-Ya voy- Dijo la misma voz y pocos segundos después una
silueta, visible a través del vidrio esmerilado de la puerta de entrada, salió
hacia el porche. La silueta se fue aclarando hasta convertirse en una mujer
menuda, de cabello corto, cuya enorme sonrisa de bienvenida pude ver en cuanto
abrió.
-Pasá Sabrina, que bueno que pudiste venir-
Y de pronto se calmaron mis nervios. Estaba frente a Claudia,
la persona que iba a ayudarme a cumplir un sueño que hasta este momento había
logrado a medias, porque mi afición a vestirme de mujer no había comenzado ese
día ni poco antes, sino a los doce, treinta años atrás, cuando, pensaba que era
la única que me ponía prendas de mi madre, a veces con su permiso, a veces a
escondidas, y no me quedaba claro si lo que me sucedía era simplemente haber
quedado a medio camino de ser travesti.
Los años de la juventud no sirvieron para comprender mejor
mi situación, debiendo fingir mi hombría me convertí en uno más de tantos
reprimidos, tuve varias novias y me casé tempranamente, a los veintidós años,
pensando que aquella locura era solo un juego de la niñez y que el acoso sexual
por parte de un vecino instándome a complacerlo en sus primitivos e inexpertos
deseos sexuales, había sido una experiencia finalmente fallida, que se
convertiría, pasado el tiempo, solamente en un recuerdo.
Los primeros años de mi matrimonio con las nuevas
responsabilidades de trabajar, levantar la casa, vivir la experiencia de ser
padre por dos veces, y entrar en ese mundo, primero de pañales, luego de actos
escolares, plaza, fútbol, bicicletas y vacaciones en la costa atlántica
hicieron que creyera olvidado todo aquello.
El tiempo fue apagando el ímpetu de mantener relaciones con
mi esposa, jugar al sexo me resultaba trabajoso. Podía decir que los problemas
económicos que atravesamos por aquella época influyeron en la falta de deseo,
pero era inútil engañar a nadie, ni a mí mismo, era mi problema, era mi
verdadera personalidad que estaba aflorando, abriéndose camino en una maraña de
imposturas que debían reflejar el hombre que todos esperaban que fuera. Todos
menos yo.
Volví a la ropa de mujer, en esta ocasión de mi esposa.
Aguardaba a que ella marchara a su trabajo y en el escaso tiempo en que debía
salir para el mío, aprovechaba esos minutos como si fueran la eternidad.
A los tres años de un matrimonio que se caía a pedazos
había superado otro gran paso en mi camino a la necesidad de travestirme.
Estaba comenzando a comprar mi propia ropa y la ocultaba en un bolso, en mi
trabajo. Éramos, solamente mi patrón y yo. Cuando él salía, me apresuraba a
ponérmela y me miraba a un espejo. Seguían siendo muy pocos minutos para tanta
pasión.
Confesé, una tarde tomando el té en su casa, a mi tía,
hermana de mi padre, lo que me ocurría. No le pareció escandaloso pero me rogó
que tuviera cuidado. Su mayor temor era que alguien lo supiera e intentara
extorsionarme.
En el otoño de mil novecientos ochenta y ocho tuve mi
primera relación homosexual recién cumplidos los veinticinco y cinco años. El
hombre se llamaba Esteban. Su departamento, un ambiente, de paredes azules y
cielorraso blanco, con una cama matrimonial cubierta por un acolchado de seda
haciendo juego con el color de las paredes, fue testigo de mi primera vez. De
la primera vez que sentí que todo aquello que había estado reprimiendo afloraba
con todas las fuerzas sumergida por mi propia voluntad bajo el poder de unos
brazos masculinos. Varias veces me volví a encontrar con Esteban, pero él fue
solo el comienzo de una larga lista de hombres que conocí durante los últimos
siete años de mi matrimonio, pues aún estaba casado, sin decidir a separarme a
pesar de que mi casa era un caos, las discusiones frecuentes, nada de sexo, e
incluso tener que dormir en la habitación de huéspedes. Las salidas con mis
hijos eran una de mis vías de escape, las otras el trabajo donde me quedaba
horas extras sin necesitarlo, vagar por las calles de otros barrios para llegar
a mi casa lo más tarde posible y el paseo a escondidas de los domingos en
bicicleta,
Mi esposa nunca supo de mis aventuras, ni las ciclísticas
ni las sexuales aunque me acusaba de homosexual nada más que por el
resentimiento debido a la ausencia de relaciones entre nosotros sin sospechar
cuanto había de verdad en su insulto. Sólo la perfecta incompatibilidad a la
que habíamos llegado terminó el matrimonio. Un día me decidí, no a irme, sino a
hacerle caso en una de las tantas veces que me echó con gritos airados de la
casa.
Debido a un obligado cambio de trabajo, el bolso con la
ropa de mujer viajó a la casa de mis padres donde lo escondí en espera de
mejores ocasiones. Pero al separarme habiendo alquilado un bastante cómodo
departamento, de dos habitaciones, con vista a la calle, pude tener todo el
tiempo, sin ningún temor de ser descubierto, para ser “ella” la que aún no
tenía nombre pero muchos hombres en su lista.
Paradójicamente, cuando la situación parecía la ideal que
siempre había deseado, sentí que debía probarme como hombre. Tenía aún la
estúpida idea de que el fracaso sexual con mi esposa se debía exclusivamente a
ella. Asombrándome de mi propia audacia hice dos intentos de conquistar a
compañeras de trabajo. Con la primera no tuve mayor inconveniente, era lo
suficiente desinhibida como para aceptar ir a la cama de prisa sin demasiados
preámbulos. En un albergue transitorio de Once comprendí que mi identidad
sexual estaba más allá de mis caprichos. No tuve ni la más mínima erección. No
sabía si sentirme bien o mal ya que estaba definiéndome para el resto de mi vida.
Sin saber todavía la razón volví a intentarlo con otra. No llegué a la cama. A
las pocas semanas decidí que esa sería mi última experiencia y le dije que
siguiéramos cada cuál su camino, lo que pareció no molestarle demasiado.
Durante el tiempo que duraron estas inseguridades
provocaron en mí la necesidad de borrar mi travestismo y con ello mi
homosexualidad tirando a la basura todas las prendas que me había costado
adquirir. A la semana siguiente, en lo que se convertiría en otro hito
fundamental de mi vida estaba nuevamente comprando compulsivamente ropa y más
ropa, todo cuanto pude con el dinero que tenía en ese momento.
Continué acostándome con hombres, superada la instancia de
estar casado. Libre del estado civil y de mis temores a un escándalo ya no tuve
el prurito de llevarlos a mi departamento, como tampoco el de seducir a mis
propios compañeros de trabajo. De modo que en pocos meses lo supieron a todo
nivel del escalafón laboral. Y no fueron pocos los que secretamente, acudíeron
a mi lecho y yo me presentaba ante ellos luciendo mis más delicadas prendas de
lencería.
Fuera por lo que fuera, jamás sentí discriminación o fui
objeto de burlas o agresiones. El homosexual latente que moraba en muchos de
mis compañeros de tareas los hacía sentirse cómplices conmigo aunque jamás lo
admitieran ante el resto. Y yo era la cortesana que conocía todos sus secretos.
Habiendo fallecido mis padres, me mudé a la casa, testigo
de mis primeras experiencias cuando niño y continué, con más lugar donde
guardarla, comprando ropa y por primera vez acomodándola de manera ordenada en
los roperos y no arrugada dentro del bolso. En la casa también encontré muchas
prendas de mi madre que conservé multiplicando mis posesiones femeninas.
Una noche viendo la televisión descubrí, fascinada, que no
era la única en el mundo. Éramos millones de almas disociadas en vidas dobles
que llevábamos en nuestro cuerpo y en nuestra mente dos personas, un varón para
los demás y una mujer para nosotros mismas. El programa se llamaba Real Sex y
se trataba de un documental que, finalmente después de tantos años puso nombre
a mi afición, a mi pasión, a mi sagrada locura: Crossdressing.
En media hora de programa recibí la revelación divina. Supe
que existían en todo el mundo hombres como yo, que tenían sus vestuarios, sus
sitios de encuentro, sus historias parecidas a la mía. Tenía, en ese entonces
cuarenta y un años. ¡Veintinueve años de ser crossdresser sin saberlo! Supe que
debía encontrar esos sitios, hurgar donde fuera, hacer todo lo posible. Y todo
lo posible, en estas épocas de avances tecnológicos se llama Internet. De modo
que pasé horas frente a la pantalla en la búsqueda. Pero la suerte se mostraba
esquiva. Ubicaba sitios en cuanto país imaginara menos en la Argentina.
Sintiéndome vencida abandoné la búsqueda.
En tanto, mi deseo de inmortalizar en fotos mi travestismo
era posible solo a la argucia de pararme frente al espejo y disparar la cámara
hacia él. El resultado, un desastre, pero no tenía otra cosa y me conformaba.
Hasta que, armándome de valor, acudí al dueño de la casa de fotografía donde
revelaba mis rollos, un muchacho joven, de mirada tierna y modales amables. Le
pedí que me sacara unas instantáneas y accedió, sorprendiéndome pues temía que
iba a negarse dado lo insólito del pedido. Una mañana, en la trastienda del
local, disparó su cámara mientras yo lucía
varias prendas diferentes y peluca, la primera que había comprado,
barata, en una feria americana. Temblaba de emoción cuando fui a retirarlas y
recuerdo que no podía dejar de verlas. Al guardarlas en un álbum sentí que era
el comienzo de una nueva e importante etapa y que debía tener un nombre para
identificarme, una identidad para la mujer que acababa de nacer. Después de
algunas vacilaciones encontré ese nombre: Sabrina.
Eso sucedió un mes antes de ese día en que estaba parada en
la vereda de un barrio porteño esperando que atiendan mi llamado ya que pocos
días después de esa sesión de fotos volví a Internet. Insistí escribiendo
crossdressing, en el buscador y sucedió el milagro, la página de una
crossdresser, Susan Soul, me remitió entre sus links a un sitio para sacarse
fotos, aprender a maquillarse, asistir a reuniones, subir las fotos a su
página. No lo pensé dos veces. Llamé por teléfono y concerté una cita. Los días
que debí esperar para ese momento se me hicieron interminables. La ansiedad me
consumía. Verifiqué una y mil veces la manera de viajar para no equivocarme
mientras mi mente volaba tratando de imaginar el tesoro que iba a encontrar en
esa mágica cueva de Alí Babá.
UNA SESION MUY ESPECIAL
El ¡Ábrete Sésamo! Había sido pronunciado. Claudia me dio
un beso en la mejilla y girando sobre sí se encaminó hacia la puerta del
departamento, aún abierta, invitándome a seguirla. Atravesamos ese porche de
piso de baldosas negras y blancas formando cuadros como un tablero de ajedrez.
Un par de maceteros de cemento con unas pocas alegrías del hogar daban la nota
de color rompiendo la monotonía de las paredes blancas pintadas recientemente,
en oposición con el frente del edificio, aunque de manera desprolija pues se
notaban las pinceladas y algunas manchas sobre el zócalo negro. Crucé ese
mágico portal y observé el interior con atención, maravillándome con cada
detalle. Dentro del ambiente reinaba el orden a pesar de tantas cosas
expuestas. La sala estaba pintada de color celeste, el piso era de parquet
brillante, en una estantería estaban varias pelucas de diversos colores
acomodadas una junto a otra sobre sus cabezas de telgopor, a su lado un
perchero con rueditas de cuyo caño pendían gran cantidad de perchas con todo
tipo de prendas. Sobre la pared opuesta una estantería de madera sostenía pares
de zapatos y en el piso estaban las botas, entre ellas las bucaneras que tanto
había soñado con ponerme. En el medio un gran espejo, cómplice mudo, el
compañero ideal de toda crossdresser. Como el que yo tengo, heredado de mis
padres, que conoció mis desvelos desde los primeros momentos.
Mi anfitriona no perdió el tiempo, de inmediato me solicitó
que ingresara a otra sala. Ésta poseía un enorme ropero lleno hasta rebalsar y
sobre la cama había cajas con lencería, medias y otros accesorios. Justo al
lado de la puerta, una pequeña cajonera y un espejo colgaban de la pared, sobre
el mueblecito estaban dispersos todos los elementos de maquillaje. Alrededor
del espejo varias bombitas brindaban su luz para poder ver mejor el trabajo a
realizar. Me senté en una silla de hierro forjado y Claudia comenzó su tarea.
En pocos minutos mi cara había experimentado un cambio
notable. Mis ojos negros resaltaban bajo el azul de los párpados, las mejillas,
de color uniforme debido al maquillaje que disimulaba cualquier atisbo de vello
facial que antes de salir de mi casa había afeitado cuidadosamente, las
pestañas postizas sobresaliendo audaces, y los labios rojos como la sangre.
Tras culminar me dejó sola en la habitación para que
eligiera lo que quería lucir. Sin dudar escogí un vestido negro, largo, de
fiesta, y una peluca color castaño, en las piernas debí colocarme medias opacas
color carne y en los brazos guantes largos hasta el antebrazo para disimular el
vello que por ese entonces aún no me había animado a depilarme. Los zapatos
fueron un problema al principio ya que nunca había tenido la posibilidad de
usar unos con taco tan alto. Al pretender pararme sobre ellos sentí calambres
en la parte posterior de las piernas y no encontraba la manera de afirmarme ya
que tendía a doblar las rodillas hacia delante para compensar la posición del
pie. Después de unos pocos pasos me di cuenta que debía hacer justamente lo
contrario de modo que las enderecé y logré dominarlos. A los pocos minutos caminaba
como si lo hubiera hecho desde siempre.
Ella me sacaba fotos y yo me sentía como en la pasarela de
un desfile de modas. Luego me invitó a probarme otras prendas y otras pelucas.
Alterné entre minifaldas, catsuits, vestidos sensuales y por supuesto las botas
bucaneras.
Cambiando de poses le dejé la decisión de fotografiarme
como lo quisiera, sabiendo de su experiencia. Y no paraba de elogiarme, mi
cuerpo y mi sentido de la elegancia. Me repetía que era hermosa y yo lo creía
así. Cómo no soñarlo si era el deseo cumplido de sentirme una diva, plena como
en la mejor de mis fantasías.
Hicimos una pausa para tomar un café. Sentadas frente a
frente, en tanto le contaba mi historia, con más o menos matices, parecida a
muchas que habría escuchado anteriormente, yo estaba cómoda, me sentía mujer y
ella me consideraba como si lo fuera, lo que me hacía sentir mejor aún. A su
vez me contó cómo se había iniciado en el negocio después haberse quedado sin trabajo
en la crisis del 2001, cuando un amigo crossdresser le mencionó que no había en
Buenos Aires un sitio adecuado para este estilo de vida y como se aventuró en
lo que era novedoso hasta para ella.
-¿Por qué no te probas este?- Me decía mostrándome un
vestido y tras ese otro vestido y audaces minifaldas.
Y yo no sabía cuál elegir. Me sentía un niño en una
dulcería queriendo probar todas las golosinas. Cada vez que me miraba al espejo
me costaba creer que esa imagen que me devolvía era yo.
Después de dos horas debí volver al mundo. Claudia me
ofreció un lugar en su página de
Internet para subir mis fotos. De modo que Sabrina no solo había nacido para mí
y para mi nueva amiga sino que lo haría para todo el mundo. Salí de aquel lugar
como el enamorado después de una cita con su novia. Ya no me importaba la
melancolía del otoño en los árboles despoblados ni el ausente sol. Ahora debía
revelar las fotos.
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