Aquel verano del 68
Antonio mira por la ventana. El
jardín, la calle, la ciudad entera, brillan, bañados por las gotas de la lluvia
que cae mansamente, sin ruido, tenaz y sobrecogedora. En su interior también
llueve. Las lágrimas que le brotan son elocuente signo de su tristeza, corren
sin nada que las detenga sobre las tenaces arrugas de sus mejillas y anidan en
sus manos apoyadas sobre el regazo.
Tantos
años, se dice. Tantos años en que esta realidad era una probabilidad lejana,
algo en lo que no pensaban. Algo que se negaba, viviendo día a día, como si la
eternidad fuera posible.
Siente
el sol acariciándole el rostro. El calor es gratificante y procura absorber con
todos sus poros aquella sensación. Pero no es el sol del presente, afuera aún
garúa, es el sol del pasado, el de aquella tarde de verano, cuarenta veranos
atrás, cuando caminando por la playa exhibía su torso bronceado y su andar
firme.
Una
mirada, varios pasos más para darse vuelta y comprobar si esos ojos estaban
fijos en él. Lo estaban. No podía dejar pasar de largo la oportunidad. Se
acercó lentamente al dueño de la mirada, cotejando si alrededor suyo alguna
persona había adivinado lo que iba a suceder.
Un
tímido hola, y la misma respuesta. Dos o tres segundos en que ambos no supieron
que decir. Luego, una pregunta de compromiso, como para romper el hielo.
-¿Sos
de Buenos Aires?-
-Si
¿Y vos?-.
-Yo también.
-¿Y
de que parte?-.
Se
sentó a su lado, el diálogo estaba entablado. Conversaron sobre su barrios, sus
estudios, sus trabajos. Contemplaban el mar que estrepitosamente se convertía
en espuma a escasos metros de sus pies, de vez en cuando uno observaba al otro
en el momento en que ese otro miraba las olas o jugueteaba con los dedos en la
arena. Finalmente sus miradas se cruzaron. Sonrieron por primera vez, se
sentían dos niños sorprendidos en una travesura.
-Vamos
a un lugar donde podamos sentarnos a tomar algo-.
Se
levantaron y caminando entre medio de la gente y las sombrillas que poblaban la
playa se dirigieron a una confitería en la Rambla.
Veinte
años, la edad en que el mundo es un desafío y la vida una incógnita. Ambos eran
dos jóvenes atractivos a los que no le faltaban admiradoras, sumadas a las
hijas de las vecinas o primas lejanas que sus madres como celestinas
profesionales insistían en presentar.
Esteban,
de piel cetrina y cabello negro era estudiante de arquitectura y trabajaba en
un estudio como aprendiz. Experiencia sexual, poca. Algunos escarceos con
amigos masturbándose mutuamente y unos besos, como los de las películas.
Antonio, rubio, de ojos celestes, a duras penas había terminado el secundario y
se ganaba el sustento en la panadería de su tío. Había tenido su primer
relación con otro muchacho a los quince años y desde entonces no se perdía
cuanta oportunidad tuviera.
-Todavía
tenemos tiempo, mi familia no llega hasta tarde, se fueron a Mar Chiquita.
Vayamos a mi departamento- dijo Esteban.
Transitaron
la peatonal mirando a todos lados como sintiéndose culpables de lo que iban a
hacer. Como si todos los rostros de los centenares de personas que se cruzaban
les dijeran: Sabemos que clase de anormales son ustedes.
Entrar
al edificio no fue fácil. Debieron esperar que el encargado se cruzara al
kiosco a comprar cigarrillos y en cuanto pudieron corrieron hasta el ascensor afortunadamente
vacío.
Una
vez dentro del departamento, Esteban guió a Antonio hasta su habitación. Con
determinación lo tomó de la mano. Ese primer roce entre sus pieles pareció un
shock eléctrico. Nada los detuvo entonces. Se quitaron la ropa con la urgencia
del deseo y el apuro por aprovechar el tiempo. Sus cuerpos atléticos se
mezclaron desordenadamente, brazos y piernas se enredaban, las manos recorrían
cada centímetro disponible. Sus miembros, erguidos, se chocaban. Finalmente uno
de ellos cedió y el otro se impuso en esa lucha amistosa. El desenfreno se
convirtió en un movimiento acompasado y unísono. El orgasmo llegó a ambos al
mismo tiempo. Un grito animal multiplicado por dos. Entres risas y gestos de
temor experimentaron cierto arrepentimiento de haber expresado tan notoriamente
su paroxismo.
Dudando
en si habían sido escuchados en los departamentos vecinos, se vistieron lo más
rápido que pudieron y bajaron a la calle por separado. Al portero le pareció
sospechosa la figura de Antonio a quien no recordaba como habitante del
edificio. Iba a detenerlo cuando apareció Esteban y lo entretuvo hablándole de
fútbol.
En
aquel verano del 68, los dos muchachos se encontraron varias veces. Unas en el
departamento de Esteban, otras en la pensión donde se alojaba Antonio. Siempre
cuidándose de los curiosos. Siempre con el temor de ser descubiertos. Por las
noches iban a caminar por la peatonal o se metían en los boliches de moda a ver
bailar a los demás. Volviendo, cerca de la madrugada se animaban a tomarse de la
mano, envalentonados por la soledad de las calles.
-¿Todavía
no te hiciste de una novia?-. Le preguntaban las hermanas a Esteban, ya que su
intuición les indicaba que había algo sospechoso al ver que su único
entretenimiento diurno era los interminables juegos de paleta con ese rubio que
ni siquiera les presentaba.
-Tenemos
que seguir viéndonos cuando volvamos a Buenos Aires- Insistía Esteban que ya
estaba seguro de que aquellos juegos de su adolescencia habían sido la puerta a
su homosexualidad y que Antonio era el responsable de haberla abierto de par en
par.
Para
Antonio no era tan importante continuar aquella relación. Una vez en la ciudad
podría buscar a cualquiera de sus amigos, por lo que le prometió vagamente que
se verían de nuevo. El último día intercambiaron direcciones y números de
teléfono. Antonio ayudó a la familia con las maletas para acomodarlas en el
auto y se quedó mirando su partida hasta que se perdieron por la avenida
Constitución.
-¿Ese
Antonio es medio rarito, no?- Dijo impiadosamente una de las hermanas de
Esteban. Éste tembló por el temor de ser descubierto. No sabía en ese momento
que el comentario de la muchacha era producto del resentimiento por no haber
logrado que Antonio la cortejara.
En
Buenos Aires, Esteban no dejó de llamar a Antonio cada día. Su madre le
contestaba siempre que no estaba. En ocasiones había ido a la panadería y en
otras había salido a quien sabe donde. Logró que le diera el número del
negocio. Tampoco tuvo suerte. Al paso de los meses comprendió que la aventura
de verano había sido nada más que eso. Pero le costaba resignarse. Dándose
cuenta que sus llamados importunaban dejó de hacerlos. Tal vez era hora de
aceptar la realidad.
El
verano siguiente caminando por la Rambla divisó a Antonio a lo lejos. No estaba
solo. Un joven alto, desgarbado, sin demasiados atractivos lo acompañaba.
Sintió que no debía dejar pasar la oportunidad y sin pensar si incomodaba se
detuvo frente a ellos. El gesto de sorpresa de Antonio fue evidente. Parecía
como si no lo reconociera. El otro individuo comprendió que algo sucedía entre
ambos jóvenes y se alejó un par de pasos.
-Te
llame infinidad de veces.- Dijo Esteban.
-Bueno,
es que estuve muy ocupado-.
-Si,
ya veo-.
-¿Acaso
pensás que somos novios? Yo tengo mi vida.-
-Yo
también, y sentía que formabas parte de ella.-
-Me
voy- Agregó Antonio y dejando a Esteban sin saber que responderle se dirigió
adonde lo esperaba su acompañante.
En
esas vacaciones no volvieron a cruzarse. Esteban movido por la desesperación
tuvo algunos encuentros ocasionales. Disfrutó del sexo pero no se sentía
completo. Algo faltaba y ese algo era el deseo del amor. Esa pasión
inexplicable que había sentido con Antonio.
Sigue
lloviendo, se lamenta Antonio. ¿No piensa parar?. Recordó que un día de otoño,
como éste, comenzó a sentir una indefinible sensación de nostalgia. Tal vez
fuera la lluvia, o quizá que ya no encontraba placer en acumular nombres de
desconocidos ocasionales que desaparecían de pronto. Habían transcurrido tres
meses desde su último encuentro con Esteban en la Rambla. Estuvo grosero con él
en esa ocasión, lo admitía y concluyó que debía disculparse. Hurgó en sus
cajones. En algún lugar debo haber guardado su número de teléfono, mascullaba.
Lo
encontró, blandiéndolo como un trofeo se encaminó al teléfono de la sala y
llamó. Esteban, del otro lado de la línea no podía creer que aquella voz fuera
la de Antonio. Si le guardaba algún rencor no lo demostró y quedaron en
encontrarse en una confitería del centro.
La
lluvia seguía acompañado aquel encuentro. No les importaba, ni tampoco el frío
del otoño, ni la tristeza del prematuro atardecer. Conversaron durante horas,
hasta que la noche se hizo presente. Lo hicieron como dos viejos amigos que
tienen enormidad de cosas que contarse. Antonio le pidió perdón por su
comportamiento. Esteban le dijo que no tenía nada que perdonar. Eran así,
diferentes. Uno prefería la ausencia de compromisos, el otro soñaba con una
pareja estable y el amor.
-La
libertad solo acarrea tristeza- Reconoció Antonio reflexionando sobre su
presente –Finalmente te das cuenta que a nadie le interesa lo que te sucede-
Esteban
asintió en silencio.
Al
otro día hicieron el amor en la casa de Antonio, aprovechando que la madre de
éste no estaba.
Los
años pasaron, cada cuál fue organizando su vida. Esteban terminó los estudios y
se recibió de Arquitecto, Antonio escaló los pocos peldaños que le permitían su
trabajo en la panadería y cuando fue maestro panadero sintió que debía
instalarse por su cuenta antes que pasarse toda su existencia como un empleado.
Sus
encuentros se volvieron cotidianos. Alternaban la casa de Antonio y la Esteban,
sobre todo cuando la familia de éste se iba a la casita de fin de semana en
Tortuguitas, lujo máximo en una época en que aún no existían los countries.
La
madre de Antonio, viuda, se preocupaba por que su hijo no tuviera novia, lo que
imposibilitaba que posteriormente se casara y formara una familia. Los padres
de Esteban se manifestaban mas comprensivos pues él había dicho que no pensaría
en casarse hasta terminar sus estudios. Con esa excusa logró ganar tiempo, pero
una vez recibido comenzaron a atosigarlo. En especial las hermanas que
acrecentaban sus sospechas con el paso del tiempo y no habían perdido
oportunidad de acicatearlo con frases hirientes.
-¿No
será que te gustan los hombres?- Le decían.
Esteban
consiguió la tranquilidad anhelada cuando pudo alquilar un pequeño departamento
que utilizaba también como estudio. El lugar se convirtió también en refugio de
la pareja pudiendo disfrutar de más tiempo en lugar de los apurones que habían
signado sus relaciones.
Las
hermanas de Esteban se casaron, compitiendo entre ellas, con pocos meses de
diferencia. La mayor con una abogado, la menor con un médico. Con el mismo
intervalo quedaron embarazadas y dieron a luz, la mayor un varón, la menor una
nena. Sus casamientos fueron fastuosos. Sus vestidos comentarios de todos los
conocidos, los salones de fiesta a cuál más grande, sus lunas de miel
envidiadas. La mayor en Tahití, la menor en París. En ambas ceremonias Esteban
estuvo solamente deseando que terminaran pronto para correr al lado de Antonio
quién ya había comenzado a quedarse en el departamento varios días a la semana.
Sus hermanas aprovecharon la presencia de una gran cantidad de mujeres de buena
posición con ansias de casamiento para presentárselas. Esteban, educadamente,
las ignoraba.
La
madre de Antonio falleció. Una mañana la encontró en su cama. Su cara reflejaba
que había logrado paz interior, mientras dormía, de un fulminante ataque al
corazón. Antonio no perdió tiempo e hipotecó la casa para poder instalar una
panadería.
Merced
a haberse encontrado en el lugar adecuado en el momento preciso, Esteban se
asoció a un estudio que realizó gran cantidad de obras importantes debidas al
Mundial de 1978. Con el dinero ganado realizó algunas inversiones, jugó en la
ruleta de la especulación y de pronto se vio dueño de una mínima fortuna.
Antonio llevaba adelante su negocio como podía y no le iba ni bien ni mal pero
le costaba levantar la hipoteca de la casa que iba pagando cuando podía juntar
algún dinero. La relación entre ambos continuó rutinariamente. Los únicos
nubarrones eran las hermanas de Esteban que ya habían advertido que su hermano
no entraría jamás al redil de la vida normal. Una de las maneras de amargarle
la vida era no permitirle que brindara gestos de cariño hacia sus hijos.
-No
sea que les contagies tu enfermedad- Le decían, inclementes.
Así
fue que Esteban vio crecer a sus sobrinos de lejos. Las reuniones familiares se
convirtieron para él en una tortura donde sentía el vacío que se generaba a su
alrededor. Su madre tampoco le dirigía la palabra y si bien su padre hacía
esfuerzos sinceros por comprenderlo, finalmente debía apaciguar sus
demostraciones de afecto abrumado por la presión familiar.
En
unas Navidades, Esteban decidió no ir. Tampoco fue para el fin de año. Y ya no
volvió más a la casa paterna. De vez en cuando telefoneaba al trabajo de su
padre y charlaban por unos minutos para contarse sus mutuas novedades.
Encontrándose
tan solo como Antonio, aunque por diferentes motivos, volcó todo su necesidad
de amor con el panadero. Estaban juntos el mayor tiempo posible que le dejaban
sus actividades. Salían a pasear los domingos en bicicleta, se iban de
vacaciones a Brasil, concurrían al cine, lo llevaba por Museos y exposiciones
que Antonio por su cuenta jamás hubiera pisado.
El
advenimiento de la democracia les renovó las esperanzas en cuanto a que era
posible que no tuvieran necesidad de ocultarse. Pero así como parecía
respirarse nuevos aires, aunque no demasiados, llegó al país poco tiempo
después la crisis económica. Antonio comenzó a sentir la merma en las ventas.
Aún con parte de la hipoteca sin pagar perdió su casa y mantuvo el negocio
echando al personal y haciendo todas las tareas él mismo, teniendo que dormir
en el local. Esteban no estaba mucho mejor. Nadie construía ni reformaba sus
viviendas. Todo estaba paralizado y lo único que atinó a hacer fue vender el
auto y cerrar la oficina debiendo trabajar en su departamento que afortunadamente
había terminado de pagar.
Llevaban
juntos veinte años. Desde ese presente, aquel verano del 68 era solo una imagen
lejana que parecía haber sucedido en otra dimensión. Esteban le propuso a
Antonio vivir juntos. A estas alturas no le importaba lo que opinaran los
demás, sobre todo su familia que lo ignoraba completamente. Además era una
buena idea para ahorrar gastos y teniendo un confortable departamento no podía
dejarlo dormir en un colchón en el piso al calor del horno de la panadería.
Las
expectativas por el siguiente cambio de gobierno se esfumaron rápidamente.
Durante la década siguiente sobrevivieron como pudieron. Antonio tenía la
panadería abierta solo medio día, el resto del tiempo le ayudaba a Esteban a
realizar refacciones trabajando ambos como albañiles. Cuando cumplían treinta
años de relación Antonio cerró definitivamente su negocio. Todo el esfuerzo de
sus padres se había diluido en esta última decisión.
Esteban
comenzó, paradójicamente, a tener más trabajo. Pudo comprar otro auto, mucho
más modesto, y ambos se desplazaban en el vehículo llevando las herramientas
para los encargos que tomaban. En una ocasión, mientras descargaban los
implementos para una obra, pasó por la calle la hermana menor de Esteban junto
a una hermosa jovencita. Súbitamente se detuvo.
-¿Así
que andás trabajando de albañil? ¿Para esto te mandaron a la Universidad los
viejos? ¿Y todavía estás con ese?-
Dicho
esto siguió su paseo como si nada hubiera sucedido.
Esteban
calló. No supo que replicarle. Se sintió ahogado. Tan ahogado como cuando tres
semanas después recibió la noticia del fallecimiento de sus padres en un
accidente automovilístico en la Ruta 2 de camino a sus habituales vacaciones en
Mar del Plata.
Ni
la presencia de los ataúdes en la Sala Velatoria calmó el odio de las hermanas.
-Murieron
alejados del egoísta de su hijo- Le espetaron casi a dúo. –Esperamos que
reflexiones como le amargaste la vida-
Esteban
no necesitaba reflexionar. No había tenido la culpa de ser lo que era. La vida
lo había golpeado de varias maneras pero también le había dado muchas
satisfacciones y la relación con Antonio era lo mejor que le había pasado.
Antonio
sentía que le debía la vida a su compañero. Era cierto que la había peleado a
su lado y que solo permaneciendo juntos tuvieron las fuerzas para sobrellevar
las dificultades. Por momentos pensaba que se estaba aprovechando de la
generosidad de Esteban, pero lo amaba. lo amaba tiernamente, lo amaba con
fuerza y lo amaba con pasión.
El
corralito y los cacerolazos los encontraron, a pesar de todo, cada vez con más
trabajo. Esteban había vuelto a su condición de arquitecto y Antonio era su
capataz manejando un pequeño grupo de trabajadores que formaban una
pomposamente llamada empresa de construcción.
-Ahora
que estamos viejos llega la buena- Solía decir Antonio.
Cincuenta
y tres años no son muchos o tal vez si, según desde donde se mire. Antonio se
sentía vigoroso, Esteban parecía cansarse ante cualquier esfuerzo. Temeroso de
saberse enfermo, no concurrió al médico al sentir, en ocasiones, palpitaciones
y arritmias. Tampoco se lo dijo a Antonio.
Sigue
lloviendo. La tarde se ha convertido en noche. Antonio sigue absorto mirando
por el ventanal. Las lágrimas no cesan. Fluyen impetuosas como hace dos días,
una semana después de su sexagésimo cumpleaños, cuando encontró a Esteban caído
en el piso del comedor, muerto. Lo abrazó con todas sus fuerzas. Lo sacudió, en
vano, intentando revivirlo. La vecina que entró al departamento al oír los
gritos de desesperación de Antonio llamó a la ambulancia. Llegaron solamente
para recoger el cadáver.
En
el velatorio trató de mantenerse alejado de las hermanas de Esteban, sus
maridos y sus hijos.
-No
deberías estar acá- Le dijo la mayor, pasando a su lado –Pero te dejamos por
que somos personas educadas-
Había
comenzado a llover cuando llegaron al Cementerio. Antonio no sabía como aún se
mantenía en pie. Todo su cuerpo era como una esponja que se doblaba bajo el
peso del agua que caía. Cuando los peones cubrieron con tierra el ataúd, recién
comprendió que ya no vería más a Esteban. Comenzó a alejarse, había dado unos
pocos pasos por la senda de lajas y sintió acercarse a la sobrina de Esteban.
Por un segundo pensó que venía darle el pésame. La escuchó azorado.
-Dice
mi mamá que mañana tenés que desalojar la casa del tío por que nos pertenece-
Sigue
lloviendo. La noche transcurre y todavía no ha comenzado a juntar sus
pertenencias. No puede dejar de mirar por el ventanal, ese ventanal por el que
tantas veces miró, junto a Esteban, el cielo para saber si podían salir a dar
una vuelta en bicicleta.
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