5.El nene pasa mucho tiempo en el baño
Tras la
partida de Pedro, dos obsesiones comenzaron a ocupar la mente de Roberto. La
primera era poder vestirse con ropa íntima de su madre, en especial le atraían
los corpiños, la segunda tratar de imaginar que hubiera sucedido si Pedro
lograba su propósito. ¿Que hubiera sentido? ¿Sería tan placentero como se lo
había dicho cuando trataba de convencerlo? ¿Y si le hubiera gustado, se convertiría
en lo que era el maricón del barrio? Dudas, todas eran dudas para Roberto. Sin
tener a quién preguntarle y con el riesgo de parecer estúpido o de que otros se
aprovecharan de la situación, calló. Entró, en ese instante, en un silencio que
no sería roto hasta muchos años después. Pero sus fantasías, a partir de ese
momento, ya no se limitaron a pensar en príncipes caballerosos, sino más bien
en hombres corpulentos y fornidos a los que se rendía imaginándose una inocente
mujer a merced de sus deseos.
A pesar de
las libertades que le seguía dando su madre para continuar con sus juegos
vestido de mujer, no se atrevía a pedirle un corpiño. Estaba seguro que no se
lo cedería por ser una prenda íntima. La lencería le resultaba más sublime y a
la vez excitante, por lo tanto decidió esperar la ocasión propicia. Esta se
presentó cuando la madre al fin lo dejó solo en la casa mientras iba a hacer
las compras. En cuanto se hubo percatado de que había cerrado la puerta de
entrada y hecho unos pasos por la vereda corrió al cajón de la cómoda y tomó
uno de color blanco, por nada en especial, sino por que fue el primero que
encontró. Se quitó la remera y se lo colocó. El siguiente paso fue mirarse en
el espejo. Esta prenda, más aún que las de vestir, le producía un indefinible
cosquilleo en la piel. Para acercarse más a su sueño, se dirigió al baño, tomó
dos franelas de limpiar y haciendo un bollo con cada una, los introdujo en
ambas tazas del corpiño. Se miró de frente y de perfil.
Tengo
tetas, se decía emocionado. Así estuvo una rato hasta que escucho la llave en
la puerta, con agilidad se sacó el corpiño, lo guardó y colocó las franelas en
su sitio. El tiempo había pasado muy rápido para esa primer experiencia pero
estaba seguro que tendría otras y eso lo dejó satisfecho.
Así fue que
continuó haciéndolo cada vez que se tenía oportunidad.
Al poco
tiempo, otra prenda comenzó a atraerlo de manera subyugante, las medias de
nylon. Esas suaves medias color carne y con la costura a todo lo largo de su
parte trasera que se colocaban con ligas de elástico y se adherían a la carne
formando otra piel. Al descubrir la excitante sensación que le producía
acariciarse las piernas así vestidas imaginaba que era otra mano, no la suya,
la que se deslizaba desde el pie hasta las rodillas.
Agregando
un toque de audacia y por la necesidad que se le hacía cada vez más acuciante,
ya no esperó a quedar solo para esa actividad, vigilaba que su madre estuviera
regando las plantas y arreglando el jardín, se colaba hasta el dormitorio,
tomaba un corpiño, un par de medias y se encerraba en el baño el tiempo
prudencial para que no llamaran la atención sus estadías en ese sitio. Luego,
subrepticiamente devolvía las prendas a su lugar.
Por aquel
entonces hizo un descubrimiento inesperado. Una tarde de lluvia y sin otra cosa
que hacer se puso a revisar revistas viejas guardadas en un cajón del ropero.
El padre coleccionaba publicaciones de aeronáutica y de barcos. A Roberto le
resultaron atrayentes dedicándose a mirar los dibujos y las fotos sin hacer demasiado
caso a los textos. De pronto una revista cayó entre las hojas de la que estaba
viendo. Le llamó la atención de que estuviera colocada dentro de otra ya que su
padre era muy ordenado, la hojeó sin demasiado atención, se trataba de temas de
físicoculturismo y salud, nada que le resultara interesante, pero cuando estaba
por cerrarla y guardarla donde la había encontrado sus ojos se posaron en una
nota escrita por un lector. En ella confesaba como había sido iniciado en el
sexo por una persona mayor que había abusado de él y luego como, con el paso de
los años, repetía la misma historia, a su vez corrompiendo a otros jóvenes.
Roberto
leyó, magnetizado, la historia varias veces y la volvió a buscar cada vez que
tenía oportunidad. ¿Seré así cuando sea grande? Se preguntaba. ¿El hecho de que
Pedro no hubiera podido completar su propósito había dejado las cosas a medias?
¿Que sería finalmente? ¿Hombre o maricón? ¿En algún momento de la vida tendría
que decidir?. En aquel entonces, desconociendo por completo la posibilidad de
ser bisexual, la idea lo atormentaba. Era cierto que no todo el tiempo, pero
cada vez que veía una vecina atractiva o cada vez que se travestía para
imaginarse haciendo el amor con un hombre culminaba haciéndose las mismas
preguntas.
Otra duda
se instaló en su mente persistiendo durante toda su vida. ¿cuál era la razón
por la que su padre conservaba esa revista escondida? ¿sería para que él no la
encontrara? ¿o por que su padre mismo tendría algún secreto inconfesable?.
Nunca supo las respuestas. Como tampoco pudo discernir si no se trataba de
fantasías suyas. Pero siempre le quedó la sensación de que algo más se ocultaba
tras la posesión de ese ejemplar..
De momento
no pensaba en dejar su pasión por la ropa femenina, agregó en cuanto pudo, una
enagua como las que le había hecho poner su madre y munido de las tres prendas,
corpiño, medias y enagua se pasaba el mayor tiempo posible mirándose en el
espejo del baño.
El paso
siguiente fue el uso de otro elemento, que si bien no era ropa, era fundamental
para marcar la diferencia entre sexos, el lápiz de labios. Tomándolo como lo
había visto hacer a su madre incontables veces, luego de varios ensayos se
pintaba como si hubiera nacido con esa habilidad. Se lo pasaba por el labio
superior y luego por el inferior, se retocaba algún desliz y se mordía los
labios para que la crema se extendiera pareja por toda la boca. El problema era
sacárselo y que no quedaran rastros de su travesura, por lo que se lavaba
repetidamente con jabón haciendo abundante espuma, como si fuera esta la que le
iba a quitar las marcas. Luego se miraba varias veces al espejo para asegurarse
de que no hubiera una señal delatora.
Una tarde
aprendió que debía extremar aún más las medidas de limpieza. Luego de haber
jugado con el lápiz labial, se lo quitó y salió a la calle. En la esquina se
encontró con su vecino, aquel que también gustaba vestir ropas de mujer. En
cuanto lo vio de cerca le dijo delante de otros chicos.
-Te
pintaste lo labios-
-¡Que,
estás loco!-
-Dale, que
se nota-
Sin otra
mejor excusa, probó:
-Lo que
pasa es que le di un beso en la boca a una chica-
-¿Que
chica?-
-Una...de
por ahí- contestó levantando un brazo y señalando la calle.
-A mi no me
engañás-
Roberto dio
media vuelta y volvió a su casa, raudo, se dirigió al baño para averiguar de
que manera su vecino se había percatado de su secreto y fue cuando descubrió
que al estirar los labios estos dejaban a la vista pequeñas estrías que todavía
conservaban el rojo del lápiz. A partir de ese momento procuró lavarse esas
estrías también y nadie volvió a mencionar el tema.
Aún le
quedaba un tema por averiguar y cada vez era mayor el deseo de llevarlo a cabo.
Saber que se sentía al ser penetrado, aunque lo atemorizaba el riesgo de
lastimarse.
Si hay
muchos que lo hacen no debe ser problema, se decía para tratar de infundirse
ánimo. De todas manera decidió comenzar lentamente y refugiado en el baño se
pasó un dedo entre los glúteos, sintió un escalofrío que lo impulsó a seguir
adelante, luego trató de introducirlo en el ano pero estaba seco y le rozaba
las paredes. Esto no es lindo, se decía intuyendo que debía haber otra forma y
sintiendo que no podía parar. Si saber por que, mojó el dedo y lo pasó por
jabón. Esta vez se introdujo sin resistencia. Algo parecido a un choque
eléctrico lo sacudió, tembló de cabeza a pies, la piel se puso de gallina, se
le erizaron los pelos del vello y no podía sacar el dedo de donde estaba. No
podía, el placer era superior a todo lo imaginado.
Cuando
reaccionó, se lo sacó de golpe. De pronto lo invadió la culpa. Salió del baño
confundido y atemorizado. De modo que si me gustó soy puto, pensaba y para
calmar sus miedos tomó una decisión. No lo iba a hacer de nuevo.
Pero no fue
suficiente determinación, y la tentación pudo más. A los pocos días volvió a la
experiencia. Varias veces lo repitió hasta que supo que no era bastante. Debía
intentar con algo más importante que sus pequeños dedos.
La ocasión
propicia se presentó cuando su madre y su padre debieron hacer un trámite en la
Capital y decidieron dejarlo solo con una gran cantidad de recomendaciones. En
cuanto se fueron, decidió llevar a cabo su plan, esta vez sería con el palo del
secador de piso y lo untaría con manteca, en lugar del jabón ya que había
advertido que este se secaba al cabo de un rato y le dificultaba sacarse el
dedo del ano. Acomodó una toalla en el piso del baño, se acostó, tomó el palo
previamente untado y se lo fue colocando lentamente. En cuanto sorteó el primer
obstáculo de la entrada, se deslizó por el recto como si estuviera preparado
para recibirlo. En ese preciso momento comenzó a sentir un dolor intenso en los
genitales. El dolor iba en aumento pero sentía que no podía detenerse, era
terriblemente placentero. Ahora si sabía de lo que se había perdido. La
sensación se extendió a su pene que parecía a punto de estallar. Sintió
convulsiones, se sacó el palo con temor de haberse lastimado cuando notó que la
toalla estaba húmeda, la miró temiendo ver sangre, pero lo único que encontró
fue un líquido viscoso blanco esparcido alrededor de su pene, el cuál seguía
eyectando tras años de estar contenido. Había tenido su primer eyaculación
Tratando de
lavarse descubrió lo excitante de aquel movimiento que dejaba a la vista el
extremo de su miembro y no pudo resistirse a seguir con ese juego. Al rato
estaba eyaculando de nuevo. Se sentía maravillado al ver como surgía ese chorro
imparable. Entraba de esa manera en el
inquietante mundo de la masturbación.
A partir de
ese día todo se hizo uno. La ropa de mujer, la introducción de un palo en su
ano, la masturbación y esa hermosa sensación de irse, de volar, de escaparse de
si mismo que le daba el semen saliendo de su cuerpo. Las escapadas al baño se
hicieron más frecuentes y algo sospechosas para su padre que lo interrogó
varias veces sin obtener ninguna respuesta satisfactoria. Al cabo de un tiempo
ya no insistió.
Roberto
llegaba a los dieciséis y lo esperaban nuevas experiencias.
6.Lito Nebia cantaba Rosmary y Sandro,
Rosa, Rosa
Había
estado enamorado antes. Claro que se trataba de amores platónicos de los cuales
la mujer no se había enterado nada. La primera fue Isabel, alta, delgada, rubio
cabello rizado, de cara angulosa, con un
flequillo rebelde que se extendía sobre la frente, la segunda Cristina,
casualmente, o no, parecida a la anterior en la altura y en lo rubia pero de
cara ovalada y con su cabellera lacia cayendo hasta la cintura como una
cascada, ambas compañeras de colegio, la tercera era Norma, que no era rubia,
sino inquietantemente morocha, con notorios senos, caderas curvilíneas, y unos,
profundos como el mar, ojos azules, asidua concurrente a su casa, alumna de
Corte y Confección de su madre.
Cuando ella
estaba, ni siquiera se molestaba por que no tenía ocasión de travestirse y se
quedaba con cualquier excusa en la sala para verla mientras cortaba moldes y
marcaba talles. Norma fue, de las tres, la que más desasosiegos traía a su
corazón y la más inalcanzable ya que era un año mayor y empezaba el secundario
cuando él todavía lucía el guardapolvo blanco que lo hacía parecer infantil a
su lado. Finalmente el sueño se tronchó cuando vio a un muchacho de saco azul,
pantalón gris y corbata como las que usan los adultos, pasarle la mano por la
cintura y ella reía.
Las últimas
vacaciones al finalizar el primario fueron la excusa para que un grupo de
compañeras de grado se dedicaran a organizar reuniones en sus casas, en horas
diurnas y bajo el control férreo de sus padres, reuniones a los que Roberto y
el resto de sus amigos del colegio fueron invitados con insistencia ya que la
proporción de varones era mucho menor que la de niñas, lo que les aseguraba, al
menos poder bailar, sentir por primera vez, el roce de sus manos en aquellas
cinturas y el contacto piel con piel. Era poder verlas en otra dimensión donde
ya no existía el guardapolvo blanco y se comenzaba a apreciar a aquellas
mujercitas con sus vestidos ceñidos, sus inquietantes minifaldas y sobre todo
sus incipientes pechos.
Roberto
temblaba de temor cada vez que se acercaba a una de las niñas para invitarla a
bailar. Lo que más le asustaba era que lo rechazara, pero nunca ocurrió, ellas
deseaban divertirse y siempre aceptaban. Si alguna lo hacía por que deseaba
conquistarlo jamás lo supo. La mente femenina era un terreno desconocido que no
alcanzaba a comprender y del que no sabía interpretar códigos ni señales,
ignorancia que sufrió durante muchos años.
El colegio
secundario fue, como sucede con los cambios importantes, un nuevo mundo. Dejar
atrás el guardapolvo y lucir como aquellos muchachos que admiraba cuando aún estaba
en el primario lo hicieron sentir como un hombre mayor. Ahora debía viajar solo
en colectivo, y además del saco, podía, al fin, lucir una corbata real, de la
que tuvo que aprender, no sin esfuerzo, a hacer el nudo. La nueva situación
produjo una insospechada inclinación hacia su masculinidad. Casi sin notarlo
dejó sus fantasías de lado y se sumergió por completo en esta nueva vida. De
todas maneras no hubo una mujer en su horizonte durante varios años. En
ocasiones escuchaba las aventuras sentimentales de su compañeros de división
con envidia. Él, en tanto soñaba con las chicas que aparecían en las revistas.
Coleccionaba en secreto fotos de aquellas que le atraían, fueran modelos o
actrices de cine y por las noches, en la cama se imaginaba que hacía el amor
con ellas. Un brusco cambio de motivación para sus masturbaciones.
Hasta que
una tarde de septiembre ocurrió eso tan deseado como impensable. Estando con
varios compañeros en una esquina de la plaza, donde gastaban el tiempo antes de
entrar al colegio se acercaron dos chicas a hablar con un amigo que estaba
dentro del grupo e invitarlo al cumpleaños de una de ellas. Su compañero lo
presentó, hablaron durante pocos minutos y las muchachas partieron. Roberto
quedó absorto por la que acompañaba a la que cumplía años y hasta intuyó que
una vez que cruzaron la calle ella se dio vuelta para mirarlo.
-¿Te
gusta?-
-Es
hermosa, ¿como dijo que se llamaba?-
-Rosa-
Esa noche
Rosa ocupó los sueños de Roberto. Ese breve instante, le había bastado para
recordar su cara de tez morena y los largos cabellos castaño, peinados con raya
al medio que descendían hasta la mitad de su cuerpo. Su silueta menuda, bien
proporcionada, su cintura estrecha, las piernas torneadas, y esa hilera de
dientes blancos que asomaban tímidamente al sonreír. ¡Y se había dado vuelta
para verlo!. Esa imagen se le repetía una y otra vez. Estaba seguro. No podía
perder tiempo. Tenía que encontrarla otra vez.
Al otro
día, al reunirse con su compañero en la plaza y antes de que pudiera decirle
palabra acerca de sus sentimientos este le dio la novedad
-Recién
pasó María, la del cumple, ¿te acordás?-
-Si, como
no iba a recordarlo-.
-Bueno, me
dijo que te invite a la fiesta por que su amiga Rosa quiere verte-
Incredulidad
en el primer momento, una desbordante alegría luego y por último miedo fueron
las sensaciones de Roberto mientras agradecía a su amigo por la noticia. La
fiesta era el siguiente sábado, debía elegir que ropa usaría, lustrar los
zapatos, pedirle a su madre que le planche la camisa beige, la que mejor le
quedaba. Y los pantalones grises. Nada de colores chillones, en suma, lucir una
elegancia varonil.
Se afeitó
con cuidado tratando de no lastimarse, usó perfume del padre, se vistió
observándose al espejo para que no quedara ningún detalle librado al azar y
marchó a la fiesta. Se encontró con su compañero en una confitería a pocas
cuadras de la casa de María, deseaba que lo viera primero para que opinara
sobre su aspecto y su atuendo.
-Bien,
bien, tenés una pinta bárbara-
Ni bien
llegaron, Roberto entregó el regalo a María, una par de aros que había comprado
con dinero que le había pedido a su madre. Luego se puso a buscar a Rosa entre
la gran cantidad muchachos, chicas y personas mayores que colmaban el sitio.
Intuía que no debía demostrar demasiado
interés, que no se notara su desesperación, comportarse como un caballero. Sin
haberla visto llegar, de pronto ella estaba a su lado.
-¡Que
suerte, viniste!-
-Si...-dijo
sin saber que agregar hasta que encontró la inspiración.
-...no
podía faltar-
-Vení, así
conocés a las otras chicas-
Y tomándose
de su brazo lo llevó por todo el patio. Le presentó a sus compañeras, a los
padres de María y a otras personas de las que no alcanzó a escuchar su nombre,
grado de parentesco o amistad.
En cuanto
la música comenzó, procurando que no fuera ella la que lo arrastrara de aquí a
allá, la tomó de la cintura y la invitó a bailar.
Y bailaron,
por primera vez lo hacía no sólo por unas pocas piezas. No se separaron en toda
la noche y cuando el disc jockey puso temas románticos estaban abrazados, ella
rodeándole con sus finos brazos el cuello y él tomando con firmeza la cintura,
las mejillas juntas, y sus perfumes invadiendo todos los sentidos.
-¿Nos vamos
a seguir viendo?- preguntó Rosa.
-Por
supuesto, me gustás mucho-
Quedaron en
encontrarse a la salida del colegio de Rosa. Entre su salida y la entrada de
Roberto al suyo mediaba una hora, tiempo que se convirtió en el momento más
esperado del día. El primer lunes, luego de la fiesta, estaba en la vereda de
enfrente esperándola, ansioso, temeroso de que lo sucedido apenas un par de
días antes no hubiera sido más que un hermoso sueño. Veía salir a las chicas y
los minutos que pasaron hasta que la divisó entre medio de la marea de
guardapolvos blancos le parecieron una eternidad. Esa sonrisa, la de ella,
mientras cruzaba la calle, sería unos de los más hermosos recuerdos que
atesoraría a lo largo de los años. Pudo olvidar otras cosas, otras caras, otros
gestos, pero aquella sonrisa jamás.
La tomó de
la cintura, se saludaron con un beso en la mejilla, caminaron unos pasos
mientras se preguntaban como estaban y rememoraban lo sucedido en la fiesta. Al
llegar a la esquina Roberto supo que no debía esperar más, detuvo su caminar,
ella lo miró como interrogándolo, unos segundos le bastaron para saber que
sucedía. Roberto deslizó su mano por el suave cabello de Rosa, atrajo su cara a
la de él y la besó en la boca. Un largo beso, el primer beso. Ella lo golpeó en
la nuca con las carpetas que tenía en la mano al tratar de aferrarse a su
cuello y rieron. Se mantuvieron así un tiempo imposible de medir. Rosa lo
miraba arrobada y por momentos apoyaba la cabeza en su pecho. Rieron de nuevo y
comenzaron a caminar.
La
acompañaba hasta pocas cuadras antes de llegar a su casa. Luego se detenían en
una esquina a prodigarse los últimos besos del día, mirando prudentemente hacia
todos lados por el temor de Rosa de ser descubierta por su padre, un hombre al
que describía estricto y tal vez algo rudo.
Pero el
temor de Roberto estaba puesto en la cercanía de una fecha importante, el día
de inicio de la primavera. Sabía que si ella se iba de picnic con sus
compañeras podía encontrar otro muchacho y enamorarse de él. Lo asustaba su
propia inseguridad, temía que ella no lo amara, temía perderla, temía que se
acabara de pronto en pocas semanas lo que hasta ese momento había sido la
instancia más feliz de su vida. No reparaba, nunca se repara en estos casos,
que siempre hay otras posibilidades, otras personas, otras oportunidades. Creía
que ese sería su único amor, el verdadero, el de toda la vida y que estaría en
riesgo de perderlo por un picnic.
Finalmente,
Rosa despejó todas sus pesadillas, simplemente lo invitó al picnic con sus
compañeras. De hecho, todas las que por entonces lo tenían, irían con sus
novios, bajo la mirada atenta de un par de profesores. Roberto respiró
aliviado, no sólo estaría acompañado en tan importante acontecimiento, sino que
se evitaría de ir con sus compañeros que siempre terminaban solos, cansados de
jugar al fútbol, malhumorados o haciendo bromas a las parejas que paseaban por
el parque.
En aquel
picnic no sucedió nada extraordinario, el sol no fue mas intenso, ni hubo
señales del cielo anunciando el advenimiento de los nuevos tiempos, ni siquiera
la comida era más rica. Las milanesas que había llevado eran iguales que las
que comía todos los días en su casa. Pero estaba con ella. No se apartaron un
segundo. Siempre tomados de la mano como si tuvieran temor a perderse en el
bosque, comieron, caminaron entre los árboles y se apartaron por unos minutos
del bullicio de sus compañeros, se sentaron a la orilla de un pequeño río a
tomar el mate con bizcochitos que ella había llevado para la ocasión, matizado
con besos, muchos besos en esas inexpertas bocas que continuaron en el ómnibus
cuando regresaban con las últimas luces del día.
Roberto
estaba en éxtasis. Su vida era Rosa, los poemas que le escribía era Rosa, sus
sueños era Rosa, los corazones con frases de amor que ella le hacia y regalaba
y que él atesoraba era Rosa. Todo el resto de ese año fue Rosa. La Rosa de
minifalda verde y remerita amarilla, la Rosa de suntuoso vestido largo color
bordó y botas haciendo juego, la Rosa que bailaba aferrada a su cuello temas de
Sandro, la Rosa que se reía de cualquier cosa, la Rosa que un día le enseño a
dar besos de lengua, la Rosa que le dejaba acariciarle las piernas enfundadas
en medias de nylon y que ignoraba que hacía tiempo que él conocía ese placer
que ahora ella sentía.
Y una
mañana de diciembre ya no fue más Rosa. Con lágrimas en los ojos, mirando el
suelo, sin atreverse a levantar la vista, le dijo que necesitaba un tiempo, que
no estaba segura de sus sentimientos, que no era problema de él, que lo quería
pero tenía miedo del fracaso.
Creyó en
sus palabras, ¿que habré hecho mal? Se preguntó. Se lo preguntó a ella.
-Nada,
nada, vos sos un chico maravilloso-
-¿Y
entonces?-
-Tengo que
pensar, estoy confundida-
Roberto le
dijo lo que sentía, desgarrado el corazón le murmuró al oído
-Te voy a
estar esperando, todo el tiempo que necesites, por que te amo-
-No, no me
esperes, hacé tu vida, yo no te merezco-
No
comprendió esta última señal de desaliento hasta que vuelta de las vacaciones
supo que ella estaba de novia con un muchacho varios años mayor. Un camionero,
de largo cabello rojizo, cara delgada con pómulos sobresalientes y varios
dientes menos.
La volvió a
ver, a jugar el estúpido juego de ser amigo, incluso conoció a sus padres. Él,
corpulento, de cabello negro y cara redonda con una enorme papada que le
colgaba de manera que le cubría el cuello. Hombre habituado a los trabajos
rudos, sencillo pero no ignorante. Ella, menuda y delgada, aparentemente frágil
pero de carácter firme, cabello castaño siempre atado con una cinta, y a su
hermana, una vivaz niña de nueve años a la que se le adivinaban los encantos
que ya poseía Rosa. Supo de la oposición de su padre al noviazgo que ahora
mantenía. Un día escucho de su madre palabras que nunca imaginaría oír.
-Vos
hubieras sido un buen novio para Rosa, ¿por que no tratás de conquistarla?-
El día en
que la pareja se presentó en su casa para pedirle que intercediera por ellos
ante el padre les dijo, harto, que no iba a hacer nada y que se olvidaran de
él. Nunca más los volvió a ver.
En tanto
pasaban estos hechos, Roberto había conocido otros amores.
7.Esa costumbre de no decir las cosas
claramente
La
siguiente novia se llamaba Graciela, era rubia, cabello enrulado, tez blanca,
nariz prominente y si bien su cara no era bella poseía para atracción de
Roberto unas piernas largas y rectas que la hacían parecer más grande de edad y
eran motivo para que se dieran vuelta los hombres cuando la veían pasar
luciendo sus minifaldas. Además, casualmente o no, era compañera de división de Rosa. Perdida la
originalidad del primer noviazgo, Graciela fue un nombre más en la lista, luego
se sucedieron, Ana, Estela, Mónica y varias conquistas de pocos días que
pasaron al olvido.
Todas las
relaciones se generaban en medio de un entusiasmo comprensible. Roberto, que no
disponía del dinero suficiente para ciertos lujos como ir regularmente al cine
o a cenar, las conformaba con paseos por la orilla del río, alguna pizza
ocasional o largas estadías en el banco de una
plaza donde charlaba animadamente. Conversaciones que iban decreciendo a
medida que pasaba el tiempo y las mujeres vislumbraban que el mayor déficit de
Roberto no era el económico sino el de la audacia. O al menos eso pensaba él.
Todas terminaban aburriéndose de sus charlas y sus paseos anodinos simplemente
por que esperaban algo más. Ese paso impostergable y decisivo hacia la
intimidad.
Roberto se
debatía entre el deseo y el temor. Tantas veces como salía decidido y animado
de su casa para la siguiente cita, volvía apesadumbrado y arrepentido de su
falta de valor. Todo lo asustaba. Temía ofenderlas y que ellas decidieran en
ese mismo momento abandonarlo, o, peor aún, le hicieran un escándalo en la
calle con el consiguiente papelón, pero también temía que aceptaran, entonces
¿que hacer? ¿donde llevarla? ¿cuanto cobraría un hotel alojamiento? ¿debería
llevar preservativos? Y una vez adentro ¿le sacaría la ropa? ¿se la sacaría
ella? ¿como se vería desnudo ante otra persona? ¿tendría una erección?.
De manera
que se aferraba a la inacción de continuar sin decir palabra y, a medida que
pasaban los noviazgos, esperar el desenlace inevitable. Las mismas palabras que
le escuchara a Rosa en aquella tarde de verano.
-No sos
vos, soy yo, necesito un tiempo para pensar.-
Lo que más
le preocupaba era que no advertía las señales femeninas si es que las había. La
mente de la mujer seguía siendo un insondable misterio del que no se atrevía a
preguntar a sus amigos o compañeros de colegio. Ellos contaban extraordinarias
aventuras que lo fascinaban e íntimamente deseaba parecérseles. Con el paso de
los años supo con certeza que la mayoría mentía. Los varones generalmente
mienten. Por ello es que no son capaces de trasmitirse las experiencias vividas
para provecho de sus amigos, ya que nadie admitiría haber sido abandonado o que
sus pretensiones de sexo cayeran en saco roto. Que las miles de llamadas
telefónicas que hacían no recibían mas respuesta que:
-Dice mi
hermana que no está.-
Y que tras las esperas en las esquinas, bajo
el calor del sol o las inclemencias del frío o la lluvia terminaban comiendo
solos en una pizzería.
Después de
cada rompimiento, Roberto se refugiaba en lo único que lo consolaba, la ropa de
mujer. Volvía a las escondidas en el baño con las medias de nylon, los corpiños
y las enaguas. Y la masturbación fantaseando relaciones imposibles con hombres
apasionados. Su vida se convirtió, en aquellos años de la adolescencia en un
continuo vaivén entre mujeres reales y hombres ficticios lo que lo llevaba
invariablemente al mismo cuestionamiento que lo perseguía desde varios años
atrás. ¿que era? ¿hombre o maricón? ¿se había quedado a la mitad? En ese caso
¿alguna vez debía tomar la decisión de ser lo uno o lo otro?
Mientras
permanecía en un estado de virginidad con respecto a las mujeres y también
mintiendo descaradamente respecto de sus relaciones, para no ser menos que el
resto, pasó el tiempo. Sus mentiras, más que tratar de hacerlo popular entre
sus compañeros, en realidad le servían para compensar otra angustia que
comenzaba a atormentarlo. El temor a que se notara su inclinación oculta. Por
ello era cuidadoso con sus gestos y sus palabras, procurando parecer lo más
varonil posible. Y no era solamente el temor al ridículo, los comentarios
acerca de lo que les pasaba a los homosexuales que eran descubiertos, hablaban
de golpizas, violaciones, cárcel y hasta la muerte. Ese temor logró que Roberto
no se atreviera nunca a mirar un hombre con atención en plena calle y que
huyera cuando le parecía que alguno de ellos se le estaba insinuando. Muchos de
estos hombres son policía de civil que buscan putos para encerrarlos, decían
sus amigos.
En las
últimas vacaciones del Secundario, antes de ingresar en la Universidad, en un
baile de Carnaval, en el Club Municipalidad, conoció a Liliana. Era una mujer
que orillaba al borde de la gordura aunque por su juventud todavía podía
decirse que era atractiva por sus notorios senos que parecían prestos a huir
del corpiño, la camisa que usaba abierta hasta el limite prudencial y su cadera
bamboleante. Vestía minifaldas ajustadas a pesar de que no eran lo más
apropiado para su formas, llevaba el cabello color castaño que por momentos,
según la luz reinante, parecía rojizo, hasta los hombros, acostumbraba a
maquillarse profusamente y sus labios lucían siempre un tono rojo intenso.
Roberto abandonó las ropas femeninas por enésima vez y se consagró a la mujer
por entero.
Liliana era
impenetrable, como todas las anteriores. Arrastraba un mal disimulado odio a
los hombres consecuencia de la separación de sus progenitores o, como ella lo
contaba, del abandono de su padre que había corrido por ahí tras de una
jovencita dejando a ella y su madre al borde de la miseria de la que,
afortunadamente, se habían librado trabajando ambas. A la vez era pasional y a
la vez distante. Si los anodinos paseos eran costumbre de Roberto ella la reforzó.
Solo aceptaba que la pasara a buscar por la farmacia en donde trabajaba y la
acompañara a la casa, distante unas quince cuadras. Allí se sentaban en la
escalera del porch y charlaban. El le recitaba poemas que ella no entendía y se
prodigaban algunos besos. Excepcionalmente se detenían en una plaza de Avenida
Cabildo, en las esquina con García del
Río y se sentaban en un banco a hablar del futuro.
Los fines
de semana, los bosques de Palermo se habían convertido en el sitio
acostumbrado, matizado con el Jardín Botánico o el Zoológico, largas caminatas
por la avenida Santa Fé y el Centro. Rutina, pura rutina de la que por primera
vez Roberto se estaba hartando, pero que no podía mejorar demasiado por su
falta de dinero.
Una noche,
en la mencionada plaza se tentó a hacer algo que no atrevía desde su relación
con Rosa. Lentamente fue corriendo la palma de la mano por las rodillas de ella
Eran unas piernas robustas, hermosas y firmes y la minifalda una puerta abierta
a la intención. Liliana lo frenó tomándolo de la muñeca y corriéndole la mano a
un costado. Varias veces lo intentó, esa y otras noches pero el rechazo era
invariable y mudo. Ella no le decía ni media palabra por ese atrevimiento, pero
estaba claro que no iba a ceder ante ninguna insinuación.
En uno de
los habituales paseos, mientras se besaban al abrigo de la oscuridad de la
noche, ella se detuvo y le tomó la mano derecha colocando la palma hacia
arriba, luego le pasó los dedos repetidas veces. El la miraba sorprendido, sin
atreverse a pronunciar palabra. Ella, captando la sorpresa, le dijo.
-¿Sabes que
significa esto?-
-Si- Atinó
a contestar casi en un murmullo y sin tener idea de lo que estaba pasando.
Luego, el
silencio, un largo e incómodo silencio, mientras continuaban caminando. ¿que
significaría eso? Se preguntaba Roberto. ¿sería la forma en que una mujer le
dice a un varón que quiere tener relaciones? Al menos eso se lo había oído
decir a alguno de sus amigos. ¿Pero por que no se lo decía directamente? ¿por
que hay que andar con tantos remilgos que no se entienden?.
La
indecisión o la ignorancia lograron que Roberto no hiciera nada y pasara por
alto aquella oscura señal. La respuesta de Liliana no se hizo esperar. No se
vengó saliendo con otro muchacho, ni le echó en cara en cara su anomia. Simplemente
se alejó de él. Pero no de inmediato, se tomó su tiempo, tal vez esperando una
reacción. De a poco fue hablándole menos, no le contestaba cuando él le
preguntaba que le pasaba, esperando, en su inocencia, una respuesta directa por
parte de la mujer.
Y llegó el
día en que todo acabó. A la salida de una reunión familiar en casa de la
hermana de ella, al momento de despedirse escuchó las consabidas palabras. No
es problema tuyo...
¿Estar con
un hombre será menos problemático que con una mujer? Se preguntaba Roberto
mientras volvía a las prendas femeninas.
Estaba por
empezar otra etapa en su vida, la de la Universidad. Y como todos los cambios
traen esperanza de superación, Roberto anhelaba que, como una poción mágica,
este lo curara de todas sus dudas. Por aquel entonces no sabía que es uno y
solamente uno el que debe descargarse de encima el saco de las incertidumbres.
8.De como renunciar a una mujer que
desean todos
El ambiente
de la Universidad era propicio para conocer nuevas personas, salir del ámbito
conocido de quienes habían sido sus compañeros de estudios y amigos durante los
seis años del Secundario. Igualmente varios de aquellos conocidos siguieron el
mismo rumbo, por lo que se encontraban en los pasillos y en algunas cátedras.
Roberto se dedicó con ahínco al estudio para tratar de cumplir con su meta de
obtener el título en el menor tiempo posible. Quería ser Arquitecto y ya soñaba
desde las primeras materias con el diploma que acreditara su vocación, colgado
en la pared de un flamante estudio, rodeado de tableros de dibujo, maquetas y
planos.
Entre
horarios diversos, diseño, cálculo de estructuras, historia, manifestaciones
políticas a las que siempre le escapaba cuando se producían cortando las clases
y largas horas nocturnas dibujando entregas apuradas, tuvo tiempo para un
romance fugaz con la mas hermosa de las mujeres que asistían a las clases de
Diseño I. Se llamaba Silvia, estaba perdidamente enamorado de ella y a la vez
la consideraba inalcanzable siendo que era la más pretendida por el resto del
curso.
No se
atrevía a encararla. Solía sentarse al lado de ella alrededor de la gran mesa
en la que el ayudante de cátedra corregía los trabajos y hablaban de
banalidades. Por momentos se hacía el gracioso intercalando alguna humorada en
medio de las conversaciones. Ella se mostraba amable y se reía de sus
ocurrencias pero no era ninguna garantía de que la relación amistosa subiera de
nivel.
En una de
las clases a la que ella faltó, coincidió en estar sentado al lado de una
pelirroja de cabello desordenado, tez clara y caderas exageradas que siempre
estaba con Silvia. En un momento, esta amiga, abrió el cuaderno para hacer
anotaciones y el número de teléfono de la pretendida cayó bajo sus ojos. Sin
decir palabra lo anotó.
Una semana
después de este suceso, sacando valor de donde no imaginaba que lo tenía, la
llamó. Le dijo su nombre presa del temor de ser inoportuno o entrometido a lo
que ella le contestó con un:
-Hola
Roberto-
Sumido aún
en la duda, le preguntó si sabía de que Roberto se trataba, ella le contestó
que si. Tras la confirmación se apresuró a invitarla “a tomar algo”. Contra
todas sus presunciones, ella aceptó. La sensación que lo acompaño fue de
alegría y de pánico a la vez. ¿Que haría ahora? ¿Podría estar a la altura de
las expectativas que ella debía tener?. Jamás le aclaró, y ella nunca se lo
preguntó, la manera en que había obtenido su número telefónico.
Salieron
una tarde de primavera a pasear sin rumbo fijo. Silvia se destacaba por su
belleza, de cutis oscuro, ojos marrones, cabello azabache, y una figura
perfecta de senos no muy grandes y estrecha cintura. Su cara era un permanente
gesto de sensualidad sobre todo cuando solía recorrer los labios con la punta
de la lengua. En aquella ocasión estaba enfundada en un conjunto de pantalón y
blusa sin mangas color rosa con zapatos y cartera haciendo juego. Era una
novedad para Roberto su atuendo, ya que en la Facultad ella siempre vestía de
color negro fuera cual fuera la combinación de prendas que usaba. Caminaron
hablando de temas varios, conociéndose, se detuvieron a comer una pizza,
siguieron caminando, se sentaron en un banco de la estación Ramos Mejía donde
continuaron conversando y la acompañó a su casa. En esa primer salida ni
siquiera la tomó de la mano.
Se vieron
durante un mes sin lograr mayores progresos. El temía y ella a pesar de
mostrarse animada y divertida, era, como había sucedido con otras, una
incógnita. Ese temor pudo más. El miedo al fracaso lo llevó al fracaso, o mejor
dicho a la renunciación. La encontró en un pasillo de la Facultad la tomó de la
mano y la llevó hasta la cafetería. Sentados en una de las mesas que daban a la
terraza le dijo lo que pensaba. Esta vez le tocó dar explicaciones.
-No puedo
seguir esta relación, vos sos demasiada mujer para mi y no te merezco,
seguramente debes tener muchos y mejores candidatos que yo-
Ella lo
miró sorprendida. Tal vez jamás hubiera esperado semejante revelación, pero, ya
fuera por que tenía ciertamente otros candidatos o por que se dio cuenta que no
llegaría a nada con una persona tan patética, solo atinó a replicar.
-Está bien,
si vos lo decidiste así, yo no te voy a obligar-
Durante un
tiempo después de este suceso, ambos se eludieron mutuamente, en los pasillos
miraban hacia otro lado al cruzarse y en las aulas se sentaban los más lejos
posible.
De todas
maneras Roberto sintió que se había sacado un peso de encima, a pesar de que
cada vez que salía con sus amigos a bailar a Ramos Mejía o a las playas de
Olivos a tomar sol, debía explicar una y otra vez, ante la insistencia de
estos, sin estar demasiado seguro de lo que decía, el motivo de semejante
decisión.
Por aquel
entonces otro tema preocupaba a Roberto, se avecinaba la Conscripción y con
ella todos los mitos que se tejían alrededor. El más importante era la
posibilidad de que en el control médico quedara al descubierto su inclinación
ya que las continuas penetraciones que se había realizado podían delatarlo. Se
decía que revisaban el ano para saber si había sido hollado y marcaban la libreta
de enrolamiento con tinta roja indicando que se exceptuaba del servicio por
homosexual. En su temor prefería no ser descubierto y perder un año de su vida,
a la vergüenza a la que estaría expuesto.
La angustia
fue creciendo día a día hasta la fecha indicada. Esa noche no pudo dormir y
cuando, de madrugada, se levantó para ir al Distrito Militar hizo de tripas
corazón y procuró juntar valor para enfrentar el oprobio. Semi desnudos los
pasearon de aquí a allá, en medio de radiografías, preguntas, oscultamiento de
garganta, nariz, oídos, pies y manos. Al final de todo eso, sin pantalones, en
una habitación donde entraron varios a la vez, un médico les ordenó pararse con
las piernas abiertas, agacharse hasta tocar el suelo con las manos, y los
observaba uno por uno. En ese momento tembló. Cuando el profesional pasó a su
lado esperaba lo peor, un comentario, una burla. Pero no dijo nada. Sólo que
podían vestirse y salir
Minutos
después, en la galería de entrada, un soldado repartía los documentos, otro
instante de zozobra que culminó cuando, aliviado comprobó que era apto para
todo servicio. Nada de marcas rojas. Su insegura hombría estaba a salvo por el
momento.
Un mes
después tuvo la segunda buena noticia, en el sorteo de la clase había sacado
número bajo. Un comentario al pasar de uno de sus amigos le dio tema para
pensar.
-Si cuando
estás adentro descubren que sos puto te violan entre todos, yo se de tipos que
quedaron con el culo sangrando-
Nunca supo
si era cierto o simplemente se trataba de otro de esos cuentos que corrían por
ahí. A pesar de la duda respiró aliviado. Una cosa era tener la fantasía,
mientras se masturbaba, de ser violado por muchos hombres, otra que se hiciera
realidad.
Superada la
angustia se dedicó al estudio. Dio exámenes finales, no sólo cuando
correspondía sino que además utilizaba
los periodos de vacaciones para prepara materias libres. Semejante
dedicación no le daba tiempo para relaciones sociales. Ocasionalmente iba los
sábados por la noche a bailar a Saint George en Martínez o a un pequeño salón
de baile de Hurlinghan. Por lo general tardaba bastante tiempo para decidirse a
sacar a bailar a alguna de las mujeres e incluso no lo hacía la mayoría de las
veces inventándose un pretexto para permanecer sentado a un costado de la pista
mirando a los demás divertirse.
Ningún
romance, ni la más mínima aventura, se produjeron en el resto de tiempo hasta
que logró el tan ansiado título. Al mismo tiempo, creía adivinar, cada tanto,
que alguno de sus compañeros de Facultad insinuaba proposiciones sospechosas, o
al menos eso era lo que él creía, pero su desconocimiento de los códigos, tal
como le sucedía con los de las relaciones con mujeres, le hacían escapar antes
de quedar en evidencia. Tras la huida se preguntaba si no hubiera debido tratar
de cerciorarse de alguna manera disimulada de las intenciones de la otra
persona y se prometía ser más audaz la próxima vez. Promesa que no cumplía.
En casa,
entre las cuatro paredes del baño o de su dormitorio seguía estando su
satisfacción sexual. Para el primer caso utilizaba los corpiños de su madre,
tal como lo hacía desde la infancia. Para su cama, se acostaba con una enagua
celeste que le había robado del canasto de la ropa sucia. Ajustada a su cuerpo
funcionaba como un eficaz afrodisíaco, bastaba con vestirla e imaginarse
rodeado de hombres dispuestos a todo. Invariablemente, cada noche, durante esos
años, eyaculó en sus manos la excitación de sus sueños prohibidos.
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