Los efectos de la educación
Nuevamente en la calle y mientras
hacía gestos desesperados tratando de detener un taxi pensé en Sabrina y Rocío.
Me preguntaba si serían capaces de tolerar la intensa disciplina aplicada por
Madame para hacerles entrar en la cabeza la urbanidad y los buenos modales.
Rocío no me preocupaba demasiado, además de haber sido quien propuso la idea,
más sumisa, sabía escuchar y obedecer cuando era para su beneficio. El problema
era Sabrina, su fuerte carácter, natural en ella y acrecentado por la necesidad
de enfrentar burlas y agresiones podía generar, aunque esa no fuera su intención,
un choque inevitable con Madame. Pero era de esperar que su socia, por
oposición, compensara cualquier desavenencia.
En
la primer semana no notamos cambios en la conducta de ambas. Era de esperar, no
era posible en tan corto tiempo, pero las expectativas de Susan y mías eran
agigantadas por la curiosidad. Ni Sabrina, ni Rocío hacían comentarios
aclaratorios. Solo conseguíamos algunas repuestas evasivas entre sonrisas
cómplices.
Ambas concurrían al departamento de la
avenida Alvear puntillosa y puntualmente. Algo aprendido la primera vez que
fueron solas, pues al llegar quince minutos tarde Madame las había despachado
de vuelta sin darles la clase y sin permitirles protesta o excusa. En la
segunda semana Sabrina apareció por Angel´s con su clásica minifalda de jeans
desflecada y una musculosa verde con el escote suficiente para mostrar la mitad
de sus senos. Rocío en cambio vestía una pollera ajustada, hasta las rodillas,
y una camisa de seda cerrada en el cuello por un moño de la misma tela. El maquillaje
de Sabrina parecía un revoque mal hecho, Rocío se había aplicado sutiles
colores en la sombra de los ojos y el lápiz labial era brillante pero de un
discreto tono rosa. En definitiva, Sabrina parecía una prostituta y Rocío una
dama. Comprendimos que las especulaciones acerca de quién asimilaría mejor las
enseñanzas de Madame habían sido correctas. Estando de acuerdo Susan y yo, ni
siquiera pudimos llevar adelante una apuesta. La sorpresa se produjo el sábado
siguiente. El vestido de Sabrina, no habitual de su vestuario, recordaba a
aquél de Marilyn Monroe con el que se la veía parada sobre la ventilación del
subte en la película La comezón del séptimo año. Había cambiado de peinado y el
maquillaje casi había desaparecido.
Sabrina
Sabrina era la hija única de una
madre viuda. Su padre, policía, había sido asesinado por extremistas en una
emboscada para robarle el arma y el uniforme. Trabajando de sirvienta la
esforzada mujer había logrado hacerla asistir a la escuela primaria. Luego,
como le sucedió a mi padre, no le quedó otra solución que mandarla a trabajar.
Pero la diferencia entre nuestras vidas radicaba en un hecho relevante.
Sabrina le confesó a su madre sus inquietudes acerca de sentirse distinta. Sea
por comprenderla o por suponer que una niña sería mejor compañía para su vida
solitaria, la madre alentó en ella su deseo de cambio. La vistió con prendas
femeninas y la rebautizó.
Eso le valió las burlas y hasta las
agresiones de los chicos del barrio, poco antes sus compañeros de juegos. Sobreponiéndose
y dando muestras de un gran temple toleró todo hasta que, cansados de la
novedad, dejaron de molestarla. Para ese entonces estaba convertida en una
jovencita atrayente, rodeada de muchachos, aunque entre aquellos pretendientes
ninguno estaba dispuesto a tener una relación formal con ella.
Desde los trece años trabajó en la
peluquería de damas de doña Etelvina, amiga de su madre, primero ayudando en
tareas menores y luego aprendiendo todos los secretos del corte y peinado.
Cuando la dueña del local comenzó a dar señales de principios de alzhaimer, su
hijo la recluyó en un geriátrico y vendió las instalaciones. Sabrina pudo
comprarle los elementos más importantes y a partir de ese momento atendió en el
comedor de su casa.
Una
noche, cerca de las tres de la mañana, saliendo de una bailanta se encontró con
Rocío. Para ser más precisa debo decir, la encontró, desvanecida en la vereda
con moretones en la cara y los brazos marcados con un objeto filoso. Tenía la
ropa destrozada y, lo supo después, le habían robado la cartera. Sabrina trató
de pedir ayuda a quienes se marchaban del mismo sitio que ella sin lograr que
alguien le preste atención. Desesperada, intentó detener un taxi para llevarla
al hospital pero en cuanto se estacionaban y veían la situación arrancaban
rápidamente.
Un
hombre que pasaba, desde cierta distancia con temor a acercarse, le dijo.
-Le
puedo solicitar una ambulancia- Y sacando su celular hizo el llamado.
-Enseguida viene- Exclamó mientras se
alejaba, temeroso de cualquier consecuencia, desapareciendo en la siguiente
esquina.
Una
vez llegada la ambulancia subió a ella dispuesta a no abandonar a la muchacha.
Ya se había dado cuenta que era una travestí y creía un deber ineludible
ayudarla en lo necesario. En la guardia la atosigaron a preguntas como si ella
hubiera sido la responsable del estado de la víctima y no conformes con eso la
derivaron a un puesto policial en donde hubo de dar una y mil veces las mismas
explicaciones mientras la amenazaban con detenerla en averiguación de antecedentes.
Finalmente
la dejaron en paz cuando uno de los oficiales reconoció el apellido de su padre
y ordenó dejarla ir. Buscó ansiosamente
a la herida. En ese momento se dio cuenta que ni siquiera sabía su nombre.
Preguntando por todas las salas y a cuanta enfermera se le cruzaba la halló.
-Le
dimos sedantes y está dormida- Le especificó una voluntaria que velaba junto a
la cama. Determinada a esperar buscó un teléfono público y tranquilizó a su
madre. Luego se sentó en una banca del pasillo.
Al despertar Rocío la llamaron.
Entrando en la habitación lo primero que le llamó la atención fue la palidez de
su rostro y sus ojos tristes. Parece la Virgen María, pensó. Y en ese momento
decidió llevarla a su casa.
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