Thursday, June 15, 2017

Llueve en Paris. Pequeña novela. Capitulos 1 y 2

Todo comenzó en una confitería del centro

Sabrina rió con esa carcajada poco femenina que la caracterizaba. Susan y Rocío, más discretas, trataban de contenerse mientras se ocultaban la boca con la mano y el único movimiento que las delataba era el temblor de los hombros al compás de sus apagadas risas.
Yo no hacía más que mirarlas, y si bien una leve sonrisa aparecía en mis labios, no podía evitar sentirme molesta por esa situación. Solo conseguíamos volvernos conspicuas cuando debíamos ser solamente cuatro elegantes damas observando el debido estilo, acorde al ambiente de esa confitería con pisos de brillante mármol, cielorraso de madera del que pendían magníficas arañas de cristal tallado, cortinados de piso a techo, manteles bordados y floreros con pimpollos de rosas en cada una de las mesas, entre las cuales transitaban rauda y sigilosamente mozos de impecable saco blanco.
Los señores nos observaban con disimulo. Movían los ojos aparentando escuchar a su interlocutor y al mismo tiempo ponían su atención en nosotras. Las señoras eran más atrevidas. Nos miraban directamente girando ostentosamente sus cabezas, y no faltando quien hiciera gestos de desaprobación, se acomodaban los lentes pendientes del cuello, sujetos con cadenitas doradas, para ver mejor,
Afortunadamente, Susan y yo habíamos convencido a nuestras compañeras de que no se les ocurriera vestirse con alguno de esos detalles, habituales en ellas cuando nos reunimos para tomar mate con bizcochos en la casa de alguna de nosotras, tales como minifaldas muy cortas, sandalias de acrílico con taco aguja y toneladas de innecesario maquillaje.
En esta ocasión lucíamos polleras rectas hasta la rodilla, blusas de seda en tonos pastel, moderado escote, zapatos clásicos de taco mediano y carteras cuyos colores combinaban con las prendas, aspecto logrado después de haber hecho una minuciosa exploración de mi placard para prestarle a Sabrina y Rocío la ropa adecuada. Al entrar nadie reparó en nosotras. Nos ubicamos en una mesa lo más lejos posible del centro de las miradas y hablamos en voz baja. Pero era inevitable, cuando surgía un chiste en la conversación, Sabrina se olvidaba del mundo.
Me sonrojé, al menos sentía el calor en mis mejillas pues debido al bronceado o, debo ser sincera, a mi color natural estoy segura de que no se podía advertir.
-Basta, chicas, basta- Indiqué por lo bajo, sin perder la sonrisa. -Que nos van a echar-
-La gorda de aquella mesa también se rió así hace un rato- Contestó Rocío.
-Si, pero la gorda es mujer y además está sentada con unos tipos al parecer muy importantes, fíjate la obsecuencia del mozo para atenderlos, va a la mesa a cada rato aunque no lo llamen-
Haciendo un esfuerzo, Sabrina dejó de reír. Dos minutos después el mozo se acercó a nuestra mesa sin que lo hubiéramos convocado.
-Señoritas, la cuenta- Manifestó y sin más nos dejó el ticket junto a la bandeja de la manteca.
La indirecta era clara. Tomé mi cartera y le hice un gesto para que se acercara pues se mantenía a prudente distancia tal vez temiendo una extemporánea reacción de parte nuestra.
Saqué el dinero justo y se lo coloqué en la mano mientras le susurraba al oído:
-En primer lugar, por alcahuete no te voy a dar propina y en segundo lugar jamás volveremos a este antro, aunque nos lo pidan cuando seamos ricas y famosas-
-De mejores lugares nos han echado- Agregó Rocío.
-Si recuerdo, el Príncipe Alberto en persona, del Casino de Montecarlo- Expresó Susan y Sabrina volvió a abrir su bocota. Esa carcajada fue lo último que escucharon los clientes de la confitería pues instantáneamente la arrastré del brazo hacia la calle.
-¡Siempre lo mismo, siempre lo mismo!- Comencé a vociferar, dejando de lado mi compostura, en cuanto estuvimos en la vereda.
-Preciosa, te pones muy linda cuando te enojas- Declaró un transeúnte pasando cerca en ese preciso momento.
-¡Anda a la puta que te parió!- Le contesté enfáticamente.
-¿Ves, ves?, Vos también te comportas como una loca- Objetó Susan.
-¡No puedo evitarlo! Las personas presuponen que somos unos fenómenos de circo, encima le damos tema y sienten que tienen razón!-
Sabrina, visiblemente compungida, al punto de sentir ganas de abrazarla y consolarla, dijo lamentarlo y que no volvería a suceder.
-Es que ustedes- Refiriéndose a Susan y a mí -Son muy cultas, en cambio yo solo soy una peluquera de chirusas de barrio que lo único que tienen en la cabeza, además de pelo, por suerte, son chismes y el último programa de Bailando por un sueño-
Rocío, socia de Sabrina en la peluquería, se mantuvo en silencio. El hecho de ser Susan y yo decoradoras de interiores, con clientes empresarios, artistas o funcionarios públicos, era una diferencia no mencionada por tácito acuerdo. Nuestra amistad iba más allá de eso. Ser cuatro travestís con la suerte de haber podido esquivar los riesgos de dedicarnos a la prostitución nos convertía en un círculo muy particular.
-Bueno- Manifesté en tono conciliador- No vamos a pelear por eso, caminemos por Corrientes para escuchar piropos-.
Al cabo de cuatro cuadras de mirar vidrieras, hombres y carteleras de cines, Rocío hasta ese momento callada, inmersa en sus pensamientos, pareció despertar de pronto.
-¡Tengo una idea!-
-¡Milagro!- Opinó Sabrina.
Rocío simuló no haberla escuchado y continuó.
-¿Que les parece si mi socia aquí presente y yo vamos a estudiar modales y otras cosas, como esa que saben ustedes, arte, pintura, libros, todo eso?-
Susan y yo nos miramos. Las miramos a ambas. Sabrina estaba extrañamente seria. Rocío hacía gestos con los brazos procurando ser convincente.
-¿Por que no?- Señalé al fin.
Terminamos la velada bailando en Angel´s y haciendo planes para la educación de las estilistas, como les gusta a ellas ser llamadas. En medio del ruido ensordecedor apenas nos oíamos pero convinimos llevarlas a lo de Madame Courtesie, una antigua clienta, dueña de un piso sobre la Avenida Alvear decorado por nosotras.
A pesar de la confianza con que nos había honrado, aún después de conocer nuestra condición de género, Madame era una distinguida persona cuyo nivel intelectual y profesional apegado a las normas de conducta obligaba a tratarla con la debida consideración. No era cuestión de aparecérsele y tocar a su puerta cualquier día sin previo aviso. Debíamos solicitar una entrevista a su secretaria y esperar hasta la fecha indicada con paciencia pues, ya sabíamos por alguna de sus alumnas, esta no era menor a un mes.
Durante ese tiempo debí contener a Sabrina y a Rocío llamándome periódicamente al estudio nerviosas por la expectativa de encontrarse frente a Madame.
-Les agarró con todo la urbanización- Denotaba Susan en lugar de urbanidad, cada vez que sonaba el teléfono
Al encontrarnos, como todas las semanas, los sábados por la tarde en el centro, ambas no dejaban de preguntarme.
-¿Que debo llevar puesto? ¿Cómo me tengo que maquillar? ¿Cómo la tengo que saludar? ¿Con un beso? ¿Con la mano?-
Susan callaba, yo repetía una y otra vez las mismas respuestas. Susan reía y yo tentada, reía también.
-¿De que se ríen?- Preguntaba Sabrina.
Finalmente llegó el día. Entré con Rocío y Sabrina al departamento de Madame. Quedaron extasiadas. No podían creer lo que veían. Era un trabajo de decoración que Susan y yo no solíamos mencionar a nuestros posibles clientes. Madame tomó las decisiones y nosotras las ejecutamos por aquello de que el cliente siempre tiene razón. Muy lejos de nuestro estilo de diseño, todas las habitaciones estaban recargadas de un Luis XV agobiante en rojos y dorados dando la sensación de venirse encima por su propio peso. Los tapices, los muebles, las alfombras, los cuadros, la marquetería, las cortinas, el empapelado, las arañas, eran acordes para un gran salón de palacio pero, aunque las dimensiones del departamento eran generosas, se superponían y era imposible apreciar los detalles.
La secretaria, mujer altísima, tanto como nosotras, extremadamente delgada, cara fina y angulosa de la que sobresalía una nariz similar al pico de un águila, sobre la que se acomodaban anteojos de marco de carey y gruesos vidrios, vestida con traje sastre color gris, en combinación con su cabello, nos invitó a sentarnos en la recepción. Tras una breve espera hizo su aparición Madame enfundada en un vestido chino, de cierre por el costado, cuello Mao y mangas cortas, en seda negra con estampados de flores rojas. Llevaba el cabello negro azabache, obviamente teñido, recogido en un rodete tras la nuca, delgada, como su secretaría, no tan alta, su rostro traslucía bondad hasta que por alguna razón perdía la paciencia y se transformaba, estado del que volvía con prontitud gracias a su conocimiento de las artes orientales de relajación.
-¿Así que estas son las... chicas?- Preguntó extendiendo una mano a cada una.
Dudó un instante. Sabía que Susan y yo éramos travestís, pero lo ignoraba de Sabrina y Rocío.
-Si, estas son las chicas- Contesté – Como yo-Agregué.
Comentario innecesario pues era evidente que Madame ya se había dado cuenta.
-Hermosas, hermosas- Repetía mientras les seguía sacudiendo los brazos con efusión.
Dándose vuelta llamó a su secretaria.
-¡Gertrudis, que nadie me moleste! ¡Vamos a comenzar un trabajo fascinante!-
Se encerró con ellas en el salón de estar sin darme tiempo siquiera a preguntarle el costo de su enseñanza, tema en el que no habíamos pensado ninguna de las cuatro.



Susan y yo

Conocí a Susan en el primer curso de la Escuela de Arte a la que ambas concurríamos a estudiar diseño de interiores. En esa época teníamos dieciocho años, otros nombres y otros aspectos. Yo me las arreglaba como podía para dar rienda suelta a mis devaneos femeninos usando a escondidas la ropa de mi madre y con la cada vez más fuerte convicción de que me atraían los muchachos. Una tarde, entre medio de dos clases, intercambiando primero miradas y luego palabras, entablamos amistad.
Culminamos en su cama un fin de semana en que sus padres habían viajado a realizar negocios en Punta del Este y en la casa no había quedado ni un sirviente. Ella era inexperta pero no nos preocupamos mucho por eso, la juventud, mi experiencia y la excitación de dar rienda suelta a todas nuestras fantasías, compensaron esa falencia. En esa primera ocasión, conversando tras el momento de éxtasis, nos descubrimos nuestros mutuos secretos. Ella quería ser una niña y yo también. En cuanto lo supimos, y sin pensarlo demasiado, saqueamos el placard de su madre probándonos cuanta prenda nos gustaba.
El padre de Susan era un prominente abogado siempre enredado en litigios importantes defendiendo políticos corruptos. Deseaba que su, por aquel entonces hijo, siguiera la misma carrera pero grande fue su decepción cuando Susan optó por el arte, no solo por ser su vocación sino por odiar ese mundo en que estaba inmersa sin quererlo.
A pesar de todo continuó pagándole los estudios. Prefería que al menos ocupara su tiempo en una actividad y no, como sucedía con muchos de los hijos de sus amistades, terminara igual que ellos, en la droga o el alcohol al no tener una meta definida en sus vidas vacías.
Yo, por el contrario me sostenía por mi cuenta. Mi padre, al culminar el bachillerato no podía pagarme más los estudios y por lo tanto debía lograr con premura un trabajo. Eran épocas de crisis y su empleo pendía de un hilo. Conseguí un puesto de cadete y luego fui ascendiendo, no tanto por méritos propios sino por que en otras tareas la deserción era notable. Eran pocos quienes toleraban la cantidad de horas de labores y la rutina esclavizante. A pesar de ser duro para mí también, no podía renunciar. Pocos meses después mi padre perdía su empleo mientras tanto yo, a duras penas, podía mudarme a un departamento en donde cuando entraba debía dejar los pensamientos afuera pues no cabían. Ingresé en la Escuela de Arte por varias razones, por que me gustaba dibujar, por encontrar una salida laboral más importante rápidamente sin seguir una larga carrera universitaria y por tener una cuota accesible.
Mientras realizábamos nuestros estudios Susan y yo íbamos experimentado ligeros cambios casi imperceptibles en nuestro camino al travestismo. El cabello largo y los aros eran los más visibles. El uso de ropa interior femenina algo que solo nosotras sabíamos. Varias reprimendas recibimos por nuestra apariencia, no en la escuela, sino en su casa Susan y en mi empleo yo. Pero resistíamos y cuando logramos graduarnos ostentábamos cierto aspecto indefinido.
Con nuestro título en la mano nos sentíamos invencibles sin pensar siquiera por un momento si no nos veríamos obligadas a usarlo nada más como para empapelar las paredes. Estábamos en ese estado de euforia cuando sucedió lo impensable o tal vez no, pues ¿quien está seguro de las vueltas del destino?.
Susan fue descubierta paseándose por la casa con un vestido de su madre por una de las sirvientas que no dudó en contárselo a los padres. Una mañana se apareció por mi departamento con una valija en la mano rogándome asilo. Sin poder con su genio había traído, aparte de su ropa, lencería robada a la sirvienta traidora.
Nos arreglamos como pudimos en cuanto a los gastos. El padre de Susan le había anulado hasta las tarjetas de crédito y mi sueldo era magro. Pero cuando uno piensa que las cosas ya no pueden empeorar, empeoran. El hijo del dueño de la empresa, comenzando a hacer sus primeros pasos como ejecutivo, había puesto sus ojos en mi, no precisamente por cuestiones de trabajo. Hizo comentarios hirientes acerca de los homosexuales en ocasión de estar los dos solos en su oficina, seguramente para observar mi reacción. Callé prudentemente.
Semanas después mostró su verdadera intención. Nuevamente a solas me explicó que se estaba haciendo una reestructuración de personal por razones económicas y yo podía conservar mi trabajo si accedía sus reclamos sexuales. Nuevamente callé, asombrada por su audacia. Mi actitud lo sacó de quicio, pasados dos días y al no recibir contestación, ni siquiera se molestó en anunciarme el despido. Con la excusa de no ser apta para colaborar con las nuevas directivas de la empresa, lo hizo a través de un subalterno que ambicionaba mi puesto.
Y allí estábamos las dos. Con la heladera casi vacía, debiendo varios meses de alquiler y pensando seriamente en dedicarnos a la prostitución pues nuestros continuos intentos de conseguir trabajo se daban de narices con la realidad de la crisis económica por la que atravesaba el país. En las noches salíamos a caminar por la calle Godoy Cruz, decepcionado a las travestís que se mostraban imaginándonos potenciales clientes. Después de varios acercamientos finalmente entramos en confianza con ellas para preguntarles como debíamos empezar.
-Son muy flaquitas, las dos- Objetó una
-Tienen buenos culitos, pero les hace falta hormonas, y operaciones- Observó otra.
-Lo que nos hace falta es plata para todo eso- Contestaba Susan, pensando además en nuestra carencia de ropa adecuada, calzado y maquillaje.
-Y, para ganar hay que invertir- Comentó una de las travestís.
-Si es por invertir, ya estamos invertidas- Confesé causando una carcajada general.
Sin poder encontrar otra solución, estábamos como al principio. De algún lugar tiene que salir dinero, pensábamos y mientras caminábamos, a falta de otra cosa mejor para hacer, terminamos una noche, en una confitería de Santa Fe y Pueyrredón.
Compartíamos una gaseosa, único lujo permitido por nuestro escaso presupuesto cuando advertimos a un señor mayor, tal vez sesenta años, mirándonos insistente. Correspondimos su mirada.
-Podríamos dedicarnos a ser taxi boy y sacarle la platita a viejitos como ese- Opinó Susan.
No sé si el hombre adivinó nuestra intención o simplemente tenía necesidad de hablar con alguien. Se sentó a nuestra mesa, pidió otra gaseosa para nosotras e inmediatamente estábamos hablando con él como si nos conociéramos de toda la vida. La conversación pasaba por varios temas banales y ninguno se atrevía dar el paso inicial. Hasta que escuchamos las palabras mágicas.
-Yo soy ingeniero, tengo un estudio pero trabajo solo y estoy algo agotado. Clientes no me faltan-
Inmediatamente nos olvidamos de ser taxi boy y sacamos a relucir nuestros pomposos títulos de diseñadoras de interiores. De cálculo de estructuras no sabíamos nada pero le propusimos darle una mano casi gratis si nos hacía contactos con sus clientes. Un apretón de manos selló el compromiso. Al otro día, bañadas y perfumadas, estábamos, dispuestas a trabajar, en las oficinas de don Gervasio, el hombre que cambió nuestro futuro por completo.




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