Thursday, June 22, 2017

Llueve en Paris. Capitulos 15,16,17,y 18

Instalándonos

Los empleados de migraciones y aduana fueron corteses con nosotras. Ni siquiera les importó si éramos hombres, mujeres, travestís o inmigrantes etíopes ilegales. Revisaron, con premura y poca dedicación las valijas y nos hicieron algunas preguntas de rutina acerca del motivo de nuestro viaje que contestamos como pudimos, con la ayuda de Madame y su dicción del francés tan dulce como el de Amelie.
El Jet Bus nos dejó en la terminal del Metro en Villejuif, bajo tierra viajamos hasta Place d`Italie donde, resoplando por el peso del equipaje, atravesamos andenes, escaleras y pasillos para tomar otra línea hasta Edgar Quinet, en pleno Montparnasse. Desde esa estación salimos por primera vez, como un alumbramiento, a las calles de París.
Nos esperaban todavía cuatro cuadras. Olvidándonos por un momento de donde estábamos las recorrimos maldiciendo por el acarreo de las valijas, a pesar de sus rueditas, y aunque sospecho que los parisinos, además de decirnos incomprensibles frases en francés, tal vez nos hubieran podido ayudar pasamos entre nuestros admiradores sin poner atención a sus galanterías.
Madame había conseguido que una amiga suya le prestara un departamento en el quinto piso de un viejo pero bien conservado edificio de la Rue Vavin. Debimos hacer varios viajes en el pequeño ascensor de hierro forjado para no sobrecargarlo de peso. Cuando entramos, dejamos nuestros bártulos al lado de la puerta y corrimos a los balcones para empaparnos del panorama. Si mirábamos hacia el frente en primer lugar se veía la Torre Montparnasse, el único edificio moderno y de gran altura contrastando con el mar de tejados rojos y chimeneas de caños de cerámica, más atrás la inconfundible Torre Eiffel y el Campo de Marte, a la vera del río Sena, cuyo curso más se adivinaba que verse, tapado por las construcciones. Si girábamos la mirada hacia nuestra derecha, podíamos contemplar en todo su esplendor, a nuestros pies, los Jardins du Luxembourg y el Palacio, tras ellos, de nuevo el Sena describiendo una gran curva, la Ile de la Cité, Notre Dame y en la otra orilla el Louvre y las Tulleries. A la izquierda el Cementerio de Montparnasse y más tejados hasta el horizonte.
Tras saciar, por el momento, el hambre de nuestro sentido visual comenzamos a explorar el departamento. Tenía pisos machimbrados, realizados en diferentes maderas para realzar las guardas que acompañaban la línea de los muros, estos decorados con molduras, multitud de reproducciones de cuadros famosos, muebles estilo Luis XV, más discretos que los de Madame y una gran cantidad de lámparas ubicadas cerca de los sillones, la mesa del comedor y en las mesitas de los dormitorios, como si la dueña no quisiera utilizar nunca la luz de las grandes arañas pendientes del techo. En la cocina, por contraste con el resto, el amoblamiento era de acero inoxidable, incluidas las puertas de las alacenas, de líneas puras, casi futuristas. Todo el sitio estaba conformado por una salita de recibo, un espacioso living, comedor, tres dormitorios, cada uno con su baño además de las dependencias de servicio, espacio suficiente para cinco mujeres, sus bártulos y sus manías de permanecer en la toilette bastante más tiempo de lo prudencial. Todas sabíamos cocinar y no éramos remisas a hacer las tareas de la casa, pero Madame consiguió de su amiga el préstamo momentáneo de una empleada doméstica para todos los menesteres, por lo tanto estábamos casi como en un hotel teniendo como única preocupación pasar el tiempo.
El reparto de habitaciones no generaba dudas, Susan y yo en una, Sabrina y Rocío en otra y Madame en la tercera. Dejamos a la señora elegir la de su agrado y sorteamos las otras tirando una moneda. En realidad no había diferencia entre ambas, salvo que una poseía dos camas gemelas, la otra una enorme cama con dosel ambicionada por todas.
Salimos favorecidas. Mientras Susan se daba un baño yo me recosté sin sacarme la ropa. El colchón mullido invitaba al sueño, pero no nos demoramos, en cuanto estuvimos cambiadas comenzamos a llamar a las demás. Era hora de hacer el primer paseo y no debíamos perder tiempo.



Estrenando ropa en la calle

Jamás voy a olvidar la primera vez que salí a la calle totalmente travestida. Tuve la suerte de contar con compañía, pues Susan iba a realizar el experimento junto conmigo y de esa manera nos apoyaríamos mutuamente. Había pasado un mes del inicio de actividades con don Gervasio y el aspecto andrógino, mezclando prendas de hombre con aritos, cabello largo y algún detalle como pañuelos al cuello, retocarnos las pestañas o delinearnos los ojos, era nuestra mayor osadía.
-Debemos tomar el toro por las astas- Afirmó Susan- Si queremos ser mujeres, tenemos que ser mujeres y no mariquitas mostrando las plumas-
Estuve de acuerdo. Era ahora o nunca. Decidimos ir a pasear por el centro una noche, cuando hay mas personas por las calles, en el horario de los cines, los teatros y las largas veladas en las confiterías. Mucha gente para pasar desapercibidas. Nos aterraba la idea de sabernos observadas pero era más seguro que andar por sitios despoblados a merced de ladrones o policías que nos confundieran con prostitutas.
Nuestra sensatez estuvo ausente en la manera de vestirnos. Queríamos lucir nuestras mejores prendas y no tuvimos mejor idea que ponernos sintéticas minifaldas y camisas de seda abiertas hasta donde lo permitía, no el decoro, sino el límite en el cuál no se notaran nuestros falsos senos. Pero lo peor fue usar las sandalias con taco aguja. Durante varios días habíamos estado practicando caminar con elegancia subidas a semejantes artilugios, más, una cosa era el piso nivelado de la casa y otra las vereditas de Buenos Aires, que tienen ese que sé yo, como dice la canción. A pesar de saber la diferencia creímos poder superarlo sin mayores problemas.
Salimos del departamento, en donde vivíamos en aquel entonces, tratando de no encontrar algún vecino en el ascensor o en el hall, pero no pudimos evitar al portero, en su puesto de vigía, que al vernos nos reconoció inmediatamente.
-Ahora si que están como corresponde- Comentó, y nosotras no supimos si sentirnos halagadas o mandarlo al diablo. De todas maneras era seguro que al otro día lo sabría todo el edificio.
El mayor suplicio fue subir y bajar las escaleras del subte. Muy despacio, tomándonos de la baranda, con el permanente temor de dar un resbalón, parecíamos dos campesinas que nunca hubieran usado otra cosa que alpargatas.
Evitamos las escaleras mecánicas, enganchar el taco entre los escalones y suponer que seríamos tragadas por el monstruo de acero se nos asemejaba a la caída en los siete infiernos. Invictas de resbalones y tropezones, traspirando de nervios llegamos hasta la superficie y salimos a plena avenida Corrientes desde la estación Callao. Una multitud se dirigía de aquí para allá, entre las librerías, las entradas a las salas de espectáculos, los bares, las confiterías y por la calle cada vez que el semáforo daba vía libre. Una vez en la vereda nos detuvimos unos segundos para retomar confianza y aspirar una bocanada de aire reparador. Notamos que nadie nos observaba aunque creo que un fulano se detuvo para verme la espalda mas abajo de la cintura. De todas maneras confiamos y arrancamos, o mejor dicho nos llevó la marea.
Paso a paso comenzamos a sentirnos como unas diosas, como modelos en la pasarela de Giordano, como Naomi Campbell en la escalinata de la Piazza España, finalmente como unas idiotas. Sin mirar el piso, por ver a los hombres, me enganché el taco en una baldosa floja, de pronto me vi más cerca del piso de lo que hubiera deseado y tratando de no llegar a el me agarré de la camisa de Susan quien había comenzado instantáneamente a putearme. En definitiva, culminamos las dos cayendo de rodillas en medio de la gente, volando nuestras carteras por los aires, mientras, por milagro, las bolsitas de mijo se mantuvieron dentro de los corpiños. Un señor me dió el brazo para ayudar a levantarme, otro hacía lo mismo con Susan, un tercero nos alcanzó las carteras. No sabía como agradecerles, tenía miedo de hablar para no delatarnos y la vergüenza me invadía. Solo atine a un gesto, ellos sonrieron y se marcharon.
-Se dieron cuenta- Manifestó Susan
-Niñas, niñas, hay que aprender para largarse con esos tacos- Opinó una enorme mujer parada a nuestro lado.
Conocimos, de esa manera a Verónica, experimentada travestí con la que continuamos el paseo, aferradas a sus brazos para afirmarnos, para olvidar nuestra vergüenza y para que nos enseñara a sortear las dificultades de la calle. Después de aquella noche no la volvimos a ver, por esas circunstancias que no se pueden explicar, pero la recordamos siempre que salimos y nos ponemos las sandalias de taco alto.



Unos franceses atrevidos

Anochecía cuando salimos las cinco mujeres a la calle. Habíamos pedido a Madame que esta primera jornada en París fuera un recreo, ampliamente merecido tras el largo viaje. Detuvimos un taxi que nos llevó raudamente por el Boulevard Raspail hasta el Boulevard Saint Germain y cruzando el Sena en el Point de la Concorde nos dejó en la Place de la Concorde justo donde comienzan los Champs Elysees. A lo lejos, con su silueta inconfundible, el Arco del Triunfo nos atraía como un imán. Caminamos por las amplias veredas enmarcadas en multitud de típicos cafés y en el George V nos detuvimos a tomar unas cervezas.
Sentadas a una de las mesitas de madera oscura con manteles amarillos contemplábamos todo, los edificios, la avenida, la gente paseando, los autos, y cuanto se cruzaba ante nuestra vista como si fuéramos pueblerinas llegadas por primera vez a la capital. Un hombre se quedó mirándonos durante varios segundos y continuó su camino. Un muchacho nos invitó a pasar al día siguiente por Montmartre para realizarnos un retrato. Le sonreímos y farfullando algo de su idioma le dimos a entender que lo haríamos un día de estos. Se marchó dándose vuelta cada dos pasos para hacer gestos de mímica como si nos estuviera dibujando hasta que lo perdimos de vista entre el gentío. La dueña del local nos preguntó si éramos artistas de alguna clase. A pesar de negarlo se fue, no muy convencida.
En una mesa vecina dos hombres nos miraban. Se levantaron y se acercaron a nuestra mesa. Dirigiéndose a Susan y a mí nos preguntaron, en francés y en inglés, si estábamos dispuestas a dar un paseo con ellos.
-Audaces estos parisinos- Observé en castellano, y procuré ignorarlos, pero Susan le sonreía a uno de ellos.
El resto de la mesa permaneció mudo, todas miraban hacia otro lado. El sujeto más cercano a mí, incómodo, no sabía ni como pararse. El otro hablaba con Susan. A pesar de que las contestaciones de ella eran una mezcla incierta de gestos de simpatía y evasivas, el hombre a pesar de todo, al retirarse, parecía satisfecho. Tomó de un brazo a su desconcertado amigo y se fueron caminando hacia el Louvre. En tanto nosotras comenzábamos a sentir hambre lo que nos llevó a un pequeño pero acogedor restaurante recomendado por Madame, sobre la Place Blanche, en Montmartre, justo enfrente del Moulin Rouge. La cercanía del mítico lugar nos decidió y tras una agradable cena de típicos platos de la nouvelle cuisine, nos cruzamos para ver el espectáculo.
Quedamos fascinadas por el despliegue en escena de los ilusionistas, las bailarinas de can can y los humoristas, a pesar de perdernos la mayoría de los chistes. Mientras bebía una copa de champagne y recorría con la vista todo el salón, fue grande mi sorpresa al ver al individuo que había abordado a Susan, parado junto a la pared observándonos. Disimuladamente la toque en el hombro y se lo señalé. Ella giró la cabeza y le sonrió imperceptiblemente. No supimos si el hombre distinguió el gesto en medio de la oscuridad reinante pero estuvimos totalmente de acuerdo en que no estaba allí por casualidad.
A llegar al departamento, la sirvienta nos esperaba con café recién preparado, útil  para quitarnos el efecto devastador de las bebidas alcohólicas.
-¡A dormir que mañana comienza mi itinerario!- Ordenó Madame.
Sabrina y Rocío estaban encantadas con el programa. Susan y yo nos resignamos. Recuerdo haberme sacado la ropa y tirarla por cualquier lado. A los pocos minutos estaba totalmente desnuda y profundamente dormida.



Estrenando ropa en la calle parte 2

Sabrina inauguró, a los trece años, su travestismo puertas afuera, en su mismo vecindario. Recién había terminado el colegio primario y su madre se ocupó de prepararla para el acontecimiento. Una discreta falda de jean larga hasta las rodillas y una camisa con bordados de flores, en los pies zapatillas, de nena color rosa, pero zapatillas al fin, para caminar con confianza. La maquilló con discreción y le peinó el cabello, que llevaba ni muy largo ni corto, haciéndole dos colitas sujetas con elásticos.
Al salir a la vereda tuvo un espasmo de temor, era verano y los chicos inundaban las aceras jugando, las vecinas se reunían en corrillos a comentar las telenovelas o lo sucedido a la Azucena, embarazada del Jacinto que se había mandado mudar a su pueblo desentendiéndose de ella. De pronto tuvieron un nuevo tema. Verla a Sabrina hecha toda una mujercita fue el detonante del chisme que más rápido cruzó todo el barrio. Nadie se engañaba, esa no era una sobrina venida del campo, como intentó decir al principio su mamá. Descubierta, lo admitió ante todos.
-Ahora es así, como quiso ser y se llamará Sabrina-
Risas, burlas, empujones, señales de la cruz hechas con disimulo por viejas moralistas, reconvenciones del sacerdote para obligarla a volver a su ropa de varón fueron moneda corriente en la vida de Sabrina y su madre después de aquel día en que, de la mano, fueron al supermercado.
Rocío salió a la calle por primera vez travestida cuando su proxeneta se apareció un día por el departamento en donde la tenía recluida obligándola a ejercer la prostitución.
-Vas a ganar mucho mas dinero caminando por ahí- Le señaló arrojándole sobre la cama unas prendas que había conseguido, un estuche de maquillaje y una peluca.
Sin posibilidad de negarse, se vistió la minifalda de cuerina negra, una musculosa rosa y corpiños penosamente vacíos. La falta de vello le evitó depilarse, pero era inexperta para travestirse. Cuando completó su atuendo y se colocó la peluca poco tenía de sensual, el maquillaje era desparejo y parecía lo que realmente era, una provinciana recién llegada. El delincuente la dejó frente a la Estación del ferrocarril haciéndola bajar del auto casi a los empujones. Del brazo la llevó a hasta donde estaban varias travestís.
-Acá les traigo una pupila, así que me la tratan bien y la cuidan para que no se escape, en unas horas vuelvo a buscarla- Ordenó y la dejó sin más trámite.
Las chicas de la vereda se apiadaron de ella y le ayudaron a arreglarse un poco. Le acomodaron la peluca y volvieron a maquillarla en un baño de la estación mientras la colmaban de preguntas, de palabras de consuelo y de promesas de protección. Luego, le enseñaron como posar para parecer más seductora, lo que debía preguntar o decir frente a los clientes y la manera de evitar a los policías que recorrían el lugar buscando coimas y amenazando con detenerlas.



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