Instalándonos
Los empleados de migraciones y aduana
fueron corteses con nosotras. Ni siquiera les importó si éramos hombres,
mujeres, travestís o inmigrantes etíopes ilegales. Revisaron, con premura y
poca dedicación las valijas y nos hicieron algunas preguntas de rutina acerca
del motivo de nuestro viaje que contestamos como pudimos, con la ayuda de
Madame y su dicción del francés tan dulce como el de Amelie.
El Jet Bus nos dejó en la terminal del
Metro en Villejuif, bajo tierra viajamos hasta Place d`Italie donde, resoplando
por el peso del equipaje, atravesamos andenes, escaleras y pasillos para tomar
otra línea hasta Edgar Quinet, en pleno Montparnasse. Desde esa estación
salimos por primera vez, como un alumbramiento, a las calles de París.
Nos esperaban todavía cuatro cuadras.
Olvidándonos por un momento de donde estábamos las recorrimos maldiciendo por
el acarreo de las valijas, a pesar de sus rueditas, y aunque sospecho que los
parisinos, además de decirnos incomprensibles frases en francés, tal vez nos
hubieran podido ayudar pasamos entre nuestros admiradores sin poner atención a
sus galanterías.
Madame había conseguido que una amiga
suya le prestara un departamento en el quinto piso de un viejo pero bien
conservado edificio de la Rue Vavin. Debimos hacer varios viajes en el pequeño
ascensor de hierro forjado para no sobrecargarlo de peso. Cuando entramos,
dejamos nuestros bártulos al lado de la puerta y corrimos a los balcones para
empaparnos del panorama. Si mirábamos hacia el frente en primer lugar se veía
la Torre Montparnasse, el único edificio moderno y de gran altura contrastando
con el mar de tejados rojos y chimeneas de caños de cerámica, más atrás la
inconfundible Torre Eiffel y el Campo de Marte, a la vera del río Sena, cuyo
curso más se adivinaba que verse, tapado por las construcciones. Si girábamos
la mirada hacia nuestra derecha, podíamos contemplar en todo su esplendor, a
nuestros pies, los Jardins du Luxembourg y el Palacio, tras ellos, de nuevo el
Sena describiendo una gran curva, la Ile de la Cité, Notre Dame y en la otra
orilla el Louvre y las Tulleries. A la izquierda el Cementerio de Montparnasse
y más tejados hasta el horizonte.
Tras saciar, por el momento, el hambre
de nuestro sentido visual comenzamos a explorar el departamento. Tenía pisos
machimbrados, realizados en diferentes maderas para realzar las guardas que
acompañaban la línea de los muros, estos decorados con molduras, multitud de
reproducciones de cuadros famosos, muebles estilo Luis XV, más discretos que
los de Madame y una gran cantidad de lámparas ubicadas cerca de los sillones,
la mesa del comedor y en las mesitas de los dormitorios, como si la dueña no
quisiera utilizar nunca la luz de las grandes arañas pendientes del techo. En
la cocina, por contraste con el resto, el amoblamiento era de acero inoxidable,
incluidas las puertas de las alacenas, de líneas puras, casi futuristas. Todo
el sitio estaba conformado por una salita de recibo, un espacioso living,
comedor, tres dormitorios, cada uno con su baño además de las dependencias de
servicio, espacio suficiente para cinco mujeres, sus bártulos y sus manías de
permanecer en la toilette bastante más tiempo de lo prudencial. Todas sabíamos
cocinar y no éramos remisas a hacer las tareas de la casa, pero Madame
consiguió de su amiga el préstamo momentáneo de una empleada doméstica para
todos los menesteres, por lo tanto estábamos casi como en un hotel teniendo
como única preocupación pasar el tiempo.
El reparto de habitaciones no generaba
dudas, Susan y yo en una, Sabrina y Rocío en otra y Madame en la tercera.
Dejamos a la señora elegir la de su agrado y sorteamos las otras tirando una
moneda. En realidad no había diferencia entre ambas, salvo que una poseía dos camas
gemelas, la otra una enorme cama con dosel ambicionada por todas.
Salimos favorecidas. Mientras Susan se
daba un baño yo me recosté sin sacarme la ropa. El colchón mullido invitaba al
sueño, pero no nos demoramos, en cuanto estuvimos cambiadas comenzamos a llamar
a las demás. Era hora de hacer el primer paseo y no debíamos perder tiempo.
Estrenando ropa en la calle
Jamás
voy a olvidar la primera vez que salí a la calle totalmente travestida. Tuve la
suerte de contar con compañía, pues Susan iba a realizar el experimento junto
conmigo y de esa manera nos apoyaríamos mutuamente. Había pasado un mes del
inicio de actividades con don Gervasio y el aspecto andrógino, mezclando
prendas de hombre con aritos, cabello largo y algún detalle como pañuelos al cuello,
retocarnos las pestañas o delinearnos los ojos, era nuestra mayor osadía.
-Debemos
tomar el toro por las astas- Afirmó Susan- Si queremos ser mujeres, tenemos que
ser mujeres y no mariquitas mostrando las plumas-
Estuve
de acuerdo. Era ahora o nunca. Decidimos ir a pasear por el centro una noche,
cuando hay mas personas por las calles, en el horario de los cines, los teatros
y las largas veladas en las confiterías. Mucha gente para pasar desapercibidas.
Nos aterraba la idea de sabernos observadas pero era más seguro que andar por
sitios despoblados a merced de ladrones o policías que nos confundieran con
prostitutas.
Nuestra
sensatez estuvo ausente en la manera de vestirnos. Queríamos lucir nuestras
mejores prendas y no tuvimos mejor idea que ponernos sintéticas minifaldas y
camisas de seda abiertas hasta donde lo permitía, no el decoro, sino el límite
en el cuál no se notaran nuestros falsos senos. Pero lo peor fue usar las
sandalias con taco aguja. Durante varios días habíamos estado practicando caminar
con elegancia subidas a semejantes artilugios, más, una cosa era el piso
nivelado de la casa y otra las vereditas de Buenos Aires, que tienen ese que sé
yo, como dice la canción. A pesar de saber la diferencia creímos poder
superarlo sin mayores problemas.
Salimos
del departamento, en donde vivíamos en aquel entonces, tratando de no encontrar
algún vecino en el ascensor o en el hall, pero no pudimos evitar al portero, en
su puesto de vigía, que al vernos nos reconoció inmediatamente.
-Ahora
si que están como corresponde- Comentó, y nosotras no supimos si sentirnos
halagadas o mandarlo al diablo. De todas maneras era seguro que al otro día lo
sabría todo el edificio.
El
mayor suplicio fue subir y bajar las escaleras del subte. Muy despacio,
tomándonos de la baranda, con el permanente temor de dar un resbalón,
parecíamos dos campesinas que nunca hubieran usado otra cosa que alpargatas.
Evitamos
las escaleras mecánicas, enganchar el taco entre los escalones y suponer que
seríamos tragadas por el monstruo de acero se nos asemejaba a la caída en los
siete infiernos. Invictas de resbalones y tropezones, traspirando de nervios
llegamos hasta la superficie y salimos a plena avenida Corrientes desde la
estación Callao. Una multitud se dirigía de aquí para allá, entre las
librerías, las entradas a las salas de espectáculos, los bares, las confiterías
y por la calle cada vez que el semáforo daba vía libre. Una vez en la vereda
nos detuvimos unos segundos para retomar confianza y aspirar una bocanada de
aire reparador. Notamos que nadie nos observaba aunque creo que un fulano se
detuvo para verme la espalda mas abajo de la cintura. De todas maneras
confiamos y arrancamos, o mejor dicho nos llevó la marea.
Paso
a paso comenzamos a sentirnos como unas diosas, como modelos en la pasarela de
Giordano, como Naomi Campbell en la escalinata de la Piazza España, finalmente
como unas idiotas. Sin mirar el piso, por ver a los hombres, me enganché el
taco en una baldosa floja, de pronto me vi más cerca del piso de lo que hubiera
deseado y tratando de no llegar a el me agarré de la camisa de Susan quien
había comenzado instantáneamente a putearme. En definitiva, culminamos las dos
cayendo de rodillas en medio de la gente, volando nuestras carteras por los
aires, mientras, por milagro, las bolsitas de mijo se mantuvieron dentro de los
corpiños. Un señor me dió el brazo para ayudar a levantarme, otro hacía lo
mismo con Susan, un tercero nos alcanzó las carteras. No sabía como
agradecerles, tenía miedo de hablar para no delatarnos y la vergüenza me
invadía. Solo atine a un gesto, ellos sonrieron y se marcharon.
-Se
dieron cuenta- Manifestó Susan
-Niñas,
niñas, hay que aprender para largarse con esos tacos- Opinó una enorme mujer
parada a nuestro lado.
Conocimos,
de esa manera a Verónica, experimentada travestí con la que continuamos el
paseo, aferradas a sus brazos para afirmarnos, para olvidar nuestra vergüenza y
para que nos enseñara a sortear las dificultades de la calle. Después de
aquella noche no la volvimos a ver, por esas circunstancias que no se pueden
explicar, pero la recordamos siempre que salimos y nos ponemos las sandalias de
taco alto.
Unos franceses atrevidos
Anochecía cuando salimos las cinco
mujeres a la calle. Habíamos pedido a Madame que esta primera jornada en París
fuera un recreo, ampliamente merecido tras el largo viaje. Detuvimos un taxi
que nos llevó raudamente por el Boulevard Raspail hasta el Boulevard
Saint Germain y cruzando el Sena en el Point de la Concorde nos dejó en la
Place de la Concorde justo donde comienzan los Champs Elysees. A lo lejos, con
su silueta inconfundible, el Arco del Triunfo nos atraía como un imán.
Caminamos por las amplias veredas enmarcadas en multitud de típicos cafés y en
el George V nos detuvimos a tomar unas cervezas.
Sentadas a una de las mesitas de
madera oscura con manteles amarillos contemplábamos todo, los edificios, la
avenida, la gente paseando, los autos, y cuanto se cruzaba ante nuestra vista
como si fuéramos pueblerinas llegadas por primera vez a la capital. Un hombre
se quedó mirándonos durante varios segundos y continuó su camino. Un muchacho
nos invitó a pasar al día siguiente por Montmartre para realizarnos un retrato.
Le sonreímos y farfullando algo de su idioma le dimos a entender que lo
haríamos un día de estos. Se marchó dándose vuelta cada dos pasos para hacer
gestos de mímica como si nos estuviera dibujando hasta que lo perdimos de vista
entre el gentío. La dueña del local nos preguntó si éramos artistas de alguna
clase. A pesar de negarlo se fue, no muy convencida.
En una mesa vecina dos hombres nos
miraban. Se levantaron y se acercaron a nuestra mesa. Dirigiéndose a Susan y a
mí nos preguntaron, en francés y en inglés, si estábamos dispuestas a dar un
paseo con ellos.
-Audaces estos parisinos- Observé en
castellano, y procuré ignorarlos, pero Susan le sonreía a uno de ellos.
El resto de la mesa permaneció mudo,
todas miraban hacia otro lado. El sujeto más cercano a mí, incómodo, no sabía
ni como pararse. El otro hablaba con Susan. A pesar de que las contestaciones
de ella eran una mezcla incierta de gestos de simpatía y evasivas, el hombre a
pesar de todo, al retirarse, parecía satisfecho. Tomó de un brazo a su
desconcertado amigo y se fueron caminando hacia el Louvre. En tanto nosotras
comenzábamos a sentir hambre lo que nos llevó a un pequeño pero acogedor
restaurante recomendado por Madame, sobre la Place Blanche, en Montmartre,
justo enfrente del Moulin Rouge. La cercanía del mítico lugar nos decidió y
tras una agradable cena de típicos platos de la nouvelle cuisine, nos cruzamos
para ver el espectáculo.
Quedamos fascinadas por el despliegue
en escena de los ilusionistas, las bailarinas de can can y los humoristas, a
pesar de perdernos la mayoría de los chistes. Mientras bebía una copa de
champagne y recorría con la vista todo el salón, fue grande mi sorpresa al ver
al individuo que había abordado a Susan, parado junto a la pared observándonos.
Disimuladamente la toque en el hombro y se lo señalé. Ella giró la cabeza y le
sonrió imperceptiblemente. No supimos si el hombre distinguió el gesto en medio
de la oscuridad reinante pero estuvimos totalmente de acuerdo en que no estaba
allí por casualidad.
A llegar al departamento, la sirvienta
nos esperaba con café recién preparado, útil
para quitarnos el efecto devastador de las bebidas alcohólicas.
-¡A dormir que mañana comienza mi
itinerario!- Ordenó Madame.
Sabrina y Rocío estaban encantadas con
el programa. Susan y yo nos resignamos. Recuerdo haberme sacado la ropa y
tirarla por cualquier lado. A los pocos minutos estaba totalmente desnuda y
profundamente dormida.
Estrenando ropa en la calle parte 2
Sabrina
inauguró, a los trece años, su travestismo puertas afuera, en su mismo
vecindario. Recién había terminado el colegio primario y su madre se ocupó de
prepararla para el acontecimiento. Una discreta falda de jean larga hasta las
rodillas y una camisa con bordados de flores, en los pies zapatillas, de nena
color rosa, pero zapatillas al fin, para caminar con confianza. La maquilló con
discreción y le peinó el cabello, que llevaba ni muy largo ni corto, haciéndole
dos colitas sujetas con elásticos.
Al
salir a la vereda tuvo un espasmo de temor, era verano y los chicos inundaban
las aceras jugando, las vecinas se reunían en corrillos a comentar las telenovelas
o lo sucedido a la Azucena, embarazada del Jacinto que se había mandado mudar a
su pueblo desentendiéndose de ella. De pronto tuvieron un nuevo tema. Verla a
Sabrina hecha toda una mujercita fue el detonante del chisme que más
rápido cruzó todo el barrio. Nadie se engañaba, esa no era una sobrina venida
del campo, como intentó decir al principio su mamá. Descubierta, lo admitió
ante todos.
-Ahora
es así, como quiso ser y se llamará Sabrina-
Risas,
burlas, empujones, señales de la cruz hechas con disimulo por viejas
moralistas, reconvenciones del sacerdote para obligarla a volver a su ropa de
varón fueron moneda corriente en la vida de Sabrina y su madre después de aquel
día en que, de la mano, fueron al supermercado.
Rocío
salió a la calle por primera vez travestida cuando su proxeneta se apareció un
día por el departamento en donde la tenía recluida obligándola a ejercer la
prostitución.
-Vas
a ganar mucho mas dinero caminando por ahí- Le señaló arrojándole sobre la cama
unas prendas que había conseguido, un estuche de maquillaje y una peluca.
Sin
posibilidad de negarse, se vistió la minifalda de cuerina negra, una musculosa
rosa y corpiños penosamente vacíos. La falta de vello le evitó depilarse, pero
era inexperta para travestirse. Cuando completó su atuendo y se colocó la
peluca poco tenía de sensual, el maquillaje era desparejo y parecía lo que
realmente era, una provinciana recién llegada. El delincuente la dejó frente a
la Estación del ferrocarril haciéndola bajar del auto casi a los empujones. Del
brazo la llevó a hasta donde estaban varias travestís.
-Acá
les traigo una pupila, así que me la tratan bien y la cuidan para que no se
escape, en unas horas vuelvo a buscarla- Ordenó y la dejó sin más trámite.
Las
chicas de la vereda se apiadaron de ella y le ayudaron a arreglarse un poco. Le
acomodaron la peluca y volvieron a maquillarla en un baño de la estación
mientras la colmaban de preguntas, de palabras de consuelo y de promesas de
protección. Luego, le enseñaron como posar para parecer más seductora, lo que
debía preguntar o decir frente a los clientes y la manera de evitar a los
policías que recorrían el lugar buscando coimas y amenazando con detenerlas.
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