Sorteando la burocracia
Susan acompañó a Sabrina y a Rocío a
tramitar los Pasaportes. Además de hacerlo por disfrutar del paseo, el motivo
era evitarles las molestias de superar los trámites sin tener que dar
interminables explicaciones debido a la diferencia entre su aspecto y los datos
reales de filiación. Las llevó por todas las oficinas ostentando un papel
firmado por el Comisario Inspector Hernández, ordenando que se las atendiera
con presteza y sin poner objeciones. Susan y yo ya habíamos utilizado esa
recomendación luego de haber ofrecido al Comisario una sesión de sexo que lo
dejó agotado y dispuesto a ayudarnos en cuanto le pidiéramos. Incluso, con
semejante recomendación, lograron obtener el documento en tiempo record. Al
reunirme con ellas, pocos días después, ya lo tenían en sus manos.
Afortunadamente, el viaje se haría en
nuestro invierno, por lo tanto, verano en Francia. Eso implicaba llevar poca
ropa, pero nosotras, mujeres al fin, llenábamos valijas como si fuéramos a
realizar una expedición al fin del mundo.
-¿Y sí tenemos que ir a una fiesta de
gala? ¿Que nos ponemos para pasear por la ciudad? ¿Y si vamos al Moulin Rouge?
¿Que nos ponemos para entrar en Notre Dame? ¿Y para viajar en el avión?-
Las preguntas nos abrumaban y cada
respuesta conllevaba colocar más prendas en las valijas prontas a estallar.
Luego decidíamos sacar algo y más tarde lo volvíamos a poner. Así estuvimos
varios días hasta optar por una solución práctica. Llevaríamos lo menos posible
y si nos hacía falta algo lo compraríamos allá, idea de Susan, aunque sospecho
que su verdadera intención era solamente comprar y comprar.
-¡Galerías Lafayette, allá voy!-
Exclamó revelando su deseo.
Sabrina y Rocío debieron adquirir
valijas y renovar su vestuario antes de viajar. Ambas, imbuidas de su nueva
educación optaron por verse elegantes y discretas. Además cargaron con varios
libros para leer durante el vuelo, aunque les aclaré que al viajar por primera
vez en avión seguramente iban a pasar mucho tiempo mirando por la ventanilla.
Sin confesar que yo, a pesar de haber hecho varios viajes por el país, a Brasil
o Punta del Este, lo seguía haciendo, embobada, como una novata.
Era una mañana de frío invernal,
contrarrestado por un sol radiante, cuando bajamos del remise que nos llevó al
Aeropuerto, a nosotras y nuestras ocho
valijas. Rocío y yo habíamos coincidido en usar botas y polleras hasta las
rodillas, camisa blanca con pañuelo en el cuello ella, musculosa rosa, yo.
Sabrina y Susan de pantalones y suéteres de cuello redondo, todas abrigadas con
sacones de color claro.
Nuestro paso por el hall no pasó
inadvertido. Hombres y mujeres nos miraban. En cierta forma eso me
enorgullecía. Si alguien se daba cuenta de nuestra condición de travestís no
nos importaba. Era una manera de demostrar nuestro derecho a ser como todo el
mundo.
El único momento incómodo fue, tal
como de costumbre, el de presentar los documentos en Migraciones. El empleado
nos miró de la punta de los cabellos hasta la punta de los pies.
-¿Cómo sé que ustedes son ustedes?-
Preguntó ingenuamente.
No teniendo fotos recientes como
varones de ninguna de nosotras, habíamos apelado, para el Pasaporte, a sacárnoslas con el cabello recogido y sin
maquillaje. Eso nos daba un aspecto andrógino que más bien movía a risa
y a la duda, pues el hombre continuaba sin saber cuál era la actitud a tomar.
Estaba por llamar a un superior cuando
una voz a nuestras espaldas reclamó su atención.
-¿Que sucede aquí? ¿Que es esta
demora?-
Madame Courtesie, con varias valijas a
cuestas, más que nosotras, se había colocado a la espera del control y viendo
el problema intervino.
-¡Vamos, vamos que perdemos el check
in!-
El empleado la miraba atónito. El
aspecto distinguido de Madame lo había apabullado, mientras tanto ella lo
seguía atosigando.
-¡Vamos chicas, que perdemos el avión,
vamos que a personas de nuestra importancia no nos pueden demorar!-
Nos devolvieron los pasaportes con
celeridad y el de Madame ni siquiera lo revisaron.
-Estos burócratas merecen ser tratados
así, si los dejas pensar sobreviene el caos-
Reíamos las cinco mientras caminábamos
por la manga.
Primeras relaciones
Mi
encuentro con Susan no había sido mi primer experiencia homosexual. A los doce
años y durante varios meses fui la noviecita ingenua de un muchacho del barrio
seis años mayor. Pedro se había convertido en una persona de confianza para mi
madre pues, en varias oportunidades, había acompañado a sus hermanas cuando
ellas la visitaban para encargarle trabajos de costura. Vivía con toda su
familia enfrente de la casa de mis padres y compartía mis juegos infantiles,
pero un día me propuso pasatiempos novedosos tales como acostarme boca abajo
mientras él me acariciaba piernas y glúteos, colocándose encima de mí y abrazándome
fuertemente.
De
esas caricias, aceptadas, temerosamente y en silencio pasó a pedir que me
quitara los pantalones y me vistiera con alguna ropa de mi madre. El juego me
parecía peligroso pero a la vez excitante. Consentí todos sus pedidos e incluso
me vi obligada a complacer a su hermano mayor quien me tomaba en sus brazos y
me besaba, introduciéndome la lengua en la boca. Pedro me recordaba
constantemente que yo era su novia y que algún día me iba a enseñar como hacían
los mayores cuando se casan.
Tras
poca insistencia, logró su cometido. Una tarde en su casa me convirtió en su
mujer. Me enseñó muchas cosas que yo ignoraba totalmente y de las cuales mis
padres, ni antes ni después de estos hechos que siempre ignoraron, jamás me
hablaron. Al principio tenía mucho miedo, pero me fue tranquilizando.
Completamente desnudos y acostados en la cama matrimonial comencé, con
curiosidad, a acariciarle todo el cuerpo, sobre todo aquella parte que por
primera vez veía en otro varón. La tomé con mis pequeñas manos y a un gesto de
él me la llevé a la boca. Fue suficiente para entrar en éxtasis. Luego,
sumisamente, acepté ser penetrada por primera vez. El dolor dio paso a un goce
como nunca hubiera imaginado. Cuando pude relajarme supe, con certeza, que
había iniciado un camino sin regreso.
Pedro
continuó excitado. Volvimos a tener otra sesión de sexo en su casa y luego me
compartió con su hermano, en el taller mecánico donde éste trabajaba.
Seguramente yo estaba muy adelantada sexualmente para mi edad pues jamás lo
sentí como una violación. Inesperadamente, para ellos, los provocaba,
insaciable, les pedía mas de aquello que me estaban dando. Un mes después se
mudaron, dejando mis deseos de sexo en plena efervescencia. No volví a tener
otra relación hasta mi encuentro con Susan, salvo las incontables
masturbaciones recordando a mis primeros amantes.
Susan
en cambio tuvo su primer relación conmigo. Se quedó mirándome extasiada
mientras yo, con toda tranquilidad me sacaba la ropa. Estaba arrodillada en la
cama y parada frente a ella giré mi cuerpo y se lo mostré desafiante. Después
de unos segundos la apresuré:
-Dale,
no seas tontita-
Las
palabras ejercieron un efecto electrizante. Se quitó la ropa rápida y
desordenadamente quedando desparramadas las prendas por el suelo. En medio del
frenesí intercambiamos roles varias veces. Ambas gozamos al punto que nuestros
gritos, al eyacular, resonaban en toda
la casa, afortunadamente vacía.
-¿Que
te gustó más?- Preguntó Susan.
-Ser
mujer- Expresé segura.
-Yo
también- Aseveró ella.
-¿Te
gusta la ropita de mujer?- Volvió a interrogarme.
-¡Si!-
-A
mí también- Y señalándome la puerta agregó- Ven, vamos a ver el ropero de mi
madre-
Viajando
El avión levantó vuelo. Mientras
corría por la pista pude ver la cara de susto de Sabrina y Rocío. Después me
confesaron su temor por que chocara contra algo antes de elevarse. No les dije
nada, incluso me reí, pero yo también tuve la misma sensación en mi primer
experiencia. En cuanto pudimos zafarnos de los cinturones de seguridad nos juntamos
a conversar. Madame les explicaba el plan preparado para cuando llegáramos a
París. Disponíamos de varios días antes de la reunión y lo aprovecharíamos
paseando con ella como guía en una suerte de postgrado.
-Iremos al Centro Pompidou, luego al
Louvre, al Teatro de la Opera, al Gran Palais, al Petit Palais, al Museo de
Orsay, al Palacio Chaillot, al Museo Rodín, al Palacio de Luxemburgo y
Versalles-
-¿Solo museos?- Se sorprendió Susan
-¡Eso, ¿y Montmartre? ¿Y la Place du
Tertre?, ¿Y el Moulin Rouge?, ¿Y los Campos Eliseos?, ¿Y la Torre Eiffel?, ¿Y
la Rue de Rivoli? ¿Y el Forum de Halles?- Pregunté yo, repitiendo los nombres
aprendidos de una guía de la ciudad que había hojeado en la casa de un cliente.
-Sí, ¿y la vida nocturna?, En algún
lugar debe haber chicas como nosotras- Agregó Susan al borde de la
desesperación.
-Antes de la reunión irán donde yo
digo, después hagan cuanto se les antoje, pero las quiero hechas unas
verdaderas damas en el momento preciso, y a las cuatro, ustedes no se hagan las
distraídas- Contestó señalándonos a Susan y mi.
Sabrina y Rocío, sus alumnas, no
objetaron nada. Ni siquiera abrieron la boca. Se quedaron con Madame casi todo
el viaje escuchando acerca de las obras de arte expuestas en esos museos. Susan
y yo volvimos a nuestros asientos. Suficiente historia del arte habíamos tenido
en la Escuela.
Mientras el avión sobrevolaba el
océano y siendo el único entretenimiento tratar de ver un barco en medio de la
inmensidad me sumergí en El Nombre de la Rosa, uno de los libros acarreados por
Sabrina. Así me encontraba cuando el capitán anunció la aproximación al
Aeropuerto de Orly. En ese momento olvidé la novela y mirando por la ventanilla
traté de reconocer los diferentes sitios de la ciudad tomando como punto de
referencia el río Sena. Susan, a mi lado, intentaba hacer lo mismo y exclamaba
junto a mi oído:
-¡Allá!, ¡La Torre Eiffel!, ¡Notre
Dame!, ¡La Concorde!, ¡El Sacre Coeur!...-
Y muchos nombres más hasta que, ya a
baja altura y sin la perspectiva suficiente, debimos olvidar el reconocimiento
y ajustarnos los cinturones, sobre todo por que una esbelta azafata sin hablar
ni pizca de español nos ordenó ubicarnos en nuestros asientos. Como nosotras
solo entendemos algo de francés de ver las películas de Depardieu recién
comprendimos sus palabras cuando nos señaló imperativamente con el dedo donde
debíamos estar.
Primeras relaciones parte 2
Sabrina,
ya ni recordaba con quién había tenido su primer relación. Seguramente había
sido alguno de sus amigos de la infancia cuando, una vez pasada la sorpresa de
verla en su nueva condición, comenzaron a acercarse a ella a escondidas de los
otros para evitar las burlas, pero eran tantos que había olvidado quién dio el
primer paso y cuando hacía un esfuerzo le venían dos o tres nombres a la mente
que generalmente no eran los mismos. A veces José, a veces Juan, a veces
Alberto.
-Si
lo viera de nuevo desnudo lo reconocería- Solía aseverar.
Lo
que conservaba en la memoria era el lugar. Una casa abandonada, cubierta por
los yuyos del jardín, sin puertas y con los vidrios rotos. En una de las
habitaciones un viejo y mugriento colchón servía de lecho. Era un sitio ideal,
al menos otros niños el barrio no entrarían a espiar pues era rumor que la
vivienda estaba poblada de fantasmas aullando por las noches y sacudiendo
cadenas durante el día. Se había acostado en ese colchón con casi todos los
muchachos de la cuadra y del resto del barrio.
La
primera experiencia sexual de Rocío fue terriblemente traumática y solo la pudo
superar después de muchos años gracias a un espíritu inquebrantable que
contrastaba con su aparente fragilidad. Fue violada por su padre una tarde,
cuando habiendo vuelto de recorrer el campo la encontró caminando por la casa
usando el vestido floreado que el hombre le había regalado a su madre para ir
al pueblo. La tomó de un brazo y al caer la arrastró por el piso hasta el
dormitorio mientras le pegaba y la insultaba con todo el vocabulario que
conocía. Sin ningún cuidado, preso de su furor, le arrancó la ropa y
acostándola en el lecho matrimonial se bajó los pantalones y la penetró
brutalmente mientras le gritaba.
-¡Así
que querés ser mujer, esto te pasa por ser mujer, maricón!-
Ella
lloraba y pedía a gritos
-¡Papito,
papito! ¡Déjame, déjame! ¡No lo voy a hacer más!-
Los
ruegos parecían exasperar más al hombre. El escándalo atrajo a la madre que
llegaba desde el gallinero, pero la mujer se quedó parada en el vano de la
puerta, aterrada, en silencio, mirando como si no fueran su hijo y su esposo
quienes estaban frente a ella. Al dejarla su padre, tras una nueva golpiza,
Rocío quedó tirada en la cama gimiendo de dolor sangrando por el ano y cubierta
de moretones. La madre, por temor al hombre, no se acercó en ningún momento
para consolarla. Esa noche juntó un poco de ropa en una mochila y mientras sus
padres aún dormían, escapó de la casa.
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