Sin sentido
Al principio todo era caos. Diez
asesinatos en diez días. Sin un modus operandi común, sin relación entre las víctimas.
Sin coincidencias de edad, posición social, trabajo, antecedentes y de ambos
sexos, salvo el inexplicable hecho de que sus dedos de la mano derecha estaban
entintados como para sacar un juego de huellas dactilares.
El inspector Gutiérrez había estado a
cargo de la investigación en cuanto sucedieron los primeros casos pero luego
todo se desbordó como un rio después de una gran tormenta y las altas
autoridades policiales debieron recurrir al Ministro de Seguridad para
solicitar ayuda de otras fuerzas.
El terror en la población se esparció
con la velocidad del viento. La prensa amarillista estaba de parabienes,
anunciaban las novedades con escalofriantes detalles para lograr más rating
televisivo o más venta de periódicos. En vano, el gobierno trataba de calmar la
situación.
No hubo en ningún caso pruebas de un
robo, un ajuste de cuentas o un crimen pasional. No había motivo. No había una
miserable pista de la que asirse. A pesar de que ya lo habían relevado
oficialmente de la investigación, y no porque lo consideraran incapaz, Gutiérrez
decidió juntar consigo a dos agentes de su confianza, Márquez y Alonso y seguir
hasta donde fuera posible.
Como necesitaba tiempo se animó a
presentarse ante su jefe, el Comisario Fernández y solicitarle una misión con
la pudiera encubrir su verdadera tarea. Fernández le tenía gran estima a su
subalterno y viendo que todo el despliegue de investigadores que había
dispuesto el ministerio tampoco iba a ningún lado le dio la misión de
patrullaje de las calles al inspector y sus dos ayudantes con la orden expresa
de reportarse solo a él.
Para que nadie interfiriera con su
trabajo, Gutiérrez instaló un puesto de mando en su propio departamento. Llevó
allí todos los datos que había podido reunir y se puso manos a la obra. Lo
primero que hizo fue marcar en un mapa los sitios de los crímenes y dedujo de
ello la única conclusión que pudo lograr en varios días. Que los crímenes
sucedían de a dos por barrio. Los del primero y segundo día habían sido en
Barracas, los del tercero y cuarto en Flores, los del quinto y sexto en
Belgrano, los del séptimo y octavo en Mataderos y los del noveno y décimo en
Devoto. Después de esa ola de violencia las matanzas se detuvieron.
Inexplicablemente, sin motivo alguno.
Pero Gutiérrez estaba seguro que
continuarían. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿A qué tipo de víctimas? Nada de eso podía saber
con anticipación. Y tenía razón. Después de una semana sin novedades los
crímenes continuaron, de a dos por barrio. ¿Era obra de un solo asesino? ¿O de
varios? ¿Locura o un plan sistemático? Llegó a pensar que la política estaba
detrás de esos hechos aberrantes. Imaginaba una gigantesca conspiración, pero
no tenía más que eso, su imaginación. Ya se estaba hartando de no poder llevar
novedades al Comisario Fernández.
Lo que más le molestaba era que los
asesinatos se producían por diferentes medios, incluso los que sucedían en el
mismo barrio. Un día era por un tiro de pistola, el otro con una navaja. Hasta
descubrieron que algunos accidentes automovilísticos formaban parte de la serie.
Las victimas aparecían en sus departamentos, a la orilla de la ruta, ahogados
en el río, en containers del puerto, en sus autos y el hecho innegable que se
trataba del o los mismos victimarios, eran los dedos manchados
Ni siquiera había una correlación en el
orden de los barrios donde sucedían los hechos. La violencia saltaba del norte
al sur o al este o al oeste sin ningún orden por lo que tampoco era posible
saber dónde sería el próximo golpe y así extremar la vigilancia. La única
constante era la sorpresa a la que eran sometidas las fuerzas del orden.
Gutiérrez trabajaba solo con sus dos
ayudantes. Esperaba paciente a que los policías que investigaban oficialmente
hicieran su trabajo. No tenía sentido interferir por tres razones, la primera
la lealtad a su superior el Comisario Fernández, la segunda poder aprovechar
los datos recogidos por sus colegas sin que supieran estos que también andaba
tras él o los asesinos y tercero porque Fernández sospechaba también de las
fuerzas de seguridad. De manera que llegaba hasta las escenas de los crímenes
cuando ya todos se habían ido y realizaba sus propias observaciones.
Intercambiaba opiniones con sus subalternos y luego con todo lo anotado se
encerraban en su puesto de mando a elucubrar hipótesis.
Fernández no lo apuraba. Sabía
perfectamente que era un trabajo muy difícil. De todas maneras todos los
viernes pasaba por el departamento de Gutiérrez y mate o café mediante éste último
le informaba lo poco que habían avanzado. Luego, el comisario se iba a su casa,
solo, en su auto particular, sin siquiera su custodia, para que nadie
sospechara lo que estaba haciendo.
Después de la segunda tanda de diez
crímenes reinó la calma. Gutiérrez sabía que, como la vez anterior, era solo
una tregua y ese fue el detalle que comenzó a darle vueltas por la cabeza.
Alguna razón debía haber para esos periodos de tranquilidad.
Tal cual le había prevenido a su jefe llego
una tercera tanda de asesinatos, luego un periodo de calma de una semana y
sobrevino la cuarta ola. A estas alturas comenzó la reacción de la gente. La
venta de armas llegó a niveles record. Las armerías debían hacer una lista de
espera pues no daban abasto con los
pedidos.
Por el contrario se produjo un efecto insólito,
no solo por lo anormal sino también por lo inesperado. La inseguridad había
bajado notoriamente en la cantidad de hechos delictivos. Los ladrones, en
especial los más jóvenes, también tenían miedo de salir a la calle en horas
nocturnas influenciados por el temor general pues si bien entre las victimas había
solamente dos o tres delincuentes la secuencia de asesinatos no parecía un
trabajo de escuadrones de la muerte.
La policía tomó nota de estas novedades
y en las jerarquías se alegraron de poder disponer de más efectivos para
investigar los asesinatos. El inspector Gutiérrez insistía con su jefe en que
los periodos sin actividad eran la clave, además de las marcas en los dedos,
pero la realidad era que ni él comprendía el porqué. Solo le llamaban la
atención.
De pronto sucedió algo diferente, un
sacerdote de una parroquia de los márgenes de la ciudad conocido por su obra
benefactora entre los pobres sobrevivió al ataque de un desconocido en plena
calle. El individuo lo encaró de frente y lo apuñalo repetidas veces sin
siquiera cruzar palabra con su víctima. Fue evidente que se trataba de uno de
esos crímenes al azar por que el asesino intentó entintar sus dedos a las
apuradas creyéndolo muerto pero el cura tuvo la suerte de ser auxiliado a
tiempo y se repuso en el Hospital Argerich después de un par de semanas
internado.
Y tras esa cuarta tanda de crímenes todo
se detuvo. Pasó una semana, pasaron dos, pasaron tres y cuando se hubo cumplido
un mes todo parecía haber vuelto a la normalidad. Gutiérrez estaba seguro que
el fallo en el intento de asesinato del sacerdote era la clave. Por primera vez
el o los asesinos sufrían un fracaso en su larga lista. De alguna manera eso tenía
que ver con la detención del terror.
Pero la policía tenía treinta y nueve
casos por resolver y no había dado ni siquiera un paso en el esclarecimiento de
los hechos. Seguían como al principio. A ninguna de las victimas le encontraron
un pasado turbio, enemigos, conflictos domésticos, de política, de dinero o de
trabajo que pudieran justificar sus muertes.
Fuera de la preocupación policial la
gente recomenzó su vida rutinaria lentamente. Toda noticia tiene un periodo de
vida hasta que es reemplazada por otra. En este caso los problemas de la
economía del país ocuparon los titulares de los diarios y noticieros
televisivos.
Una
serie de diez muertos, otra serie de diez muertos, una tercera de diez muertos
y finalmente una de nueve sumaban treinta y nueve víctimas. Gutiérrez comenzó a
pensar que el número treinta y nueve tenía alguna significación. ¿Un mensaje en
clave para conspiradores políticos o una orden de carácter esotérico? Sin otra cosa
que se le ocurriera, cotejó los nombres de los barrios donde se cometieran los
crímenes y el orden en que se ejecutaran. Hizo lo mismo con los nombres de las
personas pensando que tal vez las letras iniciales escribieran un mensaje
oculto. Les dio vuelta del derecho y del revés, hasta consultó a un criptógrafo
que hizo el trabajo de analizar todas las posibilidades en una computadora para
abreviar en pocos días lo que a un ejército de personas le hubiera llevado
cientos de años. El resultado. Nada.
Era una tarde melancólica sobre Buenos
Aires. Caía una pertinaz llovizna que molestaba más que lo que mojaba. El cielo
cubierto de nubes grises predisponía a los pocos transeúntes a tratar de llegar
a sus casas y refugiarse frente al televisor o con un buen libro.
El individuo, con sombrero de fieltro,
traje gris e impermeable negro caminó por entre las tumbas del Cementerio de la
Recoleta. Lo hacía lentamente, tomándose el tiempo para leer algunas placas de
bronce en los frentes de las bóvedas. Era la única persona que transitaba por
los estrechos pasillos. En silencio, observaba a ambos lados cuando llegaba a
un cruce de senderos y luego continuaba, satisfecha su curiosidad.
Se detuvo en la esquina donde se
encuentra la bóveda de la familia Ortiz de Rozas, lugar donde están los huesos
del dictador Juan Manuel de Rosas. Se sonrió, no había lugar más apropiado para
encontrar a la persona que esperaba. Miró el reloj un par de veces empezando a
impacientarse y cuando menos lo esperaba una silueta, se detuvo a su lado.
-Creí que no vendría- Dijo quien
esperaba y al que llamaremos Sujeto A.
-Yo siempre cumplo con lo pactado,
palabra de caballero- Respondió el recién llegado al que llamaremos Sujeto B,
que no llevaba sombrero, por lo que era visible una frondosa cabellera, pero
vestía un largo impermeable marrón con las solapas levantadas.
Ambos sujetos estaban parados frente a
la tumba del dictador como si prestaran atención a las inscripciones de las
placas. Sin mirarse siquiera el Sujeto B sacó una pequeña cartera del bolsillo
del saco que vestía debajo del impermeable y dijo:
-Aquí esta lo convenido-
El Sujeto A ni siquiera se tomó el
trabajo de revisar lo que le entregaban y lo guardó en su saco. Después de unos
segundos de silencio respondió.
-Entonces, es hora de que cada uno se
marche por su camino-
-Yo creo que debería darme revancha- Manifestó
el Sujeto B y agregó -Sería de buenos deportistas-
El Sujeto A por primera vez giró la
cabeza y miró al otro individuo.
-Tiene usted razón. Sería de mal
deportista no darle otra oportunidad. Hagámoslo, con los mismos términos. Y…ya
sabe dónde dejarme mensajes para nuestro próximo encuentro-
Se
dieron la mano y cada uno marchó por su lado bajo la llovizna que no cesaba.
Gutiérrez se tomó el trabajo de cotejar
las huellas digitales de las víctimas. Creía que tal vez podrían tener algo en
común pero como había sucedido con sus otras investigaciones no obtuvo nada
concreto. La tarde en que el comisario Fernández lo visitó como era de
costumbre le dijo que renunciaba al caso. Que le diera otra tarea porque ya no
soportaba continuar así en medio de la gran incertidumbre que lo asolaba. Su
jefe se compadeció de él y le encomendó que junto con sus ayudantes se ocuparan
de los robos a autos y la actividad de los desarmaderos.
Fernández
tenia gran estima por su subalterno no solo por tratarse de una excelente
persona sino porque era un profesional sin la más mínima mala nota en su
expediente. Por ello le dio el trabajo, para que se mantuviera ocupado y no se
deprimiera por la falta de resultados. Gutiérrez se lo agradeció, pero en su
fuero interno aún tenía una mínima esperanza de lograr alguna pista
investigando en sus ratos libres.
El Sujeto A estaba sentado a la mesa en
una mugrosa fonda de Barracas. Bebía lentamente un vaso de vino y observaba a
los parroquianos, la mayoría estibadores y changarines, hombres fuertes y de
escasa instrucción. Los fue estudiando uno a uno, hasta que fijo su atención en
el más pequeño de estatura. Seguramente era tan fuerte como los demás y se
apreciaba en su cara cierta fiereza que no dejaría tranquilo a quien se lo
cruzara una noche en una calle oscura.
El hombre sintió la mirada del Sujeto A
y se turbó un poco. Lo primero que pensó fue que aquel individuo demasiado bien
vestido para esa zona de la ciudad lo estaba tratando de seducir. De inmediato
imaginó que podía seguir su juego y tener la posibilidad de sacarle unos pesos
por lo que le devolvió la mirada. Era lo que el sujeto A estaba esperando y con
un gesto imperceptible lo invito a su mesa.
-Buenas…- Dijo el changarin sin saber
que agregar.
-Hola, siéntese amigo- Respondió el
Sujeto A y con otro gesto le señalo la silla vacía.
-¿Gusta un trago?- Preguntó.
-Si usted gusta pagarlo- Balbuceó el
changarin.
El Sujeto A llamó al mozo y pidió dos
vasos más de vino y un choripán para su invitado. Una vez que le trajeron la
orden lo distrajo con una conversación intrascendente en donde dejaba traslucir
que lo invitaría su departamento. El obrero se tragó el anzuelo, no le
importaba acostarse con ese fulano con tal de que le diera algo de dinero. Lo
que no vio fue que el invitante dejo caer dos pastillas en su vino. Apurado,
como estaba, de hacer su negocio se tomó el vino de un trago.
Allí comenzó su pesadilla. Con la misma
calma y el tono pausado con que le hablara anteriormente el Sujeto A comenzó su
discurso.
-Amigo, el vino que usted se acaba de
tomar estaba envenenado y en pocos minutos comenzara a sentir los efectos del
veneno-
El changarin se rió pensando que era una
broma, pero el semblante serio del Sujeto A le convenció de que no lo era, y aún
más cuando sintió ganas de vomitar y salió corriendo al baño.
-Bien, vaya usted, pero no se escape, porque
yo soy el único que puede darle el antídoto-
Evidentemente, el susto pudo más que
cualquier otro razonamiento pues después de unos minutos el changarin volvió a
la mesa blanco como una hoja de cuaderno.
-¿Qué le hice para que me envenene?-
-Nada, se trata en realidad de lo que
debe hacer-
-¿Y qué debo hacer?-
-Algo muy sencillo, matar a dos personas
en un lapso de cuarenta y ocho horas, una vez que lo logre concurrirá aquí y yo
le daré el antídoto-
-Usted está loco-
-Y usted estará muerto si se pasa del
plazo-
-¿Y
cómo sabrá usted que he matado a alguien? ¿Me va a seguir?-
-No, usted llenara de tinta los dedos de
su mano derecha y le tomará las huellas dactilares a cada muerto con estos
elementos que le doy y yo lo cotejare con lo que digan las noticias- Dijo el
Sujeto A, entregándole con su mano enguantada un frasco de tinta y unas hojas
de papel.
-¿A quién debo matar?-
-A quien se le antoje, siempre y cuando
no sea un conocido o un pariente, y puede hacerlo de la manera que más le venga
en gana-
El changaran miró al Sujeto A, a pesar
de su mirada vidriosa, tratando de memorizar sus rostro pero aún en su
ignorancia sospechaba que el individuo debía estar maquillado o con algún
postizo que disimulara sus facciones. Se rindió ante lo inevitable.
-¿Cuándo comienzo?-
-Ya mismo le aconsejaría, no olvide que
el veneno comenzó a hacer efecto en su cuerpo-
Y no pudo decirle más, el changarin se
levantó nuevamente para ir al baño a vomitar. Cuando regresó dijo.
-Pasado mañana a esta hora lo quiero ver
aquí con el antídoto-
-Tiene mi palabra, y a usted no se le
ocurra avisar a la policía, pues entonces es hombre muerto-
El changarin salió precipitadamente del
bodegón mientras el Sujeto A sonreía de satisfacción. El muy estúpido ni
siquiera tuvo curiosidad por saber los motivos del insólito pedido.
Cuarenta
y ocho horas después, el changarin, pálido y descompuesto, llegó como pudo al
bodegón y le entregó los papeles con las huellas al Sujeto A que tranquilamente
lo esperaba. A cambio recibió un frasco con solo dos pastillas que se tragó de
una vez sin demora. Sintiéndose mejor huyó lo más rápido que pudo.
Así fue que cuando todo parecía haber
vuelto a la normalidad, recomenzaron los crímenes de “los dedos pintados” tal
como comenzaron a llamarlos los periodistas cuando trascendió el único punto en
común que tenían. Los primeros casos fueron en Barracas, lo demás por otros
barrios de la ciudad.
Fernández volvió a llamar a Gutiérrez
para que se ocupara de la investigación. El inspector ya era más conocido en
los niveles superiores de la fuerza porque en medio del periodo de tranquilidad
respecto a los crímenes, había desbaratado una enorme red de traficantes de piezas
robadas de autos y los sitios en donde se las comercializaba.
El comisario general le encomendó
directamente el trabajo y dispuso para él una importante cantidad de efectivos,
tanto de investigaciones como personal uniformado de calle. Pero todo era en
vano. Se sucedieron las muertes casi rutinariamente hasta el día nueve porque
cuando debía aparecer la décima víctima no sucedió nada. Hubo algunos ataques a
varias personas, de algunos se esclarecieron los motivos, clásicos, femicidios,
problemas de dinero entre socios, robos. Solo tres de ellos parecían pertenecer
a la macabra serie pero las victimas habían salvado su vida y ni siquiera
intentaron mancharle los dedos por lo que quedaron sumergidos en el misterio.
De
nuevo nueve víctimas. Era de esperar que volviera la calma. No fue así. Una
semana después recomenzó el drama.
El Sujeto B, vestido elegantemente,
miraba con sus prismáticos a los cuidadores de caballos en los studs del Hipódromo
de Palermo. Esos hombres habituados a manejar bestias corpulentas debían tener
la fuerza necesaria para su propósito. Haciéndose pasar por dueño de caballos
se acercó a uno de ellos que cepillaba prolijamente las crines del animal.
-Hola amigo- Dijo sin preámbulos.
El otro lo miró desconfiado, era
habitual que aparecieran individuos prestos a poner unos pesos para dopar o
estimular a determinado caballo y después influir en las apuestas. Siguió
cepillando mientras esperaba que el recién llegado delatara sus intenciones. No
tuvo que esperar mucho.
-Vea amigo, soy dueño de varios caballos
que quiero hacer correr en los hipódromos de la Capital y ando buscando gente
de confianza y experiencia para cuidarlos. No conozco mucho de este ambiente y
por eso recurro a quienes ya están habituados-
El cuidador bajó la guardia y se aprestó
a escucharlo.
-Vea, estoy dispuesto a pagar lo que sea
para tener un equipo de cuidadores y vareadores. Dígame cuanta gana usted-
-Quince mil- Contesto lacónicamente el
cuidador.
-Le ofrezco el doble, ya mismo-
La tentación ganó al empleado y sin
pensarlo dos veces estrechó la mano del Sujeto B.
-Venga, vamos a festejarlo- Sugirió el
Sujeto B y de inmediato fueron a la confitería del Hipódromo a tomar algo.
La escena posterior fue casi calcada de
la del Sujeto A en Barracas. Cuando el
cuidador, presa de los vómitos y los dolores de estómago aceptó el frasco de
tinta y los papeles casi cae al suelo ahí mismo, pero se repuso y logró
avisarle a un compañero que se iba por que repentinamente se sentía mal,
encargándole el resto de trabajo a realizar.
Los
primeros crímenes de este sexto capítulo comenzaron como es de imaginar, en los
bosques de Palermo. Cuarenta y ocho horas después el cuidador recibía el frasco
con el antídoto de parte del Sujeto B en una de las puertas del Rosedal, tal
como lo habían convenido.
La cuarta tanda de crímenes culmino en
diez días. El Inspector Gutiérrez y toda la plana policial, dicho sea de paso,
estaban tan desconcertados como al principio. La única diferencia del avezado
investigador con el resto de sus colegas era que el había imaginado que
sucedería y que terminaría en el plazo que pensaba y que era muy probable que
no se repitiera. Ese pensamiento se le apareció en la mente cuanto hizo un
cotejo de las tandas ocurridas hasta ese entonces. Había sucedido una de diez crímenes
y luego otra de diez crímenes. El comenzó a sospechar sin ninguna prueba que lo
respalde pero en base a su intuición de viejo policía que una era en respuesta
de la otra. Luego sucedió una de diez crímenes y su respuesta. Pero esta solo había
tenido nueve crímenes por el sacerdote salvado de morir. El lapso esta vez fue
mayor y pareció detenerse, pero recomenzó con solo nueve crímenes. Gutiérrez
sabía que debía suceder la contraparte con otra ola de asesinatos.
Y
así fue. Otros diez crímenes sin relación entre las víctimas ni ninguna otra
cosa que diera la pauta del porqué de sus muertes.
El ultimo asesino improvisado que el
Sujeto B había enviado a su misión se encontró con él en la entrada del Pasaje
de la Piedad. Le entregó el papel con las huellas dactilares de sus dos víctimas
y el Sujeto B le dio una pastilla antídoto del veneno que le había administrado
cuarenta y ocho horas antes. El asesino se la tomó sin necesidad de un líquido
que le facilite su ingesta.
-Bien, ahora usted ya está a salvo de
morir envenenado. Ha hecho lo que le pedí y puede irse. Pero recuerde, ni una
palabra con la policía, lo único que lograra será ir en cana de por vida y nada
más porque nadie creerá su historia. No hay ninguna prueba que nos relacione.
Así que…adiós y buena suerte con su conciencia-
El individuo no esperó a escuchar las últimas
palabras del Sujeto B pues ya estaba huyendo de su lado tan rápido como podía.
Su vida, como la de otros veintiocho se convertiría en un infierno en la tierra
y es de sospechar que varios de ellos no pudieron cargar con sus culpas y se
quitaron la vida y otros terminaron en instituciones psiquiátricas o con un
analista por lo menos.
El Sujeto B regresó a su casa y de inmediato
se puso a cotejar las huellas digitales en un gigantesco libro donde estaban
todas las de los habitantes del país. Las primeras correspondían a una mujer de
apellido González, maestra de jardín de infantes, pero cuando cotejó la otra
quedo espantado. Eran del retirado Coronel Sagasti, su viejo amigo del
Regimiento de Infantería 3, o sea aquel con quien había hecho la competencia de
crímenes, o sea el Sujeto A.
El
retirado Teniente Coronel Benigno, o sea el Sujeto B, estaba desolado. Jamás había
pensado, ni él ni su contendiente que uno de ellos terminaría siendo víctima de
su juego macabro. Y además, habiendo ganado en esta tanda de crímenes no tenía
a quien cobrarle la apuesta. No se podía aparecer así de improviso en la casa
de la viuda de su amigo a decirle: Mire mujer, su marido me debía unos pesos.
Por varios días estuvo encerrado en su chalet ubicado en un barrio privado
acuciado por la culpa. Después de casi un mes en que se había abandonado a sí mismo.
Flaco, demacrado, con la barba crecida y al borde de sus fuerzas creyó que era
hora de hacer algo.
Gutiérrez y toda la fuerza policial
estimaron que la serie de crímenes había concluido. Había pasado todo ese mes
en que, al mismo tiempo, el Sujeto B estuvo recluido en su casa. Para las
autoridades era una expresión de deseos que todo acabara pero el inspector
seguía pensando que la relación entre las series de asesinatos y el número de víctimas
tenía algo que ver para tanto tiempo sin novedades. Las noticias sobre otros
hechos, políticos o del chismerío barato, ya habían ocupado las portadas de los
diarios y los noticieros de televisión. La gente comenzó a preocuparse más por
el costo de vida que por la posibilidad de ser asesinado y la delincuencia común
recomenzó a hacer de las suyas por las calles oscuras.
El comisario Fernández convenció a su
subalterno que ya nada se podía hacer y éste se dedicó a desmantelar el puesto
que había montado en su casa. Guardó en cajas todos los papeles que juntara, desde
recortes de diarios hasta sus propias anotaciones. El año estaba terminando y
era mejor ocuparse de las compras para las fiestas.
Y de pronto, cuando nada lo hacía
presagiar apareció una víctima con los dedos entintados. La alarma cundió
nuevamente. Fernández envió sin demora a Gutiérrez a la escena del crimen. Este
se había cometido en la calle Bartolomé Mitre, aledaña al muro que la separaba
de las vías a pocas cuadras de la Estación Once, un sitio oscuro por el que
nadie solía transitar después de cierta hora. El individuo tenia puesta ropa de
buena calidad, traje, corbata italiana, gabardina y un sombrero de fieltro. El
forense indico que la hora del crimen había sido en plena noche. ¿Qué hacía por
allí un individuo tan bien vestido? ¿Acaso no sabía a lo que se exponía? Fue
evidente que el móvil no era el robo, además de la seña inconfundible de sus
dedos marcados. Le habían disparado un certero tiro en la cabeza con orificio
de salida. Su muerte habría sido inmediata.
Los
ayudantes de Gutiérrez juntaron las pertenecías del muerto, una billetera de
cuero con dinero y documentos, un celular y un sobre blanco cerrado. Así fue
que se enteraron que la víctima era el Teniente Coronel Benigno. En el sobre había
una lista de nombres y fechas. Cincuenta y ocho nombres para ser exactos.
Divididos en dos columnas. Gutiérrez no se demoró nada en cotejar la lista con
los nombres de todos los asesinados. Coincidían totalmente. En cada uno de los
encabezamiento de las columnas había un apellido, Sagasti y Benigno. Le fue
fácil asociar al inspector el nombre de Sagasti con uno de los asesinados
después de eso y a pesar de todas las pruebas no acababa de armar el
rompecabezas. Y sobre todo no sabía si asociar o no el nombre este último
asesinado con de Benigno que figuraba en el papel.
Un solo día pasó para que se presentaran
novedades. Gutiérrez recibió una llamada del Hospital Posadas. Cuando atendió
se encontró con la voz de un médico que le urgía que fuera por el nosocomio
pues tenían internado a un individuo que decía haber cometido un crimen. Fue lo
más rápido que pudo. Acompañado por un enfermero entró en la habitación donde
el sujeto gritaba sin parar rogando que le dieran un antídoto y que confesaría
todo lo que hizo. Gutiérrez le pregunto al médico si podía interrogarlo y éste
le contestó que sí.
Urgido por su desesperación el hombre
contó que lo había abordado un individuo bastante mal vestido que después de
pagarle un vino en una fonda le dijo que había sido envenenado y que para
conseguir el antídoto debía asesinar a una persona.
-Se imagina que no podía pensarlo dos
veces- Contó y agregó – Me dijo que mi victima estaría en la calle pegada a la
vía vistiendo gabardina y sombrero. Fui a la hora indicada, le disparé un tiro
en la cabeza y le entinte los dedos tal como me ordenó pero cuando corrí a
buscar mi antídoto en el sitio donde habíamos quedado, el sujeto no apareció ¡y
yo me estoy muriendo!-
Gutiérrez comprendió como obligaban a la
gente a matar.
-Entonces deben andar por ahí varios
asesinos involuntarios dando vueltas si realmente le dieron el antídoto- Le
dijo al médico.
-Sí, seguro que deben andar por ahí, si
le dieron lo mismo que a este, solo jarabe de ipecacuana, un vomitivo que no le
causara más que unos dolores de estómago y un buen susto- Replico el doctor.
El
verdadero motivo de aquella secuela de asesinatos murió con el Teniente Coronel
Benigno.
Alexia Montes. Mayo 2018
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