Soy de esos que están convencidos que homosexual
se nace y que cualquier cosa que nos suceda no hará más que reforzar o sacar a
la luz esa pasión escondida. A los que no han nacido homosexuales cualquier
intento de abuso sexual los puede traumar de por vida pero a nosotros no. Tarde
o temprano vamos a descubrir que este es nuestro destino.
Yo comencé a sentir esa sensación a los diez años,
cuando me vestí por primera vez con las ropas de mi madre o las de mi tía y
mientras me escondía para ponerme sus corpiños, sus bombachas y sus medias de
nylon me imaginaba una seductora mujer enamorada de los hombres.
En un primer momento mis pensamientos solo pasaban
por una atracción platónica. A los doce años, un vecino que descubrió mi
secreto comenzó a acosarme insistentemente proclamándose mi novio y fue en su
casa que, vestido con lencería de su madre y en complicidad con su hermana que
nos dejó encerrados con llave en el dormitorio principal, me obligó a saborear
su pene hasta derramar todo su semen en mi inexperta boca. Ese fue mi verdadero
inicio. Muchas veces debí complacerlo ante su extorsión de contarle a todos los
conocidos que yo era puto y cada vez que había oportunidad lograba que me
convirtiera en su amante sumiso.
Lo que nunca hizo fue penetrarme lo que exacerbó
mi curiosidad por saber que se sentía pero no pude averiguarlo pues se mudó de
barrio dejándome con la duda. Esa inquietud hizo que decidiera explorar esa
sensacione y un día, vestido con un camisón de mi madre me introduje un palo de
escoba untado en manteca en mi ano lo que me hizo eyacular sin siquiera haberme
tocado. Fue como tocar el cielo con las
manos y ese nuevo placer fue tan fascinante que me hizo repetirlo una y otra
vez aprovechando cuando me quedaba solo en casa necesitando cada vez más ese
goce profundo, para el cual me vestía con prendas femeninas.
Transcurrí todo el colegio secundario tratando de
que no se notara mi deseo por los hombres pues eran épocas difíciles para salir
del closet. En esos cinco años no tuve el más mínimo contacto con un cuerpo
masculino y solo lograba saciar mi ansiedad en esas placenteras masturbaciones
en mi casa. Pero algo debieron sospechar mis compañeros, o tal vez solo fue
casualidad lo que motivó que en la reunión de egresados que hicimos en la casa
quinta del padre de uno de ellos terminé en la cama matrimonial, desnudo y
siendo penetrado una y otra vez por quince jóvenes ávidos de vaciar su esperma.
Confieso que no me resistí, fui yo mismo quien se quitó toda la ropa cuando
advertí sus intenciones. Gocé y me gozaron. Sentí que había llegado por fin a
lo que más deseaba.
Lo sorprendente fue que no termine enemistado con
ninguno. No me senti indignado por lo
que me habían hecho. Aquellos que volvi a ver después de la graduación jamas me
molestaron ni se burlaron de mí. Las ocasiones en que se cruzaban nuestras
vidas me permitían saber que mientras yo estaba feliz liberado de todo miedo y
acostándome con cuanto hombre me cruzaba por el camino, ellos en cambio se
quejaban de sus infelices matrimonios. Incluso llegué a pensar que hasta
sentían un dejo de envidio por mi libertad.
Paralelamente
mi pasión por travestirme iba en aumento. Solía andar por la calle vestido con
inquietantes minifaldas o pantalones muy ajustados lo que me permitió seducir a
quien se me antojaba y terminaba invariablemente en la cama de un hombre
satisfaciendo su deseos, los que se les ocurriera porque además me encantaba
jugar el rol de mujercita sumisa y obediente, lo que hacía a medias pues no
podía contenerme y de pronto era yo quien tomaba la iniciativa haciendolos
excitar aún más de lo que estaban.
Dado que mi trabajo de decorador y creador de
escenografías para obras de teatro me permitía libertad en cuanto a mi aspecto
me dejé el cabello largo lo que me evitaba el uso de pelucas que, a veces,
volaban de mi cabeza en plena relación sexual. Pronto tuve una larga y frondosa
cabellera negra azabache que llamaba la atención aun vestido de hombre.
Unos años después comencé a explorar los sitios
gays donde solía concurrir en mi versión femenina a buscar aunque fuera un pene
que alegrar en los pasillos o en los baños para luego, si no conseguía algo más,
volver a mi casa y con un enorme consolador que me había comprado satisfacerme
hasta eyacular. En una de esas recorridas me encontré con dos de mis antiguos
compañeros de secundario que no me reconocieron hasta que les dije quien era.
Pasada la sorpresa mutua me confesaron que andaban en busca de putos para
pasarla bien.
Hablamos de tiempos idos y de todo el resto de
quienes fueran los alumnos de aquella división. Y estando parados al costado de
la barra con nuestras ultimas cervezas de la noche acordamos que nos tomaríamos
los tres juntos una quincena en Las Grutas.
Fue una experiencia formidable. De acuerdo con
ellos, realize el viaje hecho toda una mujercita. Tuvimos relaciones desde la
cama del hotel hasta las playas solitarias alejadas de la ciudad. Me penetraron
tantas veces que perdí la cuenta, cumpliendo mi fantasía de ser sometido por
ambos a la vez. Cuando regresamos a Buenos Aires nos despedimos con la promesa
de un reencuentro pero jamás los volví a ver.
Como mi situación laboral mejoraba constantemente
abandoné el estrecho departamento que habitaba para comprar uno muy espacioso
en la zona de Recoleta con un gran balcón a la calle y varias habitaciones al
punto que una la convertí en mi dormitorio, otra mi estudio y la tercera en el
vestidor de mi parte femenina con enormes placares rebosantes de ropa. Me
sentía muy cómodo en ese lugar sin saber cuánto influiría en mi futuro. El
edificio tenia pocos departamentos, solo dos por piso, yo habitaba el del
frente del octavo y del otro lado del pasillo estaba el del contra frente.
Una tarde, mientras conversaba con el portero en
el hall de entrada, la vi por primera vez. Era una mujer impresionante, alta,
morocha, cuerpo bien modelado aunque sin exagerar, cabello muy corto y cara de
muchachito andrógino. Jamás me detengo a mirar las mujeres, salvo para ver cómo van vestidas
pero en esta ocasión no podía dejar de observarla. Había algo en ella que me
atraía, quizá fuera la parte varonil de su aspecto pero el hecho fue que ya no
pude apartarla de mi mente. El portero, dándose cuenta que me había llamado la atención me informó de
inmediato como siempre lo hacen los porteros. Me dijo que era la del octavo B,
o sea mi vecina de piso.
Encontré a mi vecina varias veces por distintos
negocios del barrio o en la vereda. Ella me ignoraba, tal vez porque no supiera
de nuestra vecindad y francamente no me animaba a decirle algo pues su
presencia paradójicamente me cohibía. Por supuesto que no tenía ninguna
intención sexual con ella solo pretendía que confraternizáramos un poco por ser
vecinos de piso.
Una noche, en uno de esos boliches a los que voy travestido
en busca de aventuras, sucedió que para mi sorpresa la descubrí conversando con
otra mujer a un costado de la pista de baile. La observé desde mi posición y aunque no estaba muy expuesta a su vista de
pronto me di cuenta que me miraba insistentemente. No pude soportar la forma en
que sus ojos me taladraban y después de un par de segundos baje la vista y me
hice el distraido como si no hubiera notado su actitud.
Dos cosas podía ser mi enigmática vecina, o una
lesbiana o una travesti. Interrogué al portero pero no supo que decirme salvo
que jamás la había visto entrar al edificio con un hombre o con una mujer.
Pasó un tiempo en que vestido de varon me cruzaba
con ella sin lograr que me dirigiera una mirada aunque fuera por curiosidad y
ya estaba por rendirme ante su indiferencia cuando volví a encontrarla en el mismo boliche. Yo, vestido de mujer, estaba
siendo acosado por un muchacho muy apuesto empeñado en llevarme a su casa y
cuando estaba por darle el sí sentí aquella mirada inquietante. Esta vez era ella la que estaba sola y con
una copa en la mano hasta parecía que se sonreía. Yo no estaba dispuesta a
perderme la noche que me esperaba y acepté la invitación de mi pretendiente.
Pasé una noche maravillosa. Mi amante resultó ser
una persona muy educada y amable, me hizo sentir de maravillas y yo le correspondí
siendo lo más sensual que pude para satisfacerlo. Pero por alguna razón que no
me explicó, tal vez el miedo a ser descubierto, me llamó un taxi a las cinco de
la mañana y tuve que irme. Su gesto caballeroso
me salvó de penar en la calle esperando un transporte sobre todo porque estaba
lloviendo. Un domingo para ver la televisión o terminar alguno de los libros que
tengo en la mesita ratona de mi estudio,
pensé.
Entré en el edificio, tomé el ascensor y bajé en
mi piso. Cuando estaba por poner la llave en la puerta sentí que se abría la
del departamento vecino. No pude menos que volver la vista hacia allí y vi
a mi vecina, vestida solo con un ajustadísimo body rojo y unas pantuflas con
plataforma color rosa, que me miraba sonriente.
-Hola vecina- dijo aun con su sonrisa en los
labios.
-Hola- fue lo único que atiné a decir. Ella
comenzó a caminar por el pasillo hacia mí
y cuando estuvo cerca dijo.
-¿Recién llegas? Se ve la pasaste bien con el
muchacho que te fuiste del boliche-
-Si- fue mi única respuesta.
-¿Cuántos polvos te echó?-
-Dos-
-¿Toda una noche para diez minutos de placer?- Insistió
como burlándose de mí.
-Es lo que hay- dije resignado mientras jugaba con
la llave entre mis dedos.
Pero ella detuvo mi mano y se acercó más. Sin que
yo pudiera hacer nada por evitarlo me tomó de la cintura y sorpresivamente me
dio un beso en la boca obligándome a abrirla para penetrar su lengua. Me rendí
instantáneamente, la dejé hacer, rodeó mi cintura con sus dos brazos y continuó
besándome. Cuando terminó me dijo.
-Yo puedo darte un placer que los hombres no
pueden. Puedo penetrarte durante horas hasta que ya no puedas más. ¿Algún
hombre te hizo eso?-
-No, seguro que no- dije azorado mientras trataba
de adivinar como podía lograrlo. Pero no tuve que espera mucho por la respuesta
-Tengo un dildo que puede hacerte feliz, veni a mi
casa, total, el día no da para andar por la calle y podemos disfrutarlo sin
problemas de horario. ¿Aceptas?-
Por su puesto que acepté. Mientras ella me llevaba
de la cintura caminé los pocos metros hasta su departamento. Entramos. Me guió
directamente al dormitorio. Allí encontré una enorme cama matrimonial con
sabanas de seda y una colcha de pelos larguísimos adornada con una gran
cantidad de almohadones.
-Sacate la ropa que quiero verte en lencería- me
ordenó y yo sumiso obedecí.
Esa fue la primera señal de cómo iba a ser nuestra
experiencia, ella mandaba y yo aceptaba lo que me imponía. Me saqué la blusa y
la minifalda, quede en tanguita y corpiño, después me saqué los zapatos de taco
aguja y me paré ante ella.
-¡Vaya! Sos muy bonita- Exclamó y comenzó a acariciarme,
tomándome de la cintura primero y mientras me besaba apasionadamente sus manos
se deslizaron luego a mis glúteos a los que pellizcó para luego darme un par de
nalgadas. Estaba claro que iba a ser su esclavo. Me lo dejó bien claro cuando
me lo dijo.
-Aquí mando yo, vamos a hacer todo lo que yo diga
y cuando yo lo diga. Vos vas a tener que complacerme y yo, como premio, te voy
a dar la cogida que jamás tuviste-
Asentí en silencio. Era todo lo que podía desear.
No me haría la sumisa, iba a serlo de verdad. Sentí que no podía hacer otra
cosa más que obedecerle sin imaginar que querría de mí.
Fue un largo domingo, afuera llovía y en el departamento
de mi vecina experimenté nuevas sensaciones. Ella continuó con su body rojo
puesto mientras yo vestía solo un corpiño negro y una diminuta tanguita. Lo
primero que hizo fue besarme apasionadamente durante largos minutos. Me penetraba
con la lengua en mi boca o me recorría la cara con ella. Se abrazaba fuertemente
a mi haciéndome sentir débil y entregado por completo, luego me ordenó que le
mordiera los pezones y después de dar varios grititos de placer y dolor me fue
llevando la cabeza hasta su pubis. Era la primera vez que iba a tener delante
de mí una vagina. De pensar esa situación anteriormente me hubiera dado asco
pero esta vez obedecí sin pensarlo y me vi metiendo mi lengua en esa caverna de
sabor acre sintiendo que ese gusto era más delicioso que el que emana de los
hombres. Mi vecina seguía gimiendo de placer y se revolvía sin cesar. Era
evidente que yo estaba haciendo bien mi trabajo. Pasó otro rato y la siguiente
orden fue que le besara los pies y sentí como si hubiera querido hacer eso
durante toda mi vida pues no solo se los besé sino que los lamí con fruición y
me metí cada dedo en la boca, uno por uno, gozando como nunca. Era mi manera de
demostrarle mi adoración. A estas alturas ya sabía que me tenía por completo
bajo su poder y que podía ordenarme lo que quisiera.
Y eso hizo, me sentó en el borde de la cama, tomó
dos broches de la ropa y corriéndome el corpiño me los puso en los pezones. Yo sabía
en que acababa eso pues lo suelo hacer siempre cuando me masturbo. Al principio
no se sienten pero con el paso de los minutos el dolor se va haciendo intenso
hasta volverse insoportable y me los saco cuando ya no los tolero pero en esta
ocasión debía soportarlos hasta que ella me los quitase. Tras eso me obligó a
acostarme en la cama boca abajo y tomando mis manos me las sujetó con esposas
al cabezal de la cama, luego con cuerdas hizo lo mismo con mis pies los que ató
al pie de la cama. Se colocó sobre mí y me pegó una cinta de embalar en la boca
amordazándome por completo. Tras dejarme en esa posición fue a un costado de la
habitación y se colocó un arnés con un enorme dildo que al verlo me pareció que
me iba a partir en dos, pero, ademas traía en la mano un pedazo corto de
manguera con el que comenzó a golpearme en los glúteos. Yo gozaba con el
castigo y cada vez que sentía el golpe deseaba otro más y otro más. Quería sentir
el dolor. Deseaba que no se detuviera.
Dejó su juego después de un rato y acostándose
sobre mi metió su lengua en mi ano unos minutos lo que me llevó al extasis,
luego tomó un pote con crema, se embadurnó los dedos y me los introdujo abriéndomelo
con fuerza.
-Aquí va tu premio por ser tan sumisa- dijo y de
pronto me metió ese enorme dildo con más fuerza que si fuera un hombre. Yo
quería gritar de placer y dolor pero me era imposible. Y así fue que durante
una hora me penetró salvajemente, entrando y saliendo mientras me susurraba al
oído.
-Acá tenés tu premio putita-
El placer que le provocaba someterme le produjo
varios orgasmos, creo que veinte por lo menos y cuando, agotada, se tiró a un
lado en la enorme cama, sentí que mi ano había quedado dilatado y dolorido. Se levantó,
se sacó el dildo y volvió a la cama.
-No te creas que te voy a soltar, ahora sos mi
prisionera y voy a hacer cuanto quiera con vos-
Y lo hizo, todo ese domingo me sometió como nunca
me habían sometido antes. El dolor de mis pezones era insoportable. Cuando ya era
casi la noche me soltó y después de sacarme la mordaza me dio un gran beso y me
dijo
-Ahora vas a ser mi novia-
Y así fue que me convertí en su novia. No solo pasábamos
largas en su departamento teniendo sexo mientras me sometía, me castigaba y me humillaba en
privado sino que me obligó a ir travestido a las reuniones con sus amigas
lesbianas donde se jactaba ante todas y delante de mí, cómo me dominaba y ellas
seguramente se hacían la película imaginándome atado en la cama satisfaciendo
sus deseos.
Solía acompañarme a mi trabajo en el teatro donde
todavía iba vestido de hombre. A mis compañeros y empleados les sorprendió verme
con una mujer. Pero cuando decidió que también debía ir travestido a trabajar a
nadie le sorprendió. Mis compañeros ya sabían de mi afición a la ropa de mujer así
que pronto comprendieron quien era quien en esa relación.
Pasábamos fines de semana en su casa quinta en las
afueras. Esos días, lejos de la ciudad parecían exacerbar su deseo sádico y me
sometía a toda clase de humillaciones y castigos que no me animo a contar pero
que producían en mí un inmenso placer como nunca antes había experimentado.
Finalmente sucedió lo esperado. Ella me amaba, a
su manera pero me amaba. No podía estar lejos de mí y cuando no estaba
torturándome en la cama se convertía en una mujercita dócil atenta a mis
deseos. Y como me amaba me pidió que me convirtiera en mujer, más allá de solo
travestirme. Me convenció de ir a un endocrinólogo para comenzar a tomar
hormonas. No me pidió que me hiciera los senos, que de toda manera comenzaban a
insinuarse por el tratamiento ni una operación de cambio de sexo solo porque
sabía de mi terror ante tales intervenciones. Pero con las hormonas fue
suficiente y pronto mi cuerpo fue modelándose a su gusto, y el mío, no puedo
negarlo.
El nuevo
documento con el nombre femenino que me elegí fue el siguiente inevitable paso.
Y ahora aquí estoy, vestida de blanco como corresponde a una novia, esperando
el momento de la ceremonia y esperándola a ella que también lucirá un vestido
de novia igual al mío. Nos vamos a casar. Voy a ser su esclava de por vida.
¿Qué más puedo pedir?
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