Yo sabía que no debía
relacionarme con aquella mujer. Era un monumento de largas piernas y senos
desarrollados. Altiva, dominante, con su largo cabello color violeta volando al
viento como los sensuales personajes del animé japonés. Su falda era
proporcionalmente inversa al largo de su cabellera y las botas bucaneras que
calzaba siempre, eran una invitación a considerarla una ama y pertenecerle por
siempre.
Yo sabía que no debía y sin
embargo la tentación de caer a sus pies fue más fuerte que toda prudencia. Más
fuerte que los consejos de mi amigo Emilio. Claro, que podía saber él si
llevaba tiempo rutinariamente casado y olvidado de todo afán de aventura.
El caso es que un día la
abordé en la calle. Ya ni recuerdo que excusa usé para detenerla y conversar. Me
miró a los ojos firmemente y dijo.
-No soy lo que piensas-
Y se alejó por la vereda
ignorándome, como si yo no existiera.
Pero yo no había pensado lo
que ella creía. Yo la amaba y estaba seguro que haría todo lo que me pidiera si
correspondía a mi amor.
Pasaron los días, las
semanas, los meses. El calor del verano fue sustituido por la melancolía del
otoño, este, a su vez, por la inclemencia del invierno, luego el colorido de la
primavera y finalmente el termómetro volvió a subir en la escala y yo seguía
allí, observando a esa mujer, a veces desde la ventana, a veces en el zaguán
según la temperatura ambiente y mi invariable temperatura interior.
Ella continuaba su rutina.
Los días de semana trabajaba en la mercería de doña Ana, una viejita que ya no
estaba para tener paciencia con los clientes. Los sábados iba al supermercado
de los chinos y por la noche se engalanaba para ir a bailar regresando casi de
madrugada. Los domingos regaba los malvones de la terraza y parecía no haber
hombres a su lado.
Y yo continuaba amándola con
todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con toda mi imaginación. Fui tan
consecuente con ella a pesar de su rechazo que olvide al resto de las mujeres.
Habiendo notado en el estado de melancolía en que me hallaba sumido, en vano
mis amigas insistían en ir a bailar, a la playa o simplemente a ver una
película. Mis amigos se cansaron, luego de prolongada insistencia, en
presentarme hermanas, primas o parientas lejanas.
Yo seguía obsesionado por mi
vecina de cabellos violeta.
La seguía todos lados. Ella
ya no se sorprendía de mi acoso. Intentaba hablarle en cuanta ocasión se
presentaba utilizando cualquier pretexto. Pero ni siquiera me contestaba, solo
esbozaba una leve y casi imperceptible sonrisa, tan mínima que ni alcanzaba a
ver sus dientes y me daba la espalda.
El tiempo continuó pasando
inexorable. Yo estaba sintiendo que la fuerza de los años jóvenes estaba
comenzado a abandonarme poco a poco. Claro, todavía me sentía fuerte y robusto
pero era de suponer que mi pasión atormentada y amordazada era lo que me hacía más
débil.
Y un día pasó lo tan
anhelado. Volvía del trabajo, de la rutina alienante de todos los días cuando
en una esquina me tropecé de frente con el objeto de mis sueños. Ella estaba
tan hermosa y sensual como siempre. Radiante, joven, con su piel brillante y su
larga cabellera. Era la primera vez que tocaba aquel escultural cuerpo. La
sangre afloró en todas mis terminales arteriales. Un calor progresivo subió
desde mis pies hasta mi frente. Era evidente que ella sentía algo parecido.
No fueron necesarias las
palabras. Hizo dos pasos, se volvió girando la cabeza con toda voluptuosidad
haciendo danzar su cabello violeta en el viento y ese gesto me bastó para saber
que debía seguirla.
En pocos minutos estábamos
en la puerta. Abrió, me hizo pasar y allí pronunció las primeras palabras
invitándome a esperarla en el living. Aguardé de pie por que la impaciencia me
impedía relajarme. No sé cuánto tiempo pasó pero de pronto oí su voz.
-Ven, ven al dormitorio- me
decía.
Si saber dónde era le
pregunté casi a los gritos.
-Donde está la luz roja- Me
contestó.
Y seguí la luz. De pronto
todo, paredes, cielorraso, los muebles, parecían haberse vuelto rojo por efecto
de las bombitas de la lámpara de techo y la de la mesita al lado de la cama.
Ella estaba de pie, en medio
de la habitación. Altiva y desafiante. Cubierta apenas por un baby doll negro
con puntillas, portaligas y medias del mismo color, pero lo que me llamó la
atención fue que llevaba puestos guantes, seguramente de seda por su brillo. Al
principio me pareció un detalle exótico y pensé que se los iba a sacar pero no
lo hizo.
Me acerqué y la tomé de la
cintura. Contrariamente a lo que me imaginaba ella se dejó llevar. Ya no era la
ama dominante que llenara mis sueños. Como en una danza previamente
coreografiada acompañaba mis movimientos con gracia y exuberancia. Movía los
brazos y las piernas como siguiendo una música inaudible.
Y yo acrecentaba mi pasión.
Me aferraba a sus miembros temiendo que se desvaneciera en el aire y que todo
aquello que estaba pasando era solo un sueño. En ese baile llegamos al borde de
la cama. Ella cayó lentamente, flotando en el aire y yo encima de ese hermoso
cuerpo que se fundía con el mío. Nos besamos, nos acariciamos, nos buscamos
aquellas partes que exaltan la más dulce sensación. Nos saboreamos, nos
bebimos. Nos confundimos, nos entregamos. Ella gritó de placer, de su placer
animal y yo le hice coro como los lobos cuando se buscan en la llanura.
Tras la guerra llegó la paz.
El regreso a la respiración normal y a pensar con la cabeza y no con la piel.
Ella se puso de pie, yo permanecía acostado y en ese momento reparé en sus
guantes nuevamente. Le pedí que se los sacara. Se negó. Dijo.
-No puedo tocarte la piel
con mis dedos al descubierto cuando hago el amor-
-¿Por qué?-
-Mejor no preguntes y
acéptalo así-
Largué una carcajada, la
tomé de los brazos y la hice caer nuevamente sobre la cama. Le quité los
guantes a pesar de su resistencia y la tenté a hacer el amor. Ella no intentó
otra defensa ante mi arrebato y se dejó llevar por su deseo. Mientras nos
fundíamos, ella, desesperadamente me recorría el cuerpo con sus manos. Y yo
sentía el fuego de su locura.
De pronto la magia se acabó.
Dijo que ya basta y que debía irme. A pesar de mis protestas me llevó hasta la
puerta de calle. Cuando llegué a mi casa
y decidí darme una ducha lo que vi en el espejo me llenó de horror. En toda la extensión
de mi piel estaba grabadas decenas de veces las manos de aquella mujer
delatando donde me acariciara con delicadeza o donde me apretara con todas sus
fuerzas. Nada de mi cuerpo le había quedado sin explorar y allí estaba la maldita
prueba. Jamás pude quitarme esas marcas a pesar de todo lo que intenté. Quedaron
como un recuerdo inevitable pues, además, nunca la volví a ver.
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