Monday, October 16, 2017

RELATOS EROTICOS. "LAS MANOS"

Yo sabía que no debía relacionarme con aquella mujer. Era un monumento de largas piernas y senos desarrollados. Altiva, dominante, con su largo cabello color violeta volando al viento como los sensuales personajes del animé japonés. Su falda era proporcionalmente inversa al largo de su cabellera y las botas bucaneras que calzaba siempre, eran una invitación a considerarla una ama y pertenecerle por siempre.
Yo sabía que no debía y sin embargo la tentación de caer a sus pies fue más fuerte que toda prudencia. Más fuerte que los consejos de mi amigo Emilio. Claro, que podía saber él si llevaba tiempo rutinariamente casado y olvidado de todo afán de aventura.
El caso es que un día la abordé en la calle. Ya ni recuerdo que excusa usé para detenerla y conversar. Me miró a los ojos firmemente y dijo.
-No soy lo que piensas-
Y se alejó por la vereda ignorándome, como si yo no existiera.
Pero yo no había pensado lo que ella creía. Yo la amaba y estaba seguro que haría todo lo que me pidiera si correspondía a mi amor.
Pasaron los días, las semanas, los meses. El calor del verano fue sustituido por la melancolía del otoño, este, a su vez, por la inclemencia del invierno, luego el colorido de la primavera y finalmente el termómetro volvió a subir en la escala y yo seguía allí, observando a esa mujer, a veces desde la ventana, a veces en el zaguán según la temperatura ambiente y mi invariable temperatura interior.
Ella continuaba su rutina. Los días de semana trabajaba en la mercería de doña Ana, una viejita que ya no estaba para tener paciencia con los clientes. Los sábados iba al supermercado de los chinos y por la noche se engalanaba para ir a bailar regresando casi de madrugada. Los domingos regaba los malvones de la terraza y parecía no haber hombres a su lado.
Y yo continuaba amándola con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con toda mi imaginación. Fui tan consecuente con ella a pesar de su rechazo que olvide al resto de las mujeres. Habiendo notado en el estado de melancolía en que me hallaba sumido, en vano mis amigas insistían en ir a bailar, a la playa o simplemente a ver una película. Mis amigos se cansaron, luego de prolongada insistencia, en presentarme hermanas, primas o parientas lejanas.
Yo seguía obsesionado por mi vecina de cabellos violeta.
La seguía todos lados. Ella ya no se sorprendía de mi acoso. Intentaba hablarle en cuanta ocasión se presentaba utilizando cualquier pretexto. Pero ni siquiera me contestaba, solo esbozaba una leve y casi imperceptible sonrisa, tan mínima que ni alcanzaba a ver sus dientes y me daba la espalda.
El tiempo continuó pasando inexorable. Yo estaba sintiendo que la fuerza de los años jóvenes estaba comenzado a abandonarme poco a poco. Claro, todavía me sentía fuerte y robusto pero era de suponer que mi pasión atormentada y amordazada era lo que me hacía más débil.
Y un día pasó lo tan anhelado. Volvía del trabajo, de la rutina alienante de todos los días cuando en una esquina me tropecé de frente con el objeto de mis sueños. Ella estaba tan hermosa y sensual como siempre. Radiante, joven, con su piel brillante y su larga cabellera. Era la primera vez que tocaba aquel escultural cuerpo. La sangre afloró en todas mis terminales arteriales. Un calor progresivo subió desde mis pies hasta mi frente. Era evidente que ella sentía algo parecido.
No fueron necesarias las palabras. Hizo dos pasos, se volvió girando la cabeza con toda voluptuosidad haciendo danzar su cabello violeta en el viento y ese gesto me bastó para saber que debía seguirla.
En pocos minutos estábamos en la puerta. Abrió, me hizo pasar y allí pronunció las primeras palabras invitándome a esperarla en el living. Aguardé de pie por que la impaciencia me impedía relajarme. No sé cuánto tiempo pasó pero de pronto oí su voz.
-Ven, ven al dormitorio- me decía.
Si saber dónde era le pregunté casi a los gritos.
-Donde está la luz roja- Me contestó.
Y seguí la luz. De pronto todo, paredes, cielorraso, los muebles, parecían haberse vuelto rojo por efecto de las bombitas de la lámpara de techo y la de la mesita al lado de la cama.
Ella estaba de pie, en medio de la habitación. Altiva y desafiante. Cubierta apenas por un baby doll negro con puntillas, portaligas y medias del mismo color, pero lo que me llamó la atención fue que llevaba puestos guantes, seguramente de seda por su brillo. Al principio me pareció un detalle exótico y pensé que se los iba a sacar pero no lo hizo.
Me acerqué y la tomé de la cintura. Contrariamente a lo que me imaginaba ella se dejó llevar. Ya no era la ama dominante que llenara mis sueños. Como en una danza previamente coreografiada acompañaba mis movimientos con gracia y exuberancia. Movía los brazos y las piernas como siguiendo una música inaudible.
Y yo acrecentaba mi pasión. Me aferraba a sus miembros temiendo que se desvaneciera en el aire y que todo aquello que estaba pasando era solo un sueño. En ese baile llegamos al borde de la cama. Ella cayó lentamente, flotando en el aire y yo encima de ese hermoso cuerpo que se fundía con el mío. Nos besamos, nos acariciamos, nos buscamos aquellas partes que exaltan la más dulce sensación. Nos saboreamos, nos bebimos. Nos confundimos, nos entregamos. Ella gritó de placer, de su placer animal y yo le hice coro como los lobos cuando se buscan en la llanura.
Tras la guerra llegó la paz. El regreso a la respiración normal y a pensar con la cabeza y no con la piel. Ella se puso de pie, yo permanecía acostado y en ese momento reparé en sus guantes nuevamente. Le pedí que se los sacara. Se negó. Dijo.
-No puedo tocarte la piel con mis dedos al descubierto cuando hago el amor-
-¿Por qué?-
-Mejor no preguntes y acéptalo así-
Largué una carcajada, la tomé de los brazos y la hice caer nuevamente sobre la cama. Le quité los guantes a pesar de su resistencia y la tenté a hacer el amor. Ella no intentó otra defensa ante mi arrebato y se dejó llevar por su deseo. Mientras nos fundíamos, ella, desesperadamente me recorría el cuerpo con sus manos. Y yo sentía el fuego de su locura.
De pronto la magia se acabó. Dijo que ya basta y que debía irme. A pesar de mis protestas me llevó hasta la puerta de calle. Cuando llegué a  mi casa y decidí darme una ducha lo que vi en el espejo me llenó de horror. En toda la extensión de mi piel estaba grabadas decenas de veces las manos de aquella mujer delatando donde me acariciara con delicadeza o donde me apretara con todas sus fuerzas. Nada de mi cuerpo le había quedado sin explorar y allí estaba la maldita prueba. Jamás pude quitarme esas marcas a pesar de todo lo que intenté. Quedaron como un recuerdo inevitable pues, además, nunca la volví a ver.




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