Se miró detenidamente en el espejo.
Trataba de asegurarse que no hubieran quedado huellas en su rostro de la
reunión del día anterior. Pudo comprobar que no tenía marcas de maquillaje, ni
lápiz de labios o delineador de ojos. Lentamente comenzó a afeitarse. Luego en
una ceremonia que le agradaba se hizo el desayuno con café caliente y tostadas
con manteca. Lo tomó mientras escuchaba las noticias en la radio.
Al
salir a la calle le resultó agradable el calor reinante. Amaba el verano. Le
permitía estar liviano de ropas y el ambiente reinante era festivo. Observó a
las chicas con sus insinuantes minifaldas y sus camisas cortas que descubrían
la línea de la cintura. Me tendré que comprar una camisa así pensó mientras se
dirigía al estudio.
Cuando
llegó su secretaría ya estaba ordenando algunos papeles en su escritorio. La
saludó y pasó a su despacho. Hizo algunos llamados y se sentó a dibujar el
proyecto que estaba realizando.
“Te
quedó bien el vestido que te presté?”. Le preguntó ella desde la puerta
mientras en su mano sostenía una taza de té.
“Estupendo.
Fui la reina de la noche. Me divertí bastante. Hasta cantamos karaoke luego de
cenar”.
Ella
era la única que conocía su secreto. Un secreto que guardaba desde niño cuando
comenzó a jugar con las prendas de su madre aprovechando los momentos en
que quedaba solo en la casa. La ropa
femenina ejercía una fascinación morbosa en él. Sumergirse en ella era como
trasladarse a otra dimensión.
No
era gay. No se le hubiera ocurrido nunca. Muchas mujeres, entre ellas su
secretaria, podían dar fe de su hombría. Pero estaba condenado dulcemente a una
doble vida.
“¿Llamó
el señor Gutierrez?”.
“No”.
Fue la lacónica respuesta.
Las
cosas no andaban bien en el estudio. Como consecuencia de la situación del país
el trabajo escaseaba. Urgía conseguir nuevos clientes o debería cerrar.
Gutierrez era una buena posibilidad de salir adelante. Una obra que llevaría un
año de trabajo y jugosas ganancias. Si lo tomaba hasta podría darse el lujo de
dejar otros proyectos para más adelante.
Desde
la primera vez que se pusieron en contacto, prometiéndole volver, lo llamó
varias veces hasta que por prudencia dejó de hacerlo para que no advirtiera su
desesperación. Pero conforme pasaba el tiempo perdía las posibilidades de hacer
la obra.
Durante
toda la semana siguiente ocupó su tiempo pensando que buena excusa utilizar
para acercarse a Gutierrez y lograr el contrato. No se le ocurría nada que lo
satisfaciera.
Una
noche mientras se vestía para encontrarse con sus amigos, en el momento en que
frente al espejo se pintaba los labios tuvo la idea. La desechó. Era muy audaz.
Luego se prometió pensarlo más detenidamente.
Cuando
le expuso la decisión a su secretaría esta no lo podía creer. Debía llamar al
señor Gutierrez y decirle que la nueva socia del estudio deseaba tener una
reunión para informarse de su propia voz el estado de las negociaciones del
contrato.
Era
una jugada que podría resultar mal y arruinar el negocio para siempre. Pero más
allá de los cálculos optimistas Gutierrez aceptó de inmediato.
Al
otro día enfundado en un sobrio traje con pollera y saco de cuero, medias
negras, botas de taco alto y anteojos para sol esperó al posible cliente.
“¿El
arquitecto Gomez no está?”. Preguntó Gutierrez mientras dudaba en recorrer con
la vista el despacho para comprobar su ausencia o mirar fijo a la espectacular
morocha que le tendía la mano en gesto de saludo.
“Salió
a ver unos clientes”. Le contestó rogando que el tono de voz no lo delatara.
“Conversaremos
entre nosotros, solos”.
“Mejor,
el arquitecto no me parecía muy seguro como profesional, pero siendo una bella
dama su nueva socia podemos llegar a un acuerdo”.
En
ese momento se hubiera arrancado la peluca y mostrándose le hubiera echado a
patadas. Pero se contuvo. Utilizando toda su experiencia se sentó displicente
en el sillón y dio comienzo a las tratativas.
Necesitó
de varias reuniones para llegar a un acuerdo. El emprendimiento de Gutierrez no
era para decidirlo en poco tiempo. Se trataba de un conjunto de edificios de
oficinas de diez pisos incluida toda la estructura de apoyo, servicios y
pavimentación desde la ruta. En cada reunión Gutierrez preguntaba por el
arquitecto Gomez para asegurarse que estaba solo con su socia. Finalmente para
terminar con sus dudas le inventó una dolencia que no le permitía salir de su
casa. No preguntó más.
El
contrato fue firmado y la obra comenzó. Gomez, cada vez más cómodo en la
situación en la que estaba se ufanaba por dentro acerca de la manera en que
había engañado a su nuevo cliente. Debió sortear algunos obstáculos
burocráticos con respecto a firmas y papeles pero se las arregló sin mayores
problemas.
Finalmente,
luego de un largo y arduo año de trabajo fue inaugurado el complejo. Gomez
respiró aliviado. Había valido la pena. Decidió hacer un viaje a Brasil para
visitar a amigos con los que compartía su actividad.
Cuando
llegó a la casa sobre la playa en la que había quedado en reunirse la fiesta
estaba en su apogeo. Unos bailaban, otros conversaban sentados alrededor de la
pileta. Más lejanos algunos contemplaban el mar tomando una caipiriña en
silencio. Recorrió los grupos saludó a diestra y siniestra. Cruzó elogios por
las vestimentas y datos en donde habían sido compradas. En el camino notó que
un bretel del vestido se le caía molestándolo. Se dirigió a un baño para ver
como se lo podía arreglar. Al entrar se cruzó con alguien que salía. La mala
suerte hizo que se tropezara en un escalón. Al mover la mano para hacer
equilibrio un anillo se enganchó en la peluca del otro.
Solo
atinó a decir:
“¡Que
tal Gutierrez!, ¿cómo está?”.
Fin
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