Juanita era el desvelo de todos los compañeros varones en el secundario. Era simpática
y atractiva. A mí nunca me había prestado atención pero el solo verla entrar al
aula con su tallieur gris y el cabello suelto alimentaba todas mis fantasías.
Pasados quince años desde que egresáramos, yo había formado una pequeña empresa con un
socio en la que fabricábamos repuestos para automotores. Un día me comentó que
había conocido a una mujer excepcional y que estaba decidido a casarse. Por
aquel entonces yo estaba en los prolegómenos de mi propio casamiento. Ambas
ceremonias se realizaron con un par de semanas de diferencia. Así fue que volví
a ver a Juanita. Me sorprendió que me reconociera inmediatamente. Estaba
hermosa, mucho más que en la adolescencia. Un cuerpo perfecto, en el que se
adivinaba la ausencia total de cirugías, la hacía más sexy, más audaz, mas
provocativa.
El hecho que fuera la esposa de mi socio hizo
que nos viéramos seguido en la empresa, en el club, o en el country, sin
ninguna señal visible de lo que se avecinaba, pero lo que desató la furia fue
aquella vez que bajo una pertinaz lluvia nos chocamos en plena calle Florida.
Nos estábamos mojando como dos idiotas y no
se nos ocurrió mejor idea que, para celebrar el casual encuentro, en lugar de
ir a un bar a tomar algo con las ropas mojadas, lo mejor era ir a un albergue
transitorio, y bebernos un par de whiskies mientras nuestra ropa se secaba.
Obviamente terminamos en la cama. Juanita era un volcán. Todo lo que podía haber
imaginado en mi pavota juventud era poco. Ella me dirigía con maestría y
estudiada lujuria, su cuerpo de carnes firmes, sus gestos elocuentes, su fuerza
y su imaginación hicieron de aquel encuentro, el que hasta ese momento fuera la
mejor de mis relaciones sexuales. Y yo respondía a toda su vehemencia con un
entusiasmo que nunca antes había tenido. El tiempo en el albergue fue corto
para que pudiéramos saciarnos de la urgencia de nuestros cuerpos y pedimos otro
turno para continuar con la ceremonia.
Finalmente volvimos a la realidad. Estábamos tan
entusiasmados que decidimos encontrarnos a la semana siguiente. Esos siete días
fueron una tortura para mí, pues pasaban tan lentamente que parecían estirarse
hasta el infinito. Nos encontramos nuevamente. Un hermoso día soleado y cálido.
Después de dos horas estábamos sentados al borde de la cama sin entender lo que
nos había pasado. Ella parecía fría y distante, yo ni siquiera había logrado
una decorosa erección. ¿Que nos había pasado? ¿Pasada la novedad habíamos
perdido el interés? Decidimos no rendirnos, tal vez fueran nuestras
preocupaciones, cansancio físico o vaya a saber qué. Quedamos para el día siguiente.
Al otro día yo estaba más complicado por las
obligaciones laborales y hasta tuve que decirle a mi esposa que no iría al cumpleaños de una de
sus primas lo que generó su enojo. Pero no podía dejar pasar esta oportunidad
de redimirme. Amaneció con una tormenta de viento y agua que arrastraba los
paraguas y a las personas. Como pude llegué hasta el albergue. Juanita me
esperaba en la esquina bajo una marquesina de un negocio.
Mientras la lluvia y el viento golpeaban
contra los vidrios de la ventana y no se podía ver nada hacia el exterior,
nosotros dos estábamos sumidos en la más fogosa cabalgata de poses sexuales que
nunca imaginara. El fuego de la pasión nos consumía o, más apropiadamente, nos encendía
aún más. Estábamos imparables, nuestras pieles ardían de placer y dolor en su
contacto. Yo la exploraba en toda su dimensión y ella no perdía ocasión de hacerme
saber que eso la excitaba cada vez más. Mis manos la emborrachaban de placer y
sus gemidos eran música en mis oídos. No queríamos detenernos. Deseábamos
prolongar ese éxtasis todo lo más que se pudiera. Y lo hicimos hasta caída la
tarde. No sé qué excusa habrá dado ella con mi socio, porque ya ni recuerdo que
le dije a mi esposa cuando llegué, agotado, solo pensando en darme un buen
baño.
A esta altura ya no sería sorpresa que la
siguiente vez que nos encontramos, un caluroso y soleado día, no pasó nada. Una
semana después, mientras una imparable tormenta de rayos y lluvia se desataba
sobre la ciudad nosotros nos revolcábamos como león y leona en celo,
mordiéndonos y aullando, logrando, en nuestro desenfreno, que almohadas,
sabanas y edredones volaran hasta el otro extremo de la habitación quedando
dispersas por todo el piso.
Ese fue el preciso momento en que nos dimos
cuenta de lo que en realidad nos sucedía. Por alguna extraña conjunción astral,
eran solo los días lluviosos y cuanto más tormentosos mejor los que nos despertaban
nuestros salvajes interiores deseosos de placer infinito.
De manera que pudimos organizarnos
debidamente de acuerdo al pronóstico del clima. Mi esposa, que antes me había
oído protestar muchas veces cuando llovía, no terminaba de comprender por qué
ante el anuncio de lluvias yo me ponía de mejor humor y hasta me iba contento
al trabajo. Mi socio, tampoco entendía
a Juanita, pues al no trabajar no tenía obligación de salir de su casa
en esos desapacibles días, justamente los que elegía para ir de compras. Una
vez me contó que le había dicho a su marido que lo hacía porque había menos
gente en los negocios y él no le objetó la excusa.
Nuestra rutina de engaños continuó al vaivén
del clima durante varios meses y mi socio ya daba por descontado que no
apareciera por la oficina los días lluviosos sin recriminármelo.
Asociar nuestros fogosos encuentros con la
lluvia me estaban comenzando a generar un estado casi paranoico, pues si el mal
clima sucedía durante las horas diurnas siempre lográbamos encontrarnos en el
albergue, pero existían otros momentos en que el tema se ponía peligroso.
Uno era cuando estábamos en una cena, ambos
con nuestras parejas, junto a otros matrimonios y comenzaba la lluvia. Podían
pasar dos cosas o que haciendo un esfuerzo sobrehumano nos contuviéramos o que halláramos
la manera de escondernos en algún baño de la casa o restaurante y diéramos
rienda suelta a nuestro desenfreno, volviendo a la mesa como si nada hubiera
ocurrido. El otro cuando estaba en mi casa, solo con mi mujer y se desataba una
tormenta. En esa situación no sabía cómo contenerme, me sentía como un león enjaulado
y no daba explicación por mi comportamiento.
En definitiva que la lluvia estaba
volviéndome loco. Juanita estaba cada vez más exigente y comencé a desear que
no lloviera más. Un día dije basta y a pesar de que llovía torrencialmente me
fui a la oficina ignorando mis deseos sexuales. Y allí tuve la revelación. Me
resulto sorprendente que la secretaria de
mi socio pusiera cara de espanto al verme y pretendiera que no entrara a
la sala de reuniones. Lo hice a pesar de su esfuerzo y encontré a mi socio
pasando información confidencial de nuestra producción a gerentes de la
competencia mientras sobre la mesa se aposentaba un portafolio con varios miles
de dólares.
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