Tuesday, October 24, 2017

Mi nueva actividad artistica

Literatura desde siempre, pintura desde 2009 y ahora una nueva incursion: escultura

Monday, October 23, 2017

LA SOCIA (2003)



              Se miró detenidamente en el espejo. Trataba de asegurarse que no hubieran quedado huellas en su rostro de la reunión del día anterior. Pudo comprobar que no tenía marcas de maquillaje, ni lápiz de labios o delineador de ojos. Lentamente comenzó a afeitarse. Luego en una ceremonia que le agradaba se hizo el desayuno con café caliente y tostadas con manteca. Lo tomó mientras escuchaba las noticias en la radio.
Al salir a la calle le resultó agradable el calor reinante. Amaba el verano. Le permitía estar liviano de ropas y el ambiente reinante era festivo. Observó a las chicas con sus insinuantes minifaldas y sus camisas cortas que descubrían la línea de la cintura. Me tendré que comprar una camisa así pensó mientras se dirigía al estudio.
Cuando llegó su secretaría ya estaba ordenando algunos papeles en su escritorio. La saludó y pasó a su despacho. Hizo algunos llamados y se sentó a dibujar el proyecto que estaba realizando.
“Te quedó bien el vestido que te presté?”. Le preguntó ella desde la puerta mientras en su mano sostenía una taza de té.
“Estupendo. Fui la reina de la noche. Me divertí bastante. Hasta cantamos karaoke luego de cenar”.
Ella era la única que conocía su secreto. Un secreto que guardaba desde niño cuando comenzó a jugar con las prendas de su madre aprovechando los momentos en que  quedaba solo en la casa. La ropa femenina ejercía una fascinación morbosa en él. Sumergirse en ella era como trasladarse a otra dimensión.
No era gay. No se le hubiera ocurrido nunca. Muchas mujeres, entre ellas su secretaria, podían dar fe de su hombría. Pero estaba condenado dulcemente a una doble vida.
“¿Llamó el señor Gutierrez?”.
“No”. Fue la lacónica respuesta.
Las cosas no andaban bien en el estudio. Como consecuencia de la situación del país el trabajo escaseaba. Urgía conseguir nuevos clientes o debería cerrar. Gutierrez era una buena posibilidad de salir adelante. Una obra que llevaría un año de trabajo y jugosas ganancias. Si lo tomaba hasta podría darse el lujo de dejar otros proyectos para más adelante.
Desde la primera vez que se pusieron en contacto, prometiéndole volver, lo llamó varias veces hasta que por prudencia dejó de hacerlo para que no advirtiera su desesperación. Pero conforme pasaba el tiempo perdía las posibilidades de hacer la obra.
Durante toda la semana siguiente ocupó su tiempo pensando que buena excusa utilizar para acercarse a Gutierrez y lograr el contrato. No se le ocurría nada que lo satisfaciera.
Una noche mientras se vestía para encontrarse con sus amigos, en el momento en que frente al espejo se pintaba los labios tuvo la idea. La desechó. Era muy audaz. Luego se prometió pensarlo más detenidamente.
Cuando le expuso la decisión a su secretaría esta no lo podía creer. Debía llamar al señor Gutierrez y decirle que la nueva socia del estudio deseaba tener una reunión para informarse de su propia voz el estado de las negociaciones del contrato.
Era una jugada que podría resultar mal y arruinar el negocio para siempre. Pero más allá de los cálculos optimistas Gutierrez aceptó de inmediato.
Al otro día enfundado en un sobrio traje con pollera y saco de cuero, medias negras, botas de taco alto y anteojos para sol esperó al posible cliente.
“¿El arquitecto Gomez no está?”. Preguntó Gutierrez mientras dudaba en recorrer con la vista el despacho para comprobar su ausencia o mirar fijo a la espectacular morocha que le tendía la mano en gesto de saludo.
“Salió a ver unos clientes”. Le contestó rogando que el tono de voz no lo delatara.
“Conversaremos entre nosotros, solos”.
“Mejor, el arquitecto no me parecía muy seguro como profesional, pero siendo una bella dama su nueva socia podemos llegar a un acuerdo”.
En ese momento se hubiera arrancado la peluca y mostrándose le hubiera echado a patadas. Pero se contuvo. Utilizando toda su experiencia se sentó displicente en el sillón y dio comienzo a las tratativas.
Necesitó de varias reuniones para llegar a un acuerdo. El emprendimiento de Gutierrez no era para decidirlo en poco tiempo. Se trataba de un conjunto de edificios de oficinas de diez pisos incluida toda la estructura de apoyo, servicios y pavimentación desde la ruta. En cada reunión Gutierrez preguntaba por el arquitecto Gomez para asegurarse que estaba solo con su socia. Finalmente para terminar con sus dudas le inventó una dolencia que no le permitía salir de su casa. No preguntó más.
El contrato fue firmado y la obra comenzó. Gomez, cada vez más cómodo en la situación en la que estaba se ufanaba por dentro acerca de la manera en que había engañado a su nuevo cliente. Debió sortear algunos obstáculos burocráticos con respecto a firmas y papeles pero se las arregló sin mayores problemas.
Finalmente, luego de un largo y arduo año de trabajo fue inaugurado el complejo. Gomez respiró aliviado. Había valido la pena. Decidió hacer un viaje a Brasil para visitar a amigos con los que compartía su actividad.
Cuando llegó a la casa sobre la playa en la que había quedado en reunirse la fiesta estaba en su apogeo. Unos bailaban, otros conversaban sentados alrededor de la pileta. Más lejanos algunos contemplaban el mar tomando una caipiriña en silencio. Recorrió los grupos saludó a diestra y siniestra. Cruzó elogios por las vestimentas y datos en donde habían sido compradas. En el camino notó que un bretel del vestido se le caía molestándolo. Se dirigió a un baño para ver como se lo podía arreglar. Al entrar se cruzó con alguien que salía. La mala suerte hizo que se tropezara en un escalón. Al mover la mano para hacer equilibrio un anillo se enganchó en la peluca del otro.
Solo atinó a decir:
“¡Que tal Gutierrez!, ¿cómo está?”.


Fin


Monday, October 16, 2017

RELATOS EROTICOS "ELLA"

                                
Era la mujer más voluptuosa que había visto en la corta etapa desde que comenzaran a interesarme en mi incipiente adolescencia. Ella no era como mis compañeritas de división en el colegio, aun aniñadas, sin senos notorios, las piernitas como patitas de tero y ninguna diferencia notable entre el diámetro de su cintura y el de sus caderas.

Tampoco era como las vecinas del barrio, además de las notorias curvas que la conformaban establecía una gran diferencia en la manera de vestirse. Jamás se la veía en un vulgar equipo de gimnasia ni calzando zapatillas. Ella siempre usaba vestidos ajustados, minifaldas al borde de la revelación, y los zapatos, esos fascinantes zapatos de plataforma de acrílico y taco tan fino que parecía que se iba a hundir en el suelo.

Ni siquiera se podía comparar con las amigas de mi madre, aunque estas, por ser de buenas posición económica accedían a vestimentas mas elegantes, nunca, ninguna de ellas parecía dispuesta a mostrar abiertamente su sensualidad, si es que la tenían, a lo sumo oculta bajo largas polleras y prendas holgadas que disimulaban la forma de su cuerpo.

Ella era especial. Piernas largas, torneadas, fuertes, caderas ampulosas y cintura estrecha, cara redondeada, enormes ojos verdes, labios siempre pintados en cereza, la cabellera negra azabache, amplia, cubriendo su cuello y sus hombros. Todo su cuerpo emanaba fuerte presencia donde fuera. A su paso se volteaban las miradas, la de los hombres y también las de las mujeres. Por admiración o por envidia, ella dejaba un rastro de murmuraciones a su paso junto a la dulce impronta del perfume que utilizaba.

Ella se convirtió en el primer amor de mi vida. Si es que puede llamarse amor a la pasión que me despertara. La vi por primera vez en la playa, uno de esos veranos en que toda la tribu de padres, madres, tíos, tías, primos y primas solíamos tomarnos esos magníficos días de vacaciones que duraban hasta un mes alquilando varias casas sobre la costa en Monte Hermoso, donde íbamos pertinazmente a pesar del viento y las aguavivas, pero que se compensaban con la tranquilidad del lugar.

Fue de lejos, yo estaba jugando a las cartas con mis primos cuando pasó caminando lentamente, segura de si misma, sabiendo que todos los ojos la estaban observando. Dejé el juego, me levanté de un salto y sin dar ninguna explicación caminé detrás de ella hasta que se refugió en una carpa. En ese momento sentí vergüenza pensando que se habría dado cuenta de mi osadía y sin atreverme a mirarla un segundo mas volví sobre mis pasos.

Mis primos se dieron cuenta de mi actitud y me recibieron con una interminable andanada de burlas. Pobres, pensé, todavía son unos niños inmaduros y les falta tiempo para descubrir lo maravilloso de desear a una mujer. Mis parientes mayores ni siquiera se dieron cuenta de lo que había sucedido  y, ajenos a todo, continuaban con sus estupidas charlas de fútbol, trabajo o modas.
A partir de ese día ella pobló mis sueños y mis deseos. Nos imaginaba paseando juntos por la playa, tomados de la mano, haciendo planes para el futuro, y yo anhelando ese cuerpo, deseando acariciarlo, olerlo, peinando sus larga cabellera con mis dedos, besando esa boca de cereza y descubriendo que sus senos eran una fuente de placer, no la teta que solo sirve para amamantar.

Cada día esperaba con ansiedad su aparición paseando descalza por la arena, vestida con un conjunto de tanga y corpiño diminutos, siempre sola, sin un marido o un novio a la vista. Y la espiaba de lejos cuando se sentaba en una sillita mientras leía o simplemente observaba, como ausente, el juego incansable de las olas. O me detenía en la vereda si nos cruzábamos a la hora en que todo el mundo anda buscando un sitio donde poder cenar. Si la veía venir de frente, luego observaba como se alejaba moviéndose con la regularidad de un péndulo zigzagueante.

Una tarde de lluvia mi padre me envió a comprar cigarrillos. Iba camino al quiosco cuando la descubrí dentro de un negocio de ropa. Estaba eligiendo algunas prendas, dubitativa tomaba una y otra y otra, luego dejaba alguna y seguía hacia otro sector del local. Movido por un irrefrenable impulso entré. Haciendo como que también estaba por comprar algo me le acerqué lentamente para llegar a su lado. Lo más cerca que había estado hasta entonces. Ella, desde su altura, era tan alta como mi padre, parecía ignorarme por completo. Después de tomar una remera con el nombre del balneario miró a ambos lados y me descubrió, ahí, embobado, sin saber que hacer.

Abrió su boca enmarcada por los labios cereza, se sonrió y me preguntó.
-¿Te parece que esta remera me quedará bien?-
Yo estaba idiotizado, no respondí, ella abrió más los ojos y agrandó su sonrisa. Apelé a una de esas frases que mi padre suele decir a mi madre en circunstancias semejantes.
-Todo le quedará bien…señorita- Vacilé.
Ella sin perder la sonrisa jugó revolviendo mi cabello como lo suele hacer mi abuela, dijo gracias y se marchó a pagar la compra.

De más esta decir que oír su voz y ese breve contacto de mi cabeza con su mano contribuyeron a enriquecer mis sueños. El cuerpo tenía voz pero lo que lamentaba era no saber aún su nombre. Necesitaba un nombre para completarla y tomando valor le pregunté a la cajera del negocio si lo sabía.
-Claro que si, es una de nuestras mejores clientas, se llama Noelia-

Y Noelia atravesó mis sueños, mis fantasías, mi despertar juvenil, mi pasión, mi amor, mi locura. Además de acariciarla, besarla, hundirme en ella, protegerla entre mis brazos, velar su descanso, reír junto a su risa, podía llamarla, podía escribir poemas con su nombre, podía, podía, podía…

Una de aquellas tardes, casi al fin de las vacaciones, los adultos mayores de la tribu en un descanso entre la catarata de pavadas que intercambiaban habitualmente descubrieron el paso de Noelia. Mi madre recordó que la había visto el año anterior, mi padre, contrariamente a lo que yo imaginé que diría despachó un insulto y otra palabra que no entendí. Uno de mis primos, el mas avispado a pesar de ser menor que yo, me la tradujo.
-Tu viejo dice que es un travesti, que no deberían dejarlo andar así por la playa-
-¿Travesti?- Pregunte.
-Un hombre, bobo, un hombre- Me aclaró.
Ni aquella manera brutal en que me fue revelada la verdad cambió lo que sentía. Yo preferí seguir recordándola tal como la había conocido.
Fin


RELATOS EROTICOS "EL AMANTE DE MI VECINA"




Todo comenzó debido a la más absoluta casualidad. Es muy probable que si pequeños sucesos no se hubieran concatenado nada de lo que me sucede sería posible.

Lo primero fue que debí buscar unos documentos para preparar mi declaración de impuestos en mi escritorio, lo segundo que cuando me hallaba en el estudio, en la planta alta de mi casa escuche una violenta frenada en la calle, lo tercero que pudo mas mi curiosidad y me asomé a la ventana, lo cuarto que viendo que no había pasado nada serio, seguí mirando y lo quinto que vi entrar en la casa de enfrente a un señor muy bien vestido, que no era, a todas luces, ni un plomero, ni el operario del cable u otro similar ni el marido de la señora que abría la puerta, lo que podía asegurar pues conocía bien a mi vecino.

Podría haber pensado que se trataba de algún pariente pero algo me indujo a seguir observando. Pocos minutos después se prendió la luz del dormitorio mostrando, disimuladas por la cortina dos siluetas que se unían en lo que era evidente un abrazo. Luego se separaron, la mujer se acercó a la ventana y cerró las persianas como si supiera que alguien los estaba espiando.

Le dije a mí esposa que continuaría trabajando en el estudio. Sentado a mi escritorio de manera que podía observar su puerta de entrada me mantuve vigilante hasta que dos horas después el anónimo individuo salio tranquilamente de la casa y se alejo por la vereda. Minutos después llegó mi vecino.

Me bastaron dos semanas para darme cuenta de la regularidad de las visitas. El amante de la mujer, llegaba los lunes, miércoles y viernes a la misma hora y se retiraba puntualmente. Eran los días que mi vecino solía practicar tenis en el club de su empresa. Lo sabía por que alguna vez me había invitado a jugar.

A partir de allí se desataron en mi mente las mas disparatadas especulaciones sobre como la mujer era capaz de correr semejante riesgo por unas pocas horas de sexo. ¿Su marido no la satisfacía? ¿Era ninfomana? ¿Estaba enamorada? ¿O simplemente quería agregar algo de aventura a la aburrida vida de un ama de casa de cincuenta años?

ero lo más insólito fue lo que me ocurrió a mí. Excitado ante semejante situación fue naciendo en mí el deseo de saber que era capaz de ofrecer esa mujer para que un hombre también corriera el riesgo de ser su amante. Seguro que no era como mi esposa, que nunca fue capaz de aceptar algunas de mis ideas para hacer más eróticas nuestras relaciones sexuales. Durante todo nuestro matrimonio habíamos tenido sexo en la misma posición, mecánicamente, como si solo fuéramos animales en celo. Debo decir que al menos satisfacía mis ansias eyaculatorias pero nada más que eso. Veinte años de repetir lo mismo y cada vez mas esporádicamente. En algún momento habían comenzado a aparecer los dolores de cabeza, el cansancio o alguna otra excusa. Lo del cansancio era increíble. No trabajaba, en la casa un par de empleadas le hacían todas las tareas, hasta le dejaban la comida preparada. Nuestros hijos no estaba en todo el día ocupados en sus estudios y su única actividad era reunirse dos veces a la semana con sus amigas a tomar el te.

Una amante, eso es lo que yo necesitaba. No soy un adonis pero todavía los años no me han pasado por encima. Por primera vez en vida de casado comencé a ver a las mujeres con otras intenciones. Resultó un frustrante fracaso. Hasta ese otro día de casualidades que hicieron que me encontrara un domingo por la mañana con mi vecina en la panadería. Nunca nos habíamos tratado con familiaridad, pero luego del saludo y hacer nuestras compras nos quedamos tomando un café. En ese momento era solo una charla informal y casi banal. Pero los encuentros en la panadería se fueron haciendo regulares y un poco por que ella se mostraba seductora y otro poco por que mis fantasías estaban por explotar, casi como si fuera lo mas normal del mundo decidimos tener sexo.

No fue en su casa. Era demasiado evidente, por lo que nos encontramos en un albergue transitorio a muchas cuadras del barrio. Que puedo decir de aquel encuentro. Todo el vocabulario es exiguo para semejante desborde de pasiones y locura. Ella era perfecta. Su piel tersa, suave, perfumada, era una invitación lujuriosa a explorarla por todos sus montes, valles y bahías. Su vello pubico, rubio, un trigal mecido por el viento, sus senos turgentes coronados por enormes pezones la excusa para una suave mordida, su boca una caverna rosada abierta a toda invasión. Sin maquillaje, sin aditamentos falsos, era natural, joven de espíritu, ansiosa, sensual, dominante y dominada.

Comenzamos en la cama, luego, como consecuencia de nuestros arrebatos sobre la frazada que había caído al piso, seguimos por la alfombra y hasta bajo la ducha lo que nos volvió a la cama. Hacia tantos años que mi hombría no estaba puesta a prueba de semejante manera que me sorprendía mi respuesta. Había rejuvenecido tal como ella lo había hecho.

No fue necesario conversarlo demasiado. Quedamos en nuevos encuentros. Entonces fue que vino a mi mente el origen de toda mi locura, su amante, el de los lunes miércoles y viernes. No me preocupaba compartirla, de manera que le confesé que la había estado observando. Temí que se molestara pero no lo hizo. Le propuse otros días para nuestros encuentros pero ella fue clara. Su amante había desaparecido sin dar explicaciones. Que en su momento lo había lamentado pero por otro lado le estaba agradecida, pues ese hombre le había enseñado a vivir nuevamente, a gozar, a entregarse sin reservas y que yo era el beneficiado de su nueva vida. De manera que la tenía toda para mí, madura y joven a la vez.

Continuamos viéndonos los lunes, miércoles y viernes. Su marido seguía rebotando pelotitas de tenis en el club y yo le mentía descaradamente a mi esposa acerca de reuniones de trabajo u otros compromisos ineludibles y ella lo creía. En el albergue transitorio ya éramos clientes conocidos. Continuábamos haciendo el amor por todos los rincones de la habitación, desaforados como adolescentes. Vertiendo nuestras ansias contenidas tantas veces como era posible. Salvajes, ella como una mujer fatal  y yo como el macho alfa de la manada, poseyéndola como ella me poseía a mí.

Un miércoles, ella tuvo que visitar a su madre enferma. Pospusimos nuestro encuentro lo que me posibilito llegar temprano a mi casa. En el momento de estacionar el auto, pude ver, con claridad al ex amante de mi vecina despidiéndose de mi esposa.



RELATOS EROTICOS "JUANITA Y MI SOCIO"


Juanita era el desvelo de todos los compañeros varones en el secundario. Era simpática y atractiva. A mí nunca me había prestado atención pero el solo verla entrar al aula con su tallieur gris y el cabello suelto alimentaba todas mis fantasías.
Pasados quince años desde que egresáramos,  yo había formado una pequeña empresa con un socio en la que fabricábamos repuestos para automotores. Un día me comentó que había conocido a una mujer excepcional y que estaba decidido a casarse. Por aquel entonces yo estaba en los prolegómenos de mi propio casamiento. Ambas ceremonias se realizaron con un par de semanas de diferencia. Así fue que volví a ver a Juanita. Me sorprendió que me reconociera inmediatamente. Estaba hermosa, mucho más que en la adolescencia. Un cuerpo perfecto, en el que se adivinaba la ausencia total de cirugías, la hacía más sexy, más audaz, mas provocativa.
El hecho que fuera la esposa de mi socio hizo que nos viéramos seguido en la empresa, en el club, o en el country, sin ninguna señal visible de lo que se avecinaba, pero lo que desató la furia fue aquella vez que bajo una pertinaz lluvia nos chocamos en plena calle Florida.
Nos estábamos mojando como dos idiotas y no se nos ocurrió mejor idea que, para celebrar el casual encuentro, en lugar de ir a un bar a tomar algo con las ropas mojadas, lo mejor era ir a un albergue transitorio, y bebernos un par de whiskies mientras nuestra ropa se secaba. Obviamente terminamos en la cama. Juanita era un volcán. Todo lo que podía haber imaginado en mi pavota juventud era poco. Ella me dirigía con maestría y estudiada lujuria, su cuerpo de carnes firmes, sus gestos elocuentes, su fuerza y su imaginación hicieron de aquel encuentro, el que hasta ese momento fuera la mejor de mis relaciones sexuales. Y yo respondía a toda su vehemencia con un entusiasmo que nunca antes había tenido. El tiempo en el albergue fue corto para que pudiéramos saciarnos de la urgencia de nuestros cuerpos y pedimos otro turno para continuar con la ceremonia.
Finalmente volvimos a la realidad. Estábamos tan entusiasmados que decidimos encontrarnos a la semana siguiente. Esos siete días fueron una tortura para mí, pues pasaban tan lentamente que parecían estirarse hasta el infinito. Nos encontramos nuevamente. Un hermoso día soleado y cálido. Después de dos horas estábamos sentados al borde de la cama sin entender lo que nos había pasado. Ella parecía fría y distante, yo ni siquiera había logrado una decorosa erección. ¿Que nos había pasado? ¿Pasada la novedad habíamos perdido el interés? Decidimos no rendirnos, tal vez fueran nuestras preocupaciones, cansancio físico o vaya a saber qué. Quedamos para el día siguiente.
Al otro día yo estaba más complicado por las obligaciones laborales y hasta tuve que decirle a  mi esposa que no iría al cumpleaños de una de sus primas lo que generó su enojo. Pero no podía dejar pasar esta oportunidad de redimirme. Amaneció con una tormenta de viento y agua que arrastraba los paraguas y a las personas. Como pude llegué hasta el albergue. Juanita me esperaba en la esquina bajo una marquesina de un negocio.
Mientras la lluvia y el viento golpeaban contra los vidrios de la ventana y no se podía ver nada hacia el exterior, nosotros dos estábamos sumidos en la más fogosa cabalgata de poses sexuales que nunca imaginara. El fuego de la pasión nos consumía o, más apropiadamente, nos encendía aún más. Estábamos imparables, nuestras pieles ardían de placer y dolor en su contacto. Yo la exploraba en toda su dimensión y ella no perdía ocasión de hacerme saber que eso la excitaba cada vez más. Mis manos la emborrachaban de placer y sus gemidos eran música en mis oídos. No queríamos detenernos. Deseábamos prolongar ese éxtasis todo lo más que se pudiera. Y lo hicimos hasta caída la tarde. No sé qué excusa habrá dado ella con mi socio, porque ya ni recuerdo que le dije a mi esposa cuando llegué, agotado, solo pensando en darme un buen baño.
A esta altura ya no sería sorpresa que la siguiente vez que nos encontramos, un caluroso y soleado día, no pasó nada. Una semana después, mientras una imparable tormenta de rayos y lluvia se desataba sobre la ciudad nosotros nos revolcábamos como león y leona en celo, mordiéndonos y aullando, logrando, en nuestro desenfreno, que almohadas, sabanas y edredones volaran hasta el otro extremo de la habitación quedando dispersas por todo el piso.
Ese fue el preciso momento en que nos dimos cuenta de lo que en realidad nos sucedía. Por alguna extraña conjunción astral, eran solo los días lluviosos y cuanto más tormentosos mejor los que nos despertaban nuestros salvajes interiores deseosos de placer infinito.
De manera que pudimos organizarnos debidamente de acuerdo al pronóstico del clima. Mi esposa, que antes me había oído protestar muchas veces cuando llovía, no terminaba de comprender por qué ante el anuncio de lluvias yo me ponía de mejor humor y hasta me iba contento al trabajo.  Mi socio, tampoco  entendía  a Juanita, pues al no trabajar no tenía obligación de salir de su casa en esos desapacibles días, justamente los que elegía para ir de compras. Una vez me contó que le había dicho a su marido que lo hacía porque había menos gente en los negocios y él no le objetó la excusa.
Nuestra rutina de engaños continuó al vaivén del clima durante varios meses y mi socio ya daba por descontado que no apareciera por la oficina los días lluviosos sin recriminármelo.
Asociar nuestros fogosos encuentros con la lluvia me estaban comenzando a generar un estado casi paranoico, pues si el mal clima sucedía durante las horas diurnas siempre lográbamos encontrarnos en el albergue, pero existían otros momentos en que el tema se ponía peligroso.
Uno era cuando estábamos en una cena, ambos con nuestras parejas, junto a otros matrimonios y comenzaba la lluvia. Podían pasar dos cosas o que haciendo un esfuerzo sobrehumano nos contuviéramos o que halláramos la manera de escondernos en algún baño de la casa o restaurante y diéramos rienda suelta a nuestro desenfreno, volviendo a la mesa como si nada hubiera ocurrido. El otro cuando estaba en mi casa, solo con mi mujer y se desataba una tormenta. En esa situación no sabía cómo contenerme, me sentía como un león enjaulado y no daba explicación por mi comportamiento.
En definitiva que la lluvia estaba volviéndome loco. Juanita estaba cada vez más exigente y comencé a desear que no lloviera más. Un día dije basta y a pesar de que llovía torrencialmente me fui a la oficina ignorando mis deseos sexuales. Y allí tuve la revelación. Me resulto sorprendente que la secretaria de  mi socio pusiera cara de espanto al verme y pretendiera que no entrara a la sala de reuniones. Lo hice a pesar de su esfuerzo y encontré a mi socio pasando información confidencial de nuestra producción a gerentes de la competencia mientras sobre la mesa se aposentaba un portafolio con varios miles de dólares.


RELATOS EROTICOS. "LAS MANOS"

Yo sabía que no debía relacionarme con aquella mujer. Era un monumento de largas piernas y senos desarrollados. Altiva, dominante, con su largo cabello color violeta volando al viento como los sensuales personajes del animé japonés. Su falda era proporcionalmente inversa al largo de su cabellera y las botas bucaneras que calzaba siempre, eran una invitación a considerarla una ama y pertenecerle por siempre.
Yo sabía que no debía y sin embargo la tentación de caer a sus pies fue más fuerte que toda prudencia. Más fuerte que los consejos de mi amigo Emilio. Claro, que podía saber él si llevaba tiempo rutinariamente casado y olvidado de todo afán de aventura.
El caso es que un día la abordé en la calle. Ya ni recuerdo que excusa usé para detenerla y conversar. Me miró a los ojos firmemente y dijo.
-No soy lo que piensas-
Y se alejó por la vereda ignorándome, como si yo no existiera.
Pero yo no había pensado lo que ella creía. Yo la amaba y estaba seguro que haría todo lo que me pidiera si correspondía a mi amor.
Pasaron los días, las semanas, los meses. El calor del verano fue sustituido por la melancolía del otoño, este, a su vez, por la inclemencia del invierno, luego el colorido de la primavera y finalmente el termómetro volvió a subir en la escala y yo seguía allí, observando a esa mujer, a veces desde la ventana, a veces en el zaguán según la temperatura ambiente y mi invariable temperatura interior.
Ella continuaba su rutina. Los días de semana trabajaba en la mercería de doña Ana, una viejita que ya no estaba para tener paciencia con los clientes. Los sábados iba al supermercado de los chinos y por la noche se engalanaba para ir a bailar regresando casi de madrugada. Los domingos regaba los malvones de la terraza y parecía no haber hombres a su lado.
Y yo continuaba amándola con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con toda mi imaginación. Fui tan consecuente con ella a pesar de su rechazo que olvide al resto de las mujeres. Habiendo notado en el estado de melancolía en que me hallaba sumido, en vano mis amigas insistían en ir a bailar, a la playa o simplemente a ver una película. Mis amigos se cansaron, luego de prolongada insistencia, en presentarme hermanas, primas o parientas lejanas.
Yo seguía obsesionado por mi vecina de cabellos violeta.
La seguía todos lados. Ella ya no se sorprendía de mi acoso. Intentaba hablarle en cuanta ocasión se presentaba utilizando cualquier pretexto. Pero ni siquiera me contestaba, solo esbozaba una leve y casi imperceptible sonrisa, tan mínima que ni alcanzaba a ver sus dientes y me daba la espalda.
El tiempo continuó pasando inexorable. Yo estaba sintiendo que la fuerza de los años jóvenes estaba comenzado a abandonarme poco a poco. Claro, todavía me sentía fuerte y robusto pero era de suponer que mi pasión atormentada y amordazada era lo que me hacía más débil.
Y un día pasó lo tan anhelado. Volvía del trabajo, de la rutina alienante de todos los días cuando en una esquina me tropecé de frente con el objeto de mis sueños. Ella estaba tan hermosa y sensual como siempre. Radiante, joven, con su piel brillante y su larga cabellera. Era la primera vez que tocaba aquel escultural cuerpo. La sangre afloró en todas mis terminales arteriales. Un calor progresivo subió desde mis pies hasta mi frente. Era evidente que ella sentía algo parecido.
No fueron necesarias las palabras. Hizo dos pasos, se volvió girando la cabeza con toda voluptuosidad haciendo danzar su cabello violeta en el viento y ese gesto me bastó para saber que debía seguirla.
En pocos minutos estábamos en la puerta. Abrió, me hizo pasar y allí pronunció las primeras palabras invitándome a esperarla en el living. Aguardé de pie por que la impaciencia me impedía relajarme. No sé cuánto tiempo pasó pero de pronto oí su voz.
-Ven, ven al dormitorio- me decía.
Si saber dónde era le pregunté casi a los gritos.
-Donde está la luz roja- Me contestó.
Y seguí la luz. De pronto todo, paredes, cielorraso, los muebles, parecían haberse vuelto rojo por efecto de las bombitas de la lámpara de techo y la de la mesita al lado de la cama.
Ella estaba de pie, en medio de la habitación. Altiva y desafiante. Cubierta apenas por un baby doll negro con puntillas, portaligas y medias del mismo color, pero lo que me llamó la atención fue que llevaba puestos guantes, seguramente de seda por su brillo. Al principio me pareció un detalle exótico y pensé que se los iba a sacar pero no lo hizo.
Me acerqué y la tomé de la cintura. Contrariamente a lo que me imaginaba ella se dejó llevar. Ya no era la ama dominante que llenara mis sueños. Como en una danza previamente coreografiada acompañaba mis movimientos con gracia y exuberancia. Movía los brazos y las piernas como siguiendo una música inaudible.
Y yo acrecentaba mi pasión. Me aferraba a sus miembros temiendo que se desvaneciera en el aire y que todo aquello que estaba pasando era solo un sueño. En ese baile llegamos al borde de la cama. Ella cayó lentamente, flotando en el aire y yo encima de ese hermoso cuerpo que se fundía con el mío. Nos besamos, nos acariciamos, nos buscamos aquellas partes que exaltan la más dulce sensación. Nos saboreamos, nos bebimos. Nos confundimos, nos entregamos. Ella gritó de placer, de su placer animal y yo le hice coro como los lobos cuando se buscan en la llanura.
Tras la guerra llegó la paz. El regreso a la respiración normal y a pensar con la cabeza y no con la piel. Ella se puso de pie, yo permanecía acostado y en ese momento reparé en sus guantes nuevamente. Le pedí que se los sacara. Se negó. Dijo.
-No puedo tocarte la piel con mis dedos al descubierto cuando hago el amor-
-¿Por qué?-
-Mejor no preguntes y acéptalo así-
Largué una carcajada, la tomé de los brazos y la hice caer nuevamente sobre la cama. Le quité los guantes a pesar de su resistencia y la tenté a hacer el amor. Ella no intentó otra defensa ante mi arrebato y se dejó llevar por su deseo. Mientras nos fundíamos, ella, desesperadamente me recorría el cuerpo con sus manos. Y yo sentía el fuego de su locura.
De pronto la magia se acabó. Dijo que ya basta y que debía irme. A pesar de mis protestas me llevó hasta la puerta de calle. Cuando llegué a  mi casa y decidí darme una ducha lo que vi en el espejo me llenó de horror. En toda la extensión de mi piel estaba grabadas decenas de veces las manos de aquella mujer delatando donde me acariciara con delicadeza o donde me apretara con todas sus fuerzas. Nada de mi cuerpo le había quedado sin explorar y allí estaba la maldita prueba. Jamás pude quitarme esas marcas a pesar de todo lo que intenté. Quedaron como un recuerdo inevitable pues, además, nunca la volví a ver.