ADVERTENCIA: ESTA HISTORIA PUEDE HERIR SENSIBILIDADES.
No hay sitio seguro
Hacía varios días que las noticias que llegaban
del Lejano Oriente eran calamitosas. Al parecer la gente se moría en las calles
sin saber por qué. Luego trascendió que se trataba de un virus originado en la
ciudad de Wuhan, en China, producto de la trasmisión de un murciélago, o algún
experimento secreto, dirían los conspiranoicos.
La ola no tardó en cruzar los océanos, llevada por
viajeros veloces en sus aviones, a diferencia de la Peste Negra del 1300 que fue
llevada en carretas por caminos casi inexistentes. El gobierno tuvo que tomar
medidas y a falta de información hizo lo que se hacía en Europa y anunciaron un
confinamiento estricto para todos.
Pero ocurre que la corrupción y el sesgo autoritario
del gobierno sumado a su proverbial ineficacia nos hacía sospechar que
utilizarían la cuarentena para hacer de las suyas entre gallos y medianoche.
Alberto, Juan, Rodrigo, Andrés, Mario y yo ya
veníamos hartos del gobierno desde que asumió, así que decidimos que era
momento de tomar nuestra vida en nuestras manos. La decisión era casi inevitable,
había que irse. ¿Adonde, en un mundo que ya estaba siendo cubierto por la
pandemia? No teníamos idea, pero lo seguro era que no nos quedaríamos en el
país a ver el desastre que se avecinaba.
El presidente hizo un anuncio casi repentino. De
un día para otro decretó el encierro, puso a las fuerzas de seguridad en las
calles y todo pareció convertirse en un estado de sitio. Había que actuar
pronto.
Teníamos una sola opción. Mi barco. Un velero de
generosas dimensiones, una goleta de tres palos con varios camarotes y
comodidades para un largo viaje. Equipos de comunicación para no quedar
aislados y celdas solares para la electricidad a bordo y recargar las baterías
de celulares y laptops.
En pocas horas arrasamos con todo lo que pudimos
en el supermercado chino del barrio y las provisiones de nuestras propias
heladeras. También compramos algunos remedios básicos, cargamos bolsos con ropa,
e inclusive tomamos varias armas del padre de Mario y después de dejar nuestras
casas cerradas partimos en tres camionetas cuando ya casi era la hora del
inicio de las restricciones.
Esquivamos un control policial en la Avenida Maipú
justo frente a la Quinta presidencial, doblando en una calle lateral. Cuando
salimos a Avenida Libertador estábamos casi en la entrada al Puerto de Olivos,
donde descansa mi barco. Ya estaba oscuro. No transitaba nadie por la
habitualmente llena avenida. Una cuadra mas allá de donde nos encontrábamos
había otro control policial. Apagamos las luces de los vehículos y doblamos en
una calle que lleva al extremo del muelle. Por fortuna no nos vieron. Lo más
difícil hubiera sido justificar las armas.
Estacionamos las camionetas frete a mi velero y
bajamos todas las provisiones en el mayor silencio. Las sombras de la
incipiente noche nos protegían. Una vez con el barco cargado solté la amarra y
trate de dirigirlo hacia la salida sin encender el motor. Juan y Andrés parados
en la proa me indicaban las maniobras. No quería encender ni siquiera una
linterna. La Luna, que a veces suele iluminar el Rio de la Plata estaba oculta
tras las nubes. No sé si eso era bueno o malo. Me dificultaba la navegación
pero nos protegía de algunas miradas, sobre todo teniendo en cuenta que al
extremo del muelle esta la Prefectura y ellos tienen lanchas con las que nos
podían alcanzar si nos veían.
Salí al ancho rio pero no estaba tranquilo.
Solamente lo estaría cuando estuviera fuera de las aguas territoriales. Puse
proa a la desembocadura. Las luces de la ciudad de Buenos Aires nos servían
como faros a nuestra derecha. Luego se hicieron más tenues conforme pasábamos
frente a la parte sur del conurbano. Más tarde distinguimos las luces de la
ciudad de La Plata. Luego todo se fue oscureciendo cada vez más. Casi ni se
distinguía la línea del horizonte y se confundía el mar con el cielo. Pero la
calma era absoluta, salvo una brisa que nos llevaba hacia el este.
Encendí las luces de posición. No fuera que algún portacontenedores
o un petrolero nos llevara por delante. Igualmente para evitarnos algún
inconveniente decidimos hacer guardias de a dos. No era la primera vez que
navegábamos juntos. Solíamos hacer pequeños cruceros al Brasil o a Punta del Este
en los veranos, pero era la primera vez que salíamos océano adentro. Yo tenía
la licencia de piloto de alta mar por haber realizado varios cursos pero nunca
lleve mi barco tan lejos.
De todas maneras estábamos tranquilos. No teníamos
intención de estar navegando todo el tiempo. Según las noticias que escuchábamos
en la radio todo podía durar años hasta encontrar la cura y en ese lapso seguramente
podíamos detenernos en algún puerto si había que hacer reparaciones o
aprovisionarse.
Lentamente fue saliendo el sol a nuestro frente.
Era un frenesí de diversos colores en el cielo mientras ascendía. Miramos
alrededor para comprobar que nos rodeaba la nada absoluta, ni un barco, ni
bandadas de pájaros. Nada.
La vida a bordo era placentera. Éramos amigos
desde nuestra infancia como compañeros del colegio primario y aunque estudiamos
diversas carreras en la universidad, jamás dejamos de vernos. Teníamos una
verdadera disciplina para todas nuestras rutinas. La hora de la comida, las
raciones, los tiempos de guardia y los turnos en el timón, así como el desplegar
y juntar la velas.
Varios días de tranquila navegación nos hacía
pensar que habíamos tomado la decisión correcta. Aun teníamos suficientes
provisiones y nos manteníamos informados. Rápidamente fuimos adquiriendo un
bronceado como nunca antes. Rodrigo había tenido la buena idea de traer su
guitarra y pasábamos las horas cantando canciones de esas que todos sabemos y
no nos aburría repetirlas una y otra vez.
Llevábamos una semana de navegación cuando Juan,
que se encontraba mirando el Google Maps en su laptop se me acercó con ella en
la mano y me mostró la imagen satelital de una isla.
-Podríamos detenernos allí para pisar un poco de
tierra firme aunque sea por unas horas- Me dijo.
-No es mala idea, pero deberíamos saber que
podemos encontrar ahí- Contesté.
-Veamos las cartas de navegación- Dijo Alberto
bajando a la cabina para buscar el mapa.
Regresó un minuto después y preguntó las
coordenadas pero cuando Juan se las dijo la cara de extrañeza de Alberto nos
obligo a quedarnos mirándolo.
-No hay nada ahí- Dijo.
-¿Cómo que nada?- Preguntó Juan
-Es cierto, no figura en las cartas-
-Deben ser viejas- Afirmo Andrés
-Si, se las compré a Colon- Dije yo, riendo y agregué
–Hace dos semanas que las tengo, son la última edición-
Observamos la imagen del Google Maps. La isla no
era muy grande. A primera vista no parecía habitada. Su forma era bastante
cercana a un circulo con una gran playa hacia el este, una arboleda tupida en
el centro e incluso sobre lo que parecía un promontorio y sobre el oeste una
caleta que conformaba una bahía protegida por altas paredes de acantilados con
un paso estrecho para ingresar en ella, pero por lo que supuse, suficiente para
que entrara nuestro barco y tenerlo a salvo de mares agitados y vientos
fuertes. En la bahía se encontraba una playita pequeña de arenas casi blancas.
Nos llevó casi mediodía llegar al punto que
indicaba el Google. De pronto la vimos en el horizonte. Se apreciaba el promontorio
del centro, tendría unos doscientos metros de alto y frente a nuestra proa
distinguimos la entrada a la caleta. Tome el timón con fuerza pues pensaba que
el choque de las olas contra la costa podría movernos más de lo deseado pero el
mar estaba calmo y pude enfilar derecho hacia el espacio entre dos altas
paredes de roca.
En cuanto ingresamos en la bahía el mar se
convirtió en una pileta. El agua era cristalina y se podían ver los peces yendo
de aquí para allá. El relieve de playa no nos dejaba ir más cerca por ello,
arrojé el ancla, bajamos un bote y nos dirigimos a tierra firme. El acantilado
que protegía la caleta tenía una pared posterior que descendía abruptamente y
rodeándolo pudimos internarnos en el bosque que no era tan espeso como parecía
visto desde arriba.
Un par de chanchos salvajes pasaron corriendo entre
la arboleda. Una rápida revisión de los árboles, entre los cuales había varias
palmeras, nos dieron la pauta de que tendríamos abundancia de leche de coco.
-Este lugar me esta gustando, podríamos quedarnos
unos días- Dijo Andrés.
-O tenerlo como base de operaciones- Agregué.
Convinimos que era una buena idea. En poco tiempo
llegamos a la amplia playa del otro lado de la isla. Era muy larga aunque las
olas, provenientes del mar abierto, parecían peligrosas comparadas con la
tranquilidad de la caleta.
Decidimos subir al promontorio. No nos costó
demasiado gracias a que nos manteníamos en forma. Fuimos abriéndonos camino con
un machete y cuando llegamos a la cumbre descubrimos que una saliente de la
roca ofrecía un acogedor reparo del sol y el viento. Estuvimos de acuerdo en
levantar un pequeño refugio aprovechando esa roca para pasar el tiempo allí y
de paso observar el horizonte en 360 grados.
-No perderemos tiempo construyendo algo grande. El
barco será nuestro hogar y solo levantaremos un techo una pared de cañas en el
promontorio- Propuse y todos estuvieron de acuerdo.
Pasaron algunos días. Todavía teníamos provisiones
pero matamos a uno de los chanchos salvajes cuando descubrimos que había varios
de ellos. Hicimos un fogón en la playita de la caleta y comimos un asado como en
los buenos tiempos. Recorríamos la isla solo por el placer de caminar y por las
tardes nos reuníamos en el promontorio a tomar mate.
A veces escuchábamos las noticias y cada vez nos
alegrábamos más de haber huido de la civilización. Todo era un desastre, los
muertos se multiplicaban, los gobiernos no sabían qué hacer y los servicios
médicos colapsaban. Entre nosotros no hablábamos mucho del tema.
Una mañana de calor agobiante, Alberto, Andrés y
yo salimos a caminar temprano. Y como había dos botes, dejamos a los demás
durmiendo en el barco y llegamos a la playita. Llevábamos el equipo de mate y
decidimos quedarnos al abrigo de la saliente en el promontorio. Nos sentamos en
unas piedras que servían de bancos y pasamos un rato tomando la infusión, comiendo
unas galletas que habíamos cocinado en el microondas y recorriendo todo el horizonte
a nuestro alrededor. Al principio no había nada para ver, pero de pronto una
silueta blanca que apareció a lo lejos se fue haciendo cada vez más grande. En
un par de horas lo tuvimos muy cerca de la isla, al punto que podíamos verlo en
detalle con nuestros prismáticos.
Era uno de esos enormes transatlánticos de varios
pisos de alto. De proporciones monstruosas por donde se los mire y en los
cuales te abruman con tanta actividades que nunca tenes tiempo para ver el mar.
Los vimos echar anclas y comenzamos a preocuparnos. Temíamos una invasión masiva
en nuestro refugio por lo que seguimos observando el movimiento de tripulación
y pasajeros.
Bajaron del costado del barco dos botes salvavidas
color naranja. Una vez depositados en el agua se abrió una puerta a la altura
de la línea de flotación y comenzaron a bajar personas, contamos unas veinte,
de ambos sexos, que eran acomodados en uno de los botes. En el otro subieron
cinco tripulantes, los que eran fáciles de reconocer por sus uniformes. Con una
soga, el bote de los tripulantes comenzó a remolcar al otro y se fueron
acercando a la orilla. Nuestra preocupación se convirtió en alarma. Casi al unísono
nos dimos cuenta lo que estaba ocurriendo aunque parecía difícil de imaginar.
Se estaban deshaciendo de pasajeros infectados.
Nos miramos. ¿Con que gran mentira los
convencieron de desembarcar? Pues parecían tranquilos y no había señales de violencia
por parte de los tripulantes. En ese momento llamé por walkie talkie a los
chicos que aun estaban en el velero y les dije que se mantuvieran atentos y
listos para salir.
Los pasajeros desembarcaron en la playa. Miraban
todo a su alrededor como buscando algo en particular. Dos de ellos, varones,
cayeron al suelo y era evidente que tenían dificultad para respirar.
Rápidamente los tripulantes del transatlántico que estaban en el otro bote se
dieron a la fuga, arrastrando consigo el bote de los pasajeros y luego
hundiéndolo a mitad de camino entre la isla y el gran barco. Allí fue cuando
los pasajeros se dieron cuenta que fuera lo que fuera que les dijeron, les
habían mentido. Gritaron de desesperación pero era inútil. En cuanto el bote de
los tripulantes llegó a su destino el lujoso transatlántico levó anclas y
virando se volvió por donde había llegado.
Ahora teníamos un problema. El problema del que
creíamos haber escapado. Seguimos en el promontorio viendo a los pasajeros
dando vueltas en círculo sin saber qué hacer. Pero uno de ellos trató de
generar algo de orden y por los gestos nos dimos cuenta que habían decidido
adentrarse en la isla. Cuando los vimos atravesar la primera fila de palmeras
bajamos corriendo hacia nuestro barco. Si mantenían un paso más o menos
constante era probable que los intrusos llegaran en poco tiempo a la caleta.
Nosotros llegamos primero. Subimos al bote y
remamos con todo ímpetu hasta el velero. El resto de nuestros amigos tenían
todo listo para partir. Inclusive habían puesto en marcha el motor para ser más
rápido. Antes de lo pensado llegaron los pasajeros a la playita de la caleta.
Ver nuestro velero y apoderarse de ellos la locura de pretender llegar hasta
nosotros les llevó solo un segundo. Corrieron por la playa hasta donde ya no
hacían pie y luego se lanzaron a nadar gritando como esquizofrénicos.
Fue Mario el que gritó
-¡No van a
apoderarse de nuestra isla!-
Y comenzó a disparar su rifle contar los
desesperados. No hubo más palabras. Todos hicimos lo mismo. Los acribillamos a
balazos sin la más mínima conmiseración. No eran seres humanos, eran un mal que
debía extirpase. A los pocos minutos yacían los cadáveres de todos ellos en el
agua, sangrando por sus heridas. No pasó mucho tiempo más hasta que unas
voluminosas siluetas grises inundaron la bahía. Eran tiburones tigre. Llegados
de quién sabe donde habiendo olido la sangre fresca. Alrededor de nuestro
barco, mientras nosotros mirábamos impasibles se dieron un gran festín. Hasta
se peleaban entre ellos por los trozos de carne generando surtidores de agua y
oleaje. Cuando ya no quedo nada por comer se fueron como habían llegado.
No hubo necesidad de palabras. Nadie iba a contar
lo sucedido. Sentíamos que había sido en defensa propia. Andrés se acordó de los dos infortunados que habían
quedado en la playa.
-Ya deben estar muertos- Le contesté.
-Mejor sería que lo verificáramos- Opinó Mario.
Bajamos a los botes, remamos hasta la playa,
atravesamos el bosque y llegamos al otro lado de la isla. Los pasajeros aun
estaban vivos. Respirando con dificultad y sin ninguna posibilidad de
supervivencia. Cuando nos vieron creyeron que íbamos a salvarlos. Con las pocas
fuerzas que le quedaban uno me preguntó
-¿Ustedes son del hospital?-
-Si- Le dije por no defraudarlo.
-¡Ah! Entonces no nos mintieron, nos dijeron que
aquí íbamos a ser atendidos-
Entonces comprendí como habían sido engañados.
-¿Los demás están bien?- Volvió a interrogarme.
-Si, bien- Dije e inmediatamente le disparé un
tiro en la cabeza mientras Alberto hacía lo mismo con el otro.
-No podemos dejarlos acá. Están infectados- Manifestó
Andrés.
Y así fue que con todas las precauciones que
pudimos los amarramos por los pies. Juan fue a buscar uno de los botes y
después de dar vuelta a la isla lo acomodó en la playa. Atamos una soga larga
al bote en cuyo otro extremo sujetamos a los dos cadáveres y remando nos
alejamos varios metros de la costas y allí los dejamos hundirse en el océano.
Volvimos a
nuestro barco. Habíamos salvado nuestra isla. O quizá no. Quizá andaría por ahí
el virus esparcido por los gritos de los pasajeros del transatlántico. O quizá
se lo llevaría el viento. No lo sabíamos. Y no iba a pasar mucho tiempo hasta
averiguarlo.
¿FIN?