Sunday, November 21, 2021

DE PORQUE DETESTO LA MILITANCIA

 

Estudié en una escuela técnica entre 1966 y 1971. Todavia no eran los años de plomo que sobrevendrían luego y los peronistas todavía tenían al tirano depuesto, cómodo, en su casita de Madrid. Pero eran años de dictadura, habíamos comenzado con Ongania y ya andábamos por Levingston o Lanusse.

Mis compañeros y yo éramos un grupo unido. Siendo que había una sola división de la especialidad Construcciones, el mismo grupo estudió junto los últimos cuatro años del secundario. Nos habíamos convertido en una barra de amigos bastante unida. Y a pesar de que no teníamos todos los mismos gustos compartíamos nuestras experiencias solo por conservar la amistad. Unos hacían teatro vocacional, otros eran músicos. A todos los íbamos a ver cuándo actuaban. Solíamos ir los sábados a Zodiaco o a boliches bailables en el conurbano, adonde ahora no iría ni con custodia policial. Los domingos gastamos las suelas en Camelot, Apple y otros boliches de Ramos Mejía.

A veces nos reuníamos en la casa de unos que vivían en Santos Lugares y nos dábamos siempre una vuelta por lo de Don Ernesto Sábato a ver si lo veíamos en el jardín, cosa que una vez sucedió y lo saludamos. Algún partido de futbol, salidas con chicas conocidas, y mucha lectura intercambiando libros (Así fue que leí “La naranja mecánica”) Muchos vinilos escuchados y recitales de rock disfrutando de Manal, Trio Galleta, Pajarito Zaguri, el incipiente Almendra o Vox Dei y tantos otros.

Pero llego el último año y con él la aparición de militantes del Partido Comunista de la Facultad de Arquitectura tratando de captar nuevos adeptos. Y lo lograron con cuatro o cinco. Aquellos compañeros dejaron de compartir nuestras aventuras juveniles. Nadie los alejó. Lo hicieron solos, primero cerrándose en el discurso que les habían inculcado. Se acabaron con ellos las charlas interminables hasta la madrugada sin que interpusieran su nueva ideología adquirida y no hablaron nunca más de otra cosa.

Solo una vez un par de compañeros y yo los acompañamos a uno de sus eventos. Fuimos a ver “La Hora de los hornos” en una presentación casi clandestina en una casa.

Casi todo el grupo ingresó en la facultad. Era ingreso irrestricto. Pero nunca más pudimos retrotraernos con aquellos compañeros al pasado reciente. Al contrario. Los militantes más expertos los acicateaban para que nos convencieran de llevarnos a su redil, sabiendo que éramos un grupo numeroso.

Con los años el grupo se disolvió. Varios, por diferentes motivos, dejamos la facu. Pero aquel recuerdo de como amigos entrañables se convirtieron en extraños debido a la militancia política fue uno de los motivos, además de mi personalidad independiente, que me convencieron de que jamás seria el siervo de una ideología o de una persona con ambiciones políticas personales.

 

 

Saturday, November 20, 2021

UNA HISTORIA POCO FANTASTICA

 

Había un país que no era un país. Todos sus habitantes simulaban que era un país. En realidad todos simulaban lo que no eran. Los políticos, los abogados, los delincuentes y los administradores de consorcio simulaban que eran honestos. Los gobernantes simulaban que eran eficientes, los ricos simulaban que eran pobres y los pobres simulaban que eran importantes. Los vagos simulaban que trabajaban y los ignorantes simulaban que eran inteligentes. Los violentos simulaban ser víctimas y la policía simulaba que detenía criminales y los jueces simulaban que los condenaban. Y el ejército simulaba que entrenaba.

Hasta que un día los invadió otro país, gobernado por un tirano. La invasión fue rápida porque los soldados simulaban que disparaban. En poco tiempo el país quedo sojuzgado en la esclavitud, los niños asesinados y las mujeres violadas. Pero no les importaba. Ellos simulaban que eran libres.

 

Saturday, August 07, 2021

Tuesday, June 08, 2021

NO HAY SITIO SEGURO (CUENTO)

ADVERTENCIA: ESTA HISTORIA PUEDE HERIR SENSIBILIDADES.

 

No hay sitio seguro

 

Hacía varios días que las noticias que llegaban del Lejano Oriente eran calamitosas. Al parecer la gente se moría en las calles sin saber por qué. Luego trascendió que se trataba de un virus originado en la ciudad de Wuhan, en China, producto de la trasmisión de un murciélago, o algún experimento secreto, dirían los conspiranoicos.

La ola no tardó en cruzar los océanos, llevada por viajeros veloces en sus aviones, a diferencia de la Peste Negra del 1300 que fue llevada en carretas por caminos casi inexistentes. El gobierno tuvo que tomar medidas y a falta de información hizo lo que se hacía en Europa y anunciaron un confinamiento estricto para todos.

Pero ocurre que la corrupción y el sesgo autoritario del gobierno sumado a su proverbial ineficacia nos hacía sospechar que utilizarían la cuarentena para hacer de las suyas entre gallos y medianoche.

Alberto, Juan, Rodrigo, Andrés, Mario y yo ya veníamos hartos del gobierno desde que asumió, así que decidimos que era momento de tomar nuestra vida en nuestras manos. La decisión era casi inevitable, había que irse. ¿Adonde, en un mundo que ya estaba siendo cubierto por la pandemia? No teníamos idea, pero lo seguro era que no nos quedaríamos en el país a ver el desastre que se avecinaba.

El presidente hizo un anuncio casi repentino. De un día para otro decretó el encierro, puso a las fuerzas de seguridad en las calles y todo pareció convertirse en un estado de sitio. Había que actuar pronto.

Teníamos una sola opción. Mi barco. Un velero de generosas dimensiones, una goleta de tres palos con varios camarotes y comodidades para un largo viaje. Equipos de comunicación para no quedar aislados y celdas solares para la electricidad a bordo y recargar las baterías de celulares y laptops.

En pocas horas arrasamos con todo lo que pudimos en el supermercado chino del barrio y las provisiones de nuestras propias heladeras. También compramos algunos remedios básicos, cargamos bolsos con ropa, e inclusive tomamos varias armas del padre de Mario y después de dejar nuestras casas cerradas partimos en tres camionetas cuando ya casi era la hora del inicio de las restricciones.

Esquivamos un control policial en la Avenida Maipú justo frente a la Quinta presidencial, doblando en una calle lateral. Cuando salimos a Avenida Libertador estábamos casi en la entrada al Puerto de Olivos, donde descansa mi barco. Ya estaba oscuro. No transitaba nadie por la habitualmente llena avenida. Una cuadra mas allá de donde nos encontrábamos había otro control policial. Apagamos las luces de los vehículos y doblamos en una calle que lleva al extremo del muelle. Por fortuna no nos vieron. Lo más difícil hubiera sido justificar las armas.

Estacionamos las camionetas frete a mi velero y bajamos todas las provisiones en el mayor silencio. Las sombras de la incipiente noche nos protegían. Una vez con el barco cargado solté la amarra y trate de dirigirlo hacia la salida sin encender el motor. Juan y Andrés parados en la proa me indicaban las maniobras. No quería encender ni siquiera una linterna. La Luna, que a veces suele iluminar el Rio de la Plata estaba oculta tras las nubes. No sé si eso era bueno o malo. Me dificultaba la navegación pero nos protegía de algunas miradas, sobre todo teniendo en cuenta que al extremo del muelle esta la Prefectura y ellos tienen lanchas con las que nos podían alcanzar si nos veían.

Salí al ancho rio pero no estaba tranquilo. Solamente lo estaría cuando estuviera fuera de las aguas territoriales. Puse proa a la desembocadura. Las luces de la ciudad de Buenos Aires nos servían como faros a nuestra derecha. Luego se hicieron más tenues conforme pasábamos frente a la parte sur del conurbano. Más tarde distinguimos las luces de la ciudad de La Plata. Luego todo se fue oscureciendo cada vez más. Casi ni se distinguía la línea del horizonte y se confundía el mar con el cielo. Pero la calma era absoluta, salvo una brisa que nos llevaba hacia el este.

Encendí las luces de posición. No fuera que algún portacontenedores o un petrolero nos llevara por delante. Igualmente para evitarnos algún inconveniente decidimos hacer guardias de a dos. No era la primera vez que navegábamos juntos. Solíamos hacer pequeños cruceros al Brasil o a Punta del Este en los veranos, pero era la primera vez que salíamos océano adentro. Yo tenía la licencia de piloto de alta mar por haber realizado varios cursos pero nunca lleve mi barco tan lejos.

De todas maneras estábamos tranquilos. No teníamos intención de estar navegando todo el tiempo. Según las noticias que escuchábamos en la radio todo podía durar años hasta encontrar la cura y en ese lapso seguramente podíamos detenernos en algún puerto si había que hacer reparaciones o aprovisionarse.

Lentamente fue saliendo el sol a nuestro frente. Era un frenesí de diversos colores en el cielo mientras ascendía. Miramos alrededor para comprobar que nos rodeaba la nada absoluta, ni un barco, ni bandadas de pájaros. Nada.

La vida a bordo era placentera. Éramos amigos desde nuestra infancia como compañeros del colegio primario y aunque estudiamos diversas carreras en la universidad, jamás dejamos de vernos. Teníamos una verdadera disciplina para todas nuestras rutinas. La hora de la comida, las raciones, los tiempos de guardia y los turnos en el timón, así como el desplegar y  juntar la velas.

Varios días de tranquila navegación nos hacía pensar que habíamos tomado la decisión correcta. Aun teníamos suficientes provisiones y nos manteníamos informados. Rápidamente fuimos adquiriendo un bronceado como nunca antes. Rodrigo había tenido la buena idea de traer su guitarra y pasábamos las horas cantando canciones de esas que todos sabemos y no nos aburría repetirlas una y otra vez.

Llevábamos una semana de navegación cuando Juan, que se encontraba mirando el Google Maps en su laptop se me acercó con ella en la mano y me mostró la imagen satelital de una isla.

-Podríamos detenernos allí para pisar un poco de tierra firme aunque sea por unas horas- Me dijo.

-No es mala idea, pero deberíamos saber que podemos encontrar ahí- Contesté.

-Veamos las cartas de navegación- Dijo Alberto bajando a la cabina para buscar el mapa.

Regresó un minuto después y preguntó las coordenadas pero cuando Juan se las dijo la cara de extrañeza de Alberto nos obligo a quedarnos mirándolo.

-No hay nada ahí- Dijo.

-¿Cómo que nada?- Preguntó Juan

-Es cierto, no figura en las cartas-

-Deben ser viejas- Afirmo Andrés

-Si, se las compré a Colon- Dije yo, riendo y agregué –Hace dos semanas que las tengo, son la última edición-

Observamos la imagen del Google Maps. La isla no era muy grande. A primera vista no parecía habitada. Su forma era bastante cercana a un circulo con una gran playa hacia el este, una arboleda tupida en el centro e incluso sobre lo que parecía un promontorio y sobre el oeste una caleta que conformaba una bahía protegida por altas paredes de acantilados con un paso estrecho para ingresar en ella, pero por lo que supuse, suficiente para que entrara nuestro barco y tenerlo a salvo de mares agitados y vientos fuertes. En la bahía se encontraba una playita pequeña de arenas casi blancas.

Nos llevó casi mediodía llegar al punto que indicaba el Google. De pronto la vimos en el horizonte. Se apreciaba el promontorio del centro, tendría unos doscientos metros de alto y frente a nuestra proa distinguimos la entrada a la caleta. Tome el timón con fuerza pues pensaba que el choque de las olas contra la costa podría movernos más de lo deseado pero el mar estaba calmo y pude enfilar derecho hacia el espacio entre dos altas paredes de roca.

En cuanto ingresamos en la bahía el mar se convirtió en una pileta. El agua era cristalina y se podían ver los peces yendo de aquí para allá. El relieve de playa no nos dejaba ir más cerca por ello, arrojé el ancla, bajamos un bote y nos dirigimos a tierra firme. El acantilado que protegía la caleta tenía una pared posterior que descendía abruptamente y rodeándolo pudimos internarnos en el bosque que no era tan espeso como parecía visto desde arriba.

Un par de chanchos salvajes pasaron corriendo entre la arboleda. Una rápida revisión de los árboles, entre los cuales había varias palmeras, nos dieron la pauta de que tendríamos abundancia de leche de coco.

-Este lugar me esta gustando, podríamos quedarnos unos días- Dijo Andrés.

-O tenerlo como base de operaciones- Agregué.

Convinimos que era una buena idea. En poco tiempo llegamos a la amplia playa del otro lado de la isla. Era muy larga aunque las olas, provenientes del mar abierto, parecían peligrosas comparadas con la tranquilidad de la caleta.

Decidimos subir al promontorio. No nos costó demasiado gracias a que nos manteníamos en forma. Fuimos abriéndonos camino con un machete y cuando llegamos a la cumbre descubrimos que una saliente de la roca ofrecía un acogedor reparo del sol y el viento. Estuvimos de acuerdo en levantar un pequeño refugio aprovechando esa roca para pasar el tiempo allí y de paso observar el horizonte en 360 grados.

-No perderemos tiempo construyendo algo grande. El barco será nuestro hogar y solo levantaremos un techo una pared de cañas en el promontorio- Propuse y todos estuvieron de acuerdo.

Pasaron algunos días. Todavía teníamos provisiones pero matamos a uno de los chanchos salvajes cuando descubrimos que había varios de ellos. Hicimos un fogón en la playita de la caleta y comimos un asado como en los buenos tiempos. Recorríamos la isla solo por el placer de caminar y por las tardes nos reuníamos en el promontorio a tomar mate.

A veces escuchábamos las noticias y cada vez nos alegrábamos más de haber huido de la civilización. Todo era un desastre, los muertos se multiplicaban, los gobiernos no sabían qué hacer y los servicios médicos colapsaban. Entre nosotros no hablábamos mucho del tema.

Una mañana de calor agobiante, Alberto, Andrés y yo salimos a caminar temprano. Y como había dos botes, dejamos a los demás durmiendo en el barco y llegamos a la playita. Llevábamos el equipo de mate y decidimos quedarnos al abrigo de la saliente en el promontorio. Nos sentamos en unas piedras que servían de bancos y pasamos un rato tomando la infusión, comiendo unas galletas que habíamos cocinado en el microondas y recorriendo todo el horizonte a nuestro alrededor. Al principio no había nada para ver, pero de pronto una silueta blanca que apareció a lo lejos se fue haciendo cada vez más grande. En un par de horas lo tuvimos muy cerca de la isla, al punto que podíamos verlo en detalle con nuestros prismáticos.

Era uno de esos enormes transatlánticos de varios pisos de alto. De proporciones monstruosas por donde se los mire y en los cuales te abruman con tanta actividades que nunca tenes tiempo para ver el mar. Los vimos echar anclas y comenzamos a preocuparnos. Temíamos una invasión masiva en nuestro refugio por lo que seguimos observando el movimiento de tripulación y pasajeros.

Bajaron del costado del barco dos botes salvavidas color naranja. Una vez depositados en el agua se abrió una puerta a la altura de la línea de flotación y comenzaron a bajar personas, contamos unas veinte, de ambos sexos, que eran acomodados en uno de los botes. En el otro subieron cinco tripulantes, los que eran fáciles de reconocer por sus uniformes. Con una soga, el bote de los tripulantes comenzó a remolcar al otro y se fueron acercando a la orilla. Nuestra preocupación se convirtió en alarma. Casi al unísono nos dimos cuenta lo que estaba ocurriendo aunque parecía difícil de imaginar. Se estaban deshaciendo de pasajeros infectados.

Nos miramos. ¿Con que gran mentira los convencieron de desembarcar? Pues parecían tranquilos y no había señales de violencia por parte de los tripulantes. En ese momento llamé por walkie talkie a los chicos que aun estaban en el velero y les dije que se mantuvieran atentos y listos para salir.

Los pasajeros desembarcaron en la playa. Miraban todo a su alrededor como buscando algo en particular. Dos de ellos, varones, cayeron al suelo y era evidente que tenían dificultad para respirar. Rápidamente los tripulantes del transatlántico que estaban en el otro bote se dieron a la fuga, arrastrando consigo el bote de los pasajeros y luego hundiéndolo a mitad de camino entre la isla y el gran barco. Allí fue cuando los pasajeros se dieron cuenta que fuera lo que fuera que les dijeron, les habían mentido. Gritaron de desesperación pero era inútil. En cuanto el bote de los tripulantes llegó a su destino el lujoso transatlántico levó anclas y virando se volvió por donde había llegado.

Ahora teníamos un problema. El problema del que creíamos haber escapado. Seguimos en el promontorio viendo a los pasajeros dando vueltas en círculo sin saber qué hacer. Pero uno de ellos trató de generar algo de orden y por los gestos nos dimos cuenta que habían decidido adentrarse en la isla. Cuando los vimos atravesar la primera fila de palmeras bajamos corriendo hacia nuestro barco. Si mantenían un paso más o menos constante era probable que los intrusos llegaran en poco tiempo a la caleta.

Nosotros llegamos primero. Subimos al bote y remamos con todo ímpetu hasta el velero. El resto de nuestros amigos tenían todo listo para partir. Inclusive habían puesto en marcha el motor para ser más rápido. Antes de lo pensado llegaron los pasajeros a la playita de la caleta. Ver nuestro velero y apoderarse de ellos la locura de pretender llegar hasta nosotros les llevó solo un segundo. Corrieron por la playa hasta donde ya no hacían pie y luego se lanzaron a nadar gritando como esquizofrénicos.

Fue Mario el que gritó

-¡No van a apoderarse de nuestra isla!-

Y comenzó a disparar su rifle contar los desesperados. No hubo más palabras. Todos hicimos lo mismo. Los acribillamos a balazos sin la más mínima conmiseración. No eran seres humanos, eran un mal que debía extirpase. A los pocos minutos yacían los cadáveres de todos ellos en el agua, sangrando por sus heridas. No pasó mucho tiempo más hasta que unas voluminosas siluetas grises inundaron la bahía. Eran tiburones tigre. Llegados de quién sabe donde habiendo olido la sangre fresca. Alrededor de nuestro barco, mientras nosotros mirábamos impasibles se dieron un gran festín. Hasta se peleaban entre ellos por los trozos de carne generando surtidores de agua y oleaje. Cuando ya no quedo nada por comer se fueron como habían llegado.

No hubo necesidad de palabras. Nadie iba a contar lo sucedido. Sentíamos que había sido en defensa propia. Andrés  se acordó de los dos infortunados que habían quedado en la playa.

-Ya deben estar muertos- Le contesté.

-Mejor sería que lo verificáramos- Opinó Mario.

Bajamos a los botes, remamos hasta la playa, atravesamos el bosque y llegamos al otro lado de la isla. Los pasajeros aun estaban vivos. Respirando con dificultad y sin ninguna posibilidad de supervivencia. Cuando nos vieron creyeron que íbamos a salvarlos. Con las pocas fuerzas que le quedaban uno me preguntó

-¿Ustedes son del hospital?-

-Si- Le dije por no defraudarlo.

-¡Ah! Entonces no nos mintieron, nos dijeron que aquí íbamos a ser atendidos-

Entonces comprendí como habían sido engañados.

-¿Los demás están bien?- Volvió a interrogarme.

-Si, bien- Dije e inmediatamente le disparé un tiro en la cabeza mientras Alberto hacía lo mismo con el otro.

-No podemos dejarlos acá. Están infectados- Manifestó Andrés.

Y así fue que con todas las precauciones que pudimos los amarramos por los pies. Juan fue a buscar uno de los botes y después de dar vuelta a la isla lo acomodó en la playa. Atamos una soga larga al bote en cuyo otro extremo sujetamos a los dos cadáveres y remando nos alejamos varios metros de la costas y allí los dejamos hundirse en el océano.

Volvimos a nuestro barco. Habíamos salvado nuestra isla. O quizá no. Quizá andaría por ahí el virus esparcido por los gritos de los pasajeros del transatlántico. O quizá se lo llevaría el viento. No lo sabíamos. Y no iba a pasar mucho tiempo hasta averiguarlo.

 

¿FIN?

Sunday, January 24, 2021

LA PERRA (¿UNA HISTORIA FANTASTICA?)

 

Trabé amistad con Oleg Yazdowsky una tarde de verano mientras caminábamos por el parque paseando nuestros perros. En realidad Oleg y yo era vecinos desde hacía muchos años pero por esas circunstancias que uno no se detiene a pensar, jamás habíamos intercambiado más que respetuosos saludos.

Sabía que llegó de la Madre Rusia muy de pequeño, en realidad era de mi misma generación, actualmente ambos rozamos los sesenta años. Lo hizo junto con su madre y su padre y se instalaron en una pequeña casa casi en las afueras del pueblo. Eran muy amables y educados. Lo que no pudieron evitar fue que todo el mundo los viera como posibles fugados de su tierra ya que sabemos que quién se va de Rusia es por problemas políticos y aun más en aquella época de la Guerra Fría. Oleg fue a la escuela en la Capital y cuando regresó al pueblo ya era un mozo apuesto. Comenzó a trabajar en el campo de unos amigos.

Los años pasaron inexorables y finalmente esa tarde de verano un comentario banal sobre los perros hizo que, mientras los canes jugaban, nos sentáramos en un banco a la sombra de un gran roble a charlar-

Mi perro es un Golden Retrive., de nombre Bobby, muy original, aun cachorro con bastante energía para correr y saltar. El de Oleg resulto una perra mestiza pero con algunos rasgos de Husky siberiano. Se llamaba Kudryavka. Medio difícil para andar llamándolo pero me explicó que era un apodo por el rizado de su pelo.

Casi sin proponérnoslo comenzamos a encontrarnos cada tarde en el parque. Oleg era bastante parco en su conversación pero de vez en cuando largaba algunas frases en voz no muy alta que me dejaban pensando.

Un día dijo: -Kudryavka era una perra callejera en Moscú…-

Rápidamente hice cuentas. Oleg y sus padres habían llegado cuando yo era un niño. Tal vez por el 63 o 64. O sea que la perra tendría casi como 58 años. Después pensé que yo era un idiota, tal vez mi nuevo amigo se refería a un antepasado de su perra.

Otro día dijo: -Cuando muera se la dejare a mis hijos…-

Lo mire, Oleg era una persona mayor pero no era un viejo, y salvo que tuviera una enfermedad oculta, se lo veía en mucho mejor estado que yo mismo. ¿Cuánto más pensaba que iba a vivir la perra? Me quedé con la duda.

Más adelante, sin hablar de la perra, me contó que habían huido de Rusia por discrepancias con el Gobierno.

Vaya novedad, pensé.

Me dio algunos detalles. Su padre Vladimir, era cirujano en el programa espacial. Y si bien durante un tiempo tuvo que cumplir órdenes finalmente se hartó por remordimiento de conciencia y huyó con su esposa y su pequeño hijo, o sea el mismo Oleg.

Cada día que pasaba Oleg parecía más dispuesto a contarme lo sucedido.

-Huimos una noche. Un amigo de papá nos presto un auto y casi con lo puesto nos marchamos por la frontera a Polonia y de allí a Francia, donde le ofrecieron trabajo a mi padre pero él deseaba ir más lejos, lo más lejos que pudiera y hasta aquí llegamos.-

Y tomándose un respiro preanunciando que iba a decir algo importante agregó.

-También nos trajimos a la perra-

-Claro, es fácil encariñarse con estos animalitos-

-Si, pero además era esencial salvarle la vida-

-¿A quién?-

-A Kudryavka, por supuesto-

Y ahí hice la pregunta que me carcomía el cerebro.

-¿A la antepasado de Kudryavka?-

-No- Respondió mientras la señalaba a unos pocos metros de nosotros- A ella-

-¿Cómo a ella? ¿Cuántos años tiene?-

-68 años-

-¡Me está tomando el pelo!-

-No, ella es la verdadera, la auténtica Laika-

-Laika murió en el espacio- Repliqué.

-Eso es lo que todo el mundo cree. La nave no estaba preparada para ser recuperada, por lo tanto Laika iba al sacrificio. Mi padre, que era uno de los médicos que la controlaba en su entrenamiento le tomó mucho cariño y el día anterior al lanzamiento en Noviembre del 57 la trajo a casa para que jugara con ella. Lloré de pena cuando debió llevarla de nuevo al Cosmódromo.

-¿Y si no murió en el espacio como es que esta viva y con semejante cantidad de años? Si hasta parece que todavía fuera un perro joven-

-Pocas personas lo saben. El hecho es que, al parecer, la nave en una de sus orbitas perdió todo contacto con la tierra. Ese fenómeno duró unas dos horas y cuando regresó la comunicación supieron por los latidos del corazón y otras señas vitales que Laika aun vivía cuando ya debería estar muerta según los cálculos. Los científicos y los militares que controlaban el proyecto no sabían que pasaba y poco después volvió a cortarse la comunicación y dieron oficialmente la nave por perdida-

-¿Y entonces?-

-Dos científicos amigos de mi padre hicieron los cálculos de donde podía haber caído la nave. Tomaron un helicóptero y fueron al lugar. Encontraron la capsula, algo rota, pero suficiente armada como para no haber dañando en el golpe a la perra. Rápidamente la sacaron de allí y mi padre la llevó de vuelta a casa. Más tarde llegaron los militares al sitio del aterrizaje y al no encontrar a la perra comenzaron a buscarla por toda la estepa pensando que había huido por sus propios medios. Mi padre supo que el resto de los científicos pensaban que durante el periodo ciego de comunicación la nave había estado en otra dimensión y que eso podía haber alterado a Laika y querían encontrarla para estudiarla y hasta para, quizás, enviarla de vuelta al espacio. Mi padre la ocultó en casa mucho tiempo. Pronto comenzó a darse cuenta que parecían no pasar los años para la perra y cuando supo que la KGB andaba detrás de él decidió que era hora que nos fugáramos-

Lo mire. Puse cara de creerle.

-Asombroso-, dije y agregué. -Pues espero que viva muchos años más-.

Llame a Bobby y nos fuimos. No sé si Oleg se arrepintió de haberme contado su historia, pero si de algo estoy seguro es que yo jamás se lo contaría a nadie. ¿Quién iba a creerme?