Andrew salió de su casa esa mañana de muy buen
humor. El clima era agradable y a pesar de lo temprano de la hora el Sol
comenzaba a asomarse sobre los tejados de las casas. El barrio estaba
tranquilo, algunas personas comenzaban a salir para sus tareas cotidianas y los
niños a la escuela.
Andrew estaba feliz, finalmente iba a vivir el día
tan esperado. Después de tantos años de comprar todos los meses un billete para
la lotería le llegó la hora de ganar con el número que seguía rutinariamente,
el premio que tanto anhelaba.
Esperó en la esquina el ómnibus que lo llevaría a
la Estación de ferrocarril, allí tomaría el expreso hasta la vecina ciudad de
Puerto del Medio, donde lo estarían esperando con un vehículo para finalmente
dejarlo en su destino. El destino con el que soñara tantas noches, él como
muchos otros que esperaban con ansias ganar el derecho que creían merecido.
En ese día, no era el único que salía de su casa
feliz, en todo el país eran cincuenta los ganadores. Cincuenta individuos,
hombres o mujeres, poseedores del billete que los acreditaba para ser los
protagonistas del Día de la Justicia.
Cumplió todo su viaje en corto tiempo. Los
servicios de transporte público habían mejorado notoriamente en los últimos
diez años desde que el gobierno decidió hacer una profunda reforma de muchos
aspectos de la vida cotidiana de sus habitantes. Los ómnibus estaban
prolijamente limpios, los ferrocarriles funcionaban a horario y los empleados públicos
de todos los niveles eran responsables y honestos.
Tan responsable como el chofer que esperaba
puntualmente a Andrew en la estación de Puerto del Medio. Tras los saludos de
rigor y habiendo mostrado su billete, nuestro hombre subió a la camioneta y comenzó
la última etapa del viaje, saliendo de la ciudad por una amplia autopista y
atravesando extensos campos cultivados.
Una hora después ya se encontraba a las puertas de
la Penitenciaria de Puerto del Medio, un edificio de altas murallas grises que
no permitían ver nada de ella desde el exterior. Un guardia revisó el billete
que Andrew mantenía ansiosamente en su mano y ordenó abrir la pesada puerta de
hierro. Inmediatamente entraron a un patio con unos pocos árboles y al
detenerse el vehículo llego a saludarlo el mismo Alcaide de la prisión en
persona.
Lo hicieron pasar a las oficinas donde charlaron
un rato para distenderse. Incluso el director le ofreció un trago de whiskey
por si lo necesitaba para animarse pero Andrew lo rechazó alegando que prefería
tener todos sus sentidos en funcionamiento.
El tiempo de espera en las oficinas del Alcaide tenía
otro propósito. Otra lotería. Una que se iba a efectuar dentro del ámbito de la
prisión para elegir a una persona. Una vez cumplido el acto, un guardia llego
hasta la oficina y le entregó al director un papel con un nombre.
-Llegó la hora-
Le dijo el director a Andrew. Y acompañado por dos guardias salieron por
un largo pasillo sin ventanas y en semipenumbra. Al abrirse una puerta entraron
en un salón profusamente iluminado cuyas luces enceguecieron por unos segundos
a los recién llegados. Cuando Andrew recuperó la vista pudo ver claramente al
otro extremo de este salón a un sujeto, parado contra la pared, con los ojos
vendados.
Uno de los guardias, en silencio, le presento un maletín
plástico y al abrirlo pudo ver una pistola con su cargador completo. Con
seguridad la tomó del caño para no jalar accidentalmente el gatillo. La sopesó
en la mano derecha e hizo la prueba de apuntar levantándola con ambas manos.
-¿Todo en orden?- Le pregunto el Alcaide.
Respondió solo con un movimiento de cabeza, dada la emoción que sentía en ese
momento.
-Cuando quiera- Dijo el Alcaide. Se tomó un par de
segundos para asegurar la mira laser y disparó, los ocho tiros del cargador.
El prisionero cayó muerto sin pronunciar siquiera
una queja. El destino que cumplió al haber tenido el número que saliera en la lotería
dentro del presidio.
-Uno menos- Comentó un guardia.
-¿Va a seguir participando en la Lotería del Día
de la Justicia?- Pregunto el Alcaide.
-Por supuesto- Respondió Andrew.
Esa noche,
cincuenta ciudadanos honestos, como Andrew, habían cumplido su sueño. Eliminar
un delincuente, legalmente, como se venía haciendo desde hacía varios años
todos los meses, desde que el gobierno instaurara la Lotería del Día de la
Justicia, para amedrentar a los violentos y los deshonestos y no superar la
superpoblación en las cárceles.
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