Desconozco si sucede en otras partes de este mundo,
pero en la Argentina ha comenzado una campaña de algunos colectivos feministas para
tratar de imponer un lenguaje al que llaman “inclusivo”.
No es nuevo el intento de modificar el lenguaje
creyendo que con ello se cambia la realidad de algunos sectores, como por
ejemplo llamar “afroamericanos” o “gente de color” a las personas antes
llamadas “negras” o llamar “pueblos originarios” a quienes llamábamos “indios”
Es claro que esos cambios lingüísticos no han servido de nada. En
nuestro país los pueblos indios siguen viviendo en la misma manera paupérrima y
olvidados en que han vivido siempre. E incluso echados a palos de una plaza en
Buenos Aires por militantes del anterior gobierno que siempre se jactó de “inclusivista”
y defensor de los pobres, cuando esos indios intentaron protestar por la forma
en que son explotados.
Este intento comenzó con la idea de reemplazar la terminación en “o”
que comprendía a ambos géneros, como por ejemplo “todos” que se completó con la
frase “todos y todas”. Como no pareció suficiente la siguiente etapa fue cambiar
la “o” por una x, el símbolo @ y algún otro delirio impronunciable.
Hasta que se llegó a la letra “e” y nos encontramos con la palabra “todes”
y cuanta otra palabra que terminada en “o” pasó a terminar en “e”.
Las palabras se inventan, obvio. Han nacido a lo largo de la historia
de mil fuentes diferentes, por ingenio de alguien, por la similitud con algo ya
nombrado, por necesidad, como el vocabulario de los científicos, los médicos,
los abogados y ahora de todo lo relacionado por esta era cibernética en la que surgieron
cosas que hace pocos años no existían.
También los lunfardos nacieron por necesidad, porque los miembros del
hampa no deseaban que la policía supiera de qué hablaban, más o menos, sobre
todo con el lunfardo estas palabras se fueron haciendo populares espontáneamente,
sin la intervención de alguien que quisiera obligar al resto a hablar así. Y también
vinieron los lunfardos más recientes, los de los drogadictos o los de las
nuevas generaciones, como los millennials.
El lenguaje está vivo y dinámico. Los diccionarios finalmente recogen
lo que se habla en la calle, pero lo que se habla en la calle surge naturalmente,
cuando se intenta imponer un lenguaje para modificar la realidad y con ello las
costumbres y la manera de pensar se cae en algo que tiene el mismo nombre aquí y
del otro lado del mundo y ese solo nombre es: Fascismo.
El lenguaje inclusivo no va a
modificar que haya tantos femicidios ni maltrato, ni va a igualar las
posibilidades de ambos géneros, más bien es un capricho infantil que desdibuja
todo lo que se puede hacer en materia de legislación y seguridad para la
igualdad y protección de las mujeres.
Y conlleva a sus defensores a
ultranza a adoptar posiciones antipáticas, pues, aunque la gente en general es bastante
permeable a las novedades a veces reacciona como un cuerpo ante una infección y
empieza a ver a los defensores del lenguaje inclusivo como una manada de
fundamentalistas retrógrados, como la Iglesia, por ejemplo.
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