Friday, June 18, 2010

Te esperaré, Roberto (cuento)

Otra vez más voy camino de la cárcel. Como tantas otras, dispuesta, aunque de mala gana a tolerar que los guardias me miren sin disimulo, mientras se tocan la entrepierna de manera que yo lo note y después discutan entre ellos quien debe revisarme al entrar pues o no hay guardias mujeres para que lo hagan o habiéndolas no están dispuestas debido a mi sexo.
La humillación a la que me someten me resulta intolerable pero se compensa cuando estoy en la sala de visitas o en la habitación que una vez al mes nos otorgan para que tengamos relaciones con el Roberto.
Yo amo a Roberto, y lo amaré toda mi vida. Lo voy a esperar hasta que salga de esta inmunda prisión aunque el abogado me diga que no tiene muchas posibilidades, después de todo es un don nadie y la sentencia de veinticinco años que le dio el juez parece inamovible.
Claro, que si tiene buena conducta hay una esperanza. Pero para ello debe tolerar las burlas de sus compañeros de celda que al verme llegar lo mortifican diciéndole: “Ahí viene la puta de tu hembra” o “Seguro que cuando esta en la calle se acuesta con cualquiera” o lo que más le indigna “¿Vos le das o te da ella?
Y el pobre se la aguanta y no dice nada. Cree en mi, yo quiero pensar que él también me ama. Al menos lo consuelo cuando me acaricia el cuerpo y me convierte en su mujer, en su hembra, en su esposa, en su vuelo lejos de las altas murallas y los guardias violentos.
Pensar que está ahí encerrado por culpa mía. En realidad podría haberse ahorrado la pena si solo se hubiera mantenido alejado de su padre y sin importarle lo que me pasaba. Pero no pudo con su genio y quiso sacarme de la vida miserable a que estaba sometida.
Todo comenzó hace mucho tiempo atrás. Yo acarreaba una historia de frustraciones que comenzó cuando mis padres se dieron cuenta que andaba por la casa vestida de mujer y fingiendo que lo era. Mi padre me dio una paliza que no olvidaré jamás y me echó del hogar ante la pasividad de mi madre que nada dijo. A los trece años tuve que vivir en la calle, robando y mendigando. Como pude, pagando mi viaje manteniendo relaciones sexuales con camioneros, llegué hasta la capital.
Un individuo que merodeaba por la estación terminal de ómnibus me llevó a su casa, en cuanto descubrió que yo tenía experiencia en complacer hombres y que me gustaba la ropa femenina me convirtió en una putita explotándome para su beneficio.
Unas travestis me rescataron de su dominio y me enseñaron como desenvolverme en la calle. Aprendí a ganarme mi dinero. Pude ponerme las tetas e inyectarme hormonas. A los diecinueve años era una mas de ellas, condenada a ser una prostituta tolerando a los clientes a los que se les va la mano con las drogas, golpeándome o obligándome a tener relaciones sin preservativo, con el riesgo de contagiarme el SIDA, sin contar a la policía que nos arrestaba cada vez que se les ocurría y sin la posibilidad de tener un trabajo decente, educación y una identidad acorde con nuestro aspecto.
Hasta que apareció Cosme. El hombre no era de la ciudad. Viajaba a menudo para hacer negocios que tenían que ver con su establecimiento rural y no perdía ocasión para pasar por Palermo y buscar una travesti. Después de dos o tres veces que eligió a compañeras mías, me descubrió. Desde ese momento me convertí en su favorita. Al poco tiempo comenzó a hacer esas promesas que escuchamos todas. Que me iba a sacar de ese ambiente y me iba a llevar a vivir con él. Que tenía una casa en el campo y allí podríamos vivir juntos y en paz. Yo no le creía, y así continuamos hasta que un día se apareció por la pensión que compartía con otras travestis. Y me convenció. Junté mis pocas prendas en una valija y partimos rápidamente. Las chicas salieron a la puerta a despedirme y desearme suerte.
En pocas horas llegamos a su propiedad. Yo no tenía idea de donde estaba, pero al ver la hermosa casita que iba a ser mi hogar no me importó. Era un pequeño pero acogedor chalet en medio de un monte de eucaliptos, totalmente apartado de la ruta. El silencio era tal que se oía con claridad el canto de los pájaros. Cosme me mostró la habitación que sería nuestro dormitorio y dejó que me acomodara mientras se ocupaba de sus tareas.
Comencé a vivir una existencia idílica. Me había convertido en su esposa, no solo en la cama. Le cocinaba, le lavaba y planchaba la ropa, limpiaba la casa y teníamos por las noches fogosas relaciones que nos dejaban agotados y felices. Pero había algo extraño en su comportamiento. Jamás me dejaba salir de la propiedad, el se encargaba de las compras, no solo para la casa sino que para mi también. Me traía vestidos, lencería y maquillajes. Al principio acepte sin chistar esa situación y todo andaba bien pero en cuanto comencé a insistir en salir y pasear por el pueblo se negó rotundamente.
Se volvió hosco y malhumorado y aunque yo había dejado de insistir con el tema, el comenzó a volverse obsesivo pensando que tenía intenciones de abandonarlo. Nada fue igual. Para demostrarme que era quien mandaba comenzó a pegarme. En sus salidas al pueblo o a otros campos se aseguraba de que no iba a escapar sujetándome con una cadena a la pata de la cama. Me gritaba por cualquier cosa y me encerraba en nuestra habitación cuando venía alguno de los peones a verlo.
Todo lo que yo había soñado, el poder ser una verdadera mujer para mi hombre, se desvaneció. Cayó como un castillo de naipes y comencé a pensar que ese era mi sino, el no poder ser feliz.
Así se mantuvieron las cosas por varios meses hasta que llegó de improviso Roberto, el hijo de Cosme. Venía de la capital con su flamante título de veterinario dispuesto a ayudar a su padre con la hacienda. Cosme no puedo evitar que Roberto me conociera, no teniendo otro lugar para alojarse se quedó a vivir con nosotros. Durante un tiempo me trató bien pero la paranoia continuó y tras unas pocas semanas la violencia volvió, esta vez para amedrentarme por si tenía intenciones de intimar con su hijo lo que era solo idea suya ya que, a pesar de todo, no pensaba en serle infiel.
Roberto descubrió lo que sucedía. Al principio se limitaba a tratarme con sumo respeto lo que me resultó agradable, pero poco después, al ver como me maltrataba Cosme, tomó con decisión partido en mi defensa. El choque entre ambos fue inevitable. Cada vez fueron más violentas sus discusiones, tras las que yo le pedía a Roberto que no interviniera para no disgustar a su padre, pero debo admitir, que comenzaba a encariñarme con él.
No pude resistirme a su simpatía ni a la manera caballeresca como me trataba. Finalmente sucumbí y le dejé que me poseyera en la misma cama que compartía con Cosme. No nos descubrió pues estaba de viaje por sus otras propiedades pero el drama se desato cuando Roberto me convenció de irnos de allí. Estábamos juntando mi ropa en una maleta cuando llegó. Cosme quiso castigarme y Roberto se interpuso. Discutieron, se tomaron a golpes y al caerse del cinturón de Cosme el revolver que llevaba siempre consigo, este llegó hasta los pies de Roberto que lo tomó y decidido le disparó dos tiros a su padre ante mi desesperación y la mirada atónita de dos peones que, ignorándolo nosotros, habían acompañado a su patrón. Sus declaraciones fueron las que condenaron a Roberto.
Nos convertimos en la comidilla de todos los hipócritas del pueblo en cuanto se enteraron, sobre todo, que yo era travesti. No solo debí sufrir al ver a Roberto en el banquillo de los acusados sino que también tuve que soportar que se me mencionara como una perdida que había llevado a ambos hombres a semejante desgracia. Mujeres y hombres me insultaban cada vez que llegaba o salía del juzgado.
Cuando terminó el juicio y trasladaron a Roberto a la cárcel me mudé de pueblo para estar más cerca de él. Al menos en mi nueva morada no me conocían. Una travesti de la capital me consiguió empleo de sirvienta en lo de una señora rica y viuda. Trabajo como una burra pero no me quejo. Al menos tengo una cama, un techo y en la casa no hay hombres.
Los martes, jueves y sábados voy a la prisión a ver a Roberto. Le llevo alguna pavada para comer, hablamos el futuro como si lo tuviéramos asegurado, nos acariciamos, nos besamos y al partir yo siempre le digo: Te esperare Roberto.


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