Estudié en una
escuela técnica entre 1966 y 1971. Todavia no eran los años de plomo que
sobrevendrían luego y los peronistas todavía tenían al tirano depuesto, cómodo,
en su casita de Madrid. Pero eran años de dictadura, habíamos comenzado con
Ongania y ya andábamos por Levingston o Lanusse.
Mis compañeros y yo éramos
un grupo unido. Siendo que había una sola división de la especialidad
Construcciones, el mismo grupo estudió junto los últimos cuatro años del
secundario. Nos habíamos convertido en una barra de amigos bastante unida. Y a
pesar de que no teníamos todos los mismos gustos compartíamos nuestras
experiencias solo por conservar la amistad. Unos hacían teatro vocacional,
otros eran músicos. A todos los íbamos a ver cuándo actuaban. Solíamos ir los sábados
a Zodiaco o a boliches bailables en el conurbano, adonde ahora no iría ni con
custodia policial. Los domingos gastamos las suelas en Camelot, Apple y otros
boliches de Ramos Mejía.
A veces nos reuníamos
en la casa de unos que vivían en Santos Lugares y nos dábamos siempre una
vuelta por lo de Don Ernesto Sábato a ver si lo veíamos en el jardín, cosa que
una vez sucedió y lo saludamos. Algún partido de futbol, salidas con chicas
conocidas, y mucha lectura intercambiando libros (Así fue que leí “La naranja
mecánica”) Muchos vinilos escuchados y recitales de rock disfrutando de Manal,
Trio Galleta, Pajarito Zaguri, el incipiente Almendra o Vox Dei y tantos otros.
Pero llego el último
año y con él la aparición de militantes del Partido Comunista de la Facultad de
Arquitectura tratando de captar nuevos adeptos. Y lo lograron con cuatro o
cinco. Aquellos compañeros dejaron de compartir nuestras aventuras juveniles.
Nadie los alejó. Lo hicieron solos, primero cerrándose en el discurso que les
habían inculcado. Se acabaron con ellos las charlas interminables hasta la madrugada
sin que interpusieran su nueva ideología adquirida y no hablaron nunca más de
otra cosa.
Solo una vez un par
de compañeros y yo los acompañamos a uno de sus eventos. Fuimos a ver “La Hora de
los hornos” en una presentación casi clandestina en una casa.
Casi todo el grupo
ingresó en la facultad. Era ingreso irrestricto. Pero nunca más pudimos
retrotraernos con aquellos compañeros al pasado reciente. Al contrario. Los
militantes más expertos los acicateaban para que nos convencieran de llevarnos
a su redil, sabiendo que éramos un grupo numeroso.
Con los años el grupo se disolvió. Varios, por
diferentes motivos, dejamos la facu. Pero aquel recuerdo de como amigos
entrañables se convirtieron en extraños debido a la militancia política fue uno
de los motivos, además de mi personalidad independiente, que me convencieron de
que jamás seria el siervo de una ideología o de una persona con ambiciones políticas
personales.