Yo lo conocí al juez Atilio Perrone. Era un magistrado honesto y justo como pocos si es que en realidad había otros como él. Sus fallos eran inapelables y no por que no existieran los procedimientos adecuados sino por que tanto los fiscales como los abogados defensores aceptaban sin discusión sus resoluciones considerándolas de lo más acertadas.
En el matrimonio no le fue tan bien. Conminado por sus padres a casarse con la hija mayor del decano de la Facultad de Derecho con el afán de obtener urgentes resultados para bien terminar su carrera duró casado solo cinco años. Se separó cuando todavía no había iniciado su meteórica carrera al estrellato judicial quedando como único producto de esa relación un hijo que pronto fue malcriado en exceso por su madre y su abuela convirtiéndose con el paso de los años en un adolescente al borde de la perdición legal o la idiotez mental.
El juez Atilio Perrone no volvió a casarse. Durante un tiempo fue objeto de una tenaz persecución de cuanta dama en estado de ofrecerse se cruzó por su camino. Su parquedad y lo que todos diagnosticaban como una leve misoginia echaron por tierra todos esos intentos y de a poco conquistó el inestimable titulo de solterón.
Pero el juez Atilio Perrone tenía un secreto. De noche en su casa, al abrigo de las miradas de sus vecinos, mientras todos aquellos que dependían de sus fallos intentaban conciliar el sueño, él se vestía de lencería erótica con zapatos taco aguja, se colocaba una blonda peluca y maquillaba su rostro con profusión de colores en los ojos y un excitante rojo en los labios.
Así preparado se sentaba frente a la computadora, encendía el Messenger y se conectaba con toda su creciente red de admiradores que esperaban ese momento para verlo en acción. Es decir verlo realizar un strip tease que luego de varios minutos proseguía en una desaforada demostración de cómo se penetraba a si mismo con un dildo de generosas dimensiones mientras veía en las exiguas pantallas a sus seguidores masturbarse. Al procurarse él mismo aquel placer terminaba eyaculando junto con todos ellos en una orgía de semen que si la tecnología lo permitiera podría desbordar las computadoras.
Luego, cuando sobrevenía el relax apagaba el aparato y se iba a dormir con la tranquilidad de un niño. En ocasiones se sentía tentado de aceptar las múltiples invitaciones que le hacían llegar para una verdadera relación. Pero el temor de ser descubierto aún era una barrera que lo mantenía salvo de riesgos innecesarios. Nada podía saber de lo que se escondía detrás de un nick que no servía de identificación certera. De modo que continuaba sintiéndose seguro entre las cuatro paredes que lo protegían del mundo exterior.
Cada mañana volvía a su juzgado. Determinaba sobre vidas y bienes de otras personas y era un señor respetado y a la vez temido. Un padre tolerante, ya que otra cosa no le quedaba por hacer con su hijo descarriado y un amoroso hijo que visitaba a su madre en el Hogar de Ancianos de lujo en donde la había internado cuando descubrió que ella ya casi ni recordaba quien era él.
Todo parecía perfecto en la vida del juez Atilio Perrone hasta aquella noche en que a un raterito de poca monta se le ocurrió treparse a los techos y entrar por la ventana de la cocina creyendo que la casa estaba vacía. Sin hacer el menor ruido pasó al pasillo y ahí vio lo que menos esperaba. A ese hombre vestido de mujer sentado sobre el dildo y haciendo muecas de placer ante la cámara. El ladrón quiso huir con tal mala suerte que se tropezó con una silla. El juez Atilio Perrone, abrumado por la sorpresa, quiso taparse pero era tarde. Inmovilizado de terror, el ladrón lo miraba sin entender y a su vez no era menor el terror del juez.
El juez Atilio Perrone saltó de su sitio para atrapar al intruso. No debía dejarlo escapar. Debía detenerlo. Sin saberlo ambos, un vecino trasnochado había visto al ratero entrar en la casa y consecuente con ello llamó a la policía. Al momento de sonar las sirenas de los patrulleros, el juez sorprendió a ladrón y lo derribó de un golpe. Este cayó desmayado. Rápidamente se sacó el maquillaje de la cara, se cambió de ropas y para cuando los policías llegaron a su puerta salió a abrirles con toda naturalidad.
Aún aturdido por el golpe, el ladrón fue trasladado a la comisaría. En poco tiempo fue sentenciado a cuatro años de cárcel por otro juez ya que Atilio Perrone no podía hacerlo por cuestiones de jurisdicción o de competencia. Pero su mayor temor era que el imbécil hablara de más. Enterado de que había sido trasladado a la cárcel de Marcos Paz, hizo llevar a su despacho a un asesino que había condenado a veinte años y que estaba recluido en la misma prisión.
-Puedo rebajarte la condena y salís en pocos meses si haces un trabajito para mí- Le dijo en cuanto estuvieron solos.
En el matrimonio no le fue tan bien. Conminado por sus padres a casarse con la hija mayor del decano de la Facultad de Derecho con el afán de obtener urgentes resultados para bien terminar su carrera duró casado solo cinco años. Se separó cuando todavía no había iniciado su meteórica carrera al estrellato judicial quedando como único producto de esa relación un hijo que pronto fue malcriado en exceso por su madre y su abuela convirtiéndose con el paso de los años en un adolescente al borde de la perdición legal o la idiotez mental.
El juez Atilio Perrone no volvió a casarse. Durante un tiempo fue objeto de una tenaz persecución de cuanta dama en estado de ofrecerse se cruzó por su camino. Su parquedad y lo que todos diagnosticaban como una leve misoginia echaron por tierra todos esos intentos y de a poco conquistó el inestimable titulo de solterón.
Pero el juez Atilio Perrone tenía un secreto. De noche en su casa, al abrigo de las miradas de sus vecinos, mientras todos aquellos que dependían de sus fallos intentaban conciliar el sueño, él se vestía de lencería erótica con zapatos taco aguja, se colocaba una blonda peluca y maquillaba su rostro con profusión de colores en los ojos y un excitante rojo en los labios.
Así preparado se sentaba frente a la computadora, encendía el Messenger y se conectaba con toda su creciente red de admiradores que esperaban ese momento para verlo en acción. Es decir verlo realizar un strip tease que luego de varios minutos proseguía en una desaforada demostración de cómo se penetraba a si mismo con un dildo de generosas dimensiones mientras veía en las exiguas pantallas a sus seguidores masturbarse. Al procurarse él mismo aquel placer terminaba eyaculando junto con todos ellos en una orgía de semen que si la tecnología lo permitiera podría desbordar las computadoras.
Luego, cuando sobrevenía el relax apagaba el aparato y se iba a dormir con la tranquilidad de un niño. En ocasiones se sentía tentado de aceptar las múltiples invitaciones que le hacían llegar para una verdadera relación. Pero el temor de ser descubierto aún era una barrera que lo mantenía salvo de riesgos innecesarios. Nada podía saber de lo que se escondía detrás de un nick que no servía de identificación certera. De modo que continuaba sintiéndose seguro entre las cuatro paredes que lo protegían del mundo exterior.
Cada mañana volvía a su juzgado. Determinaba sobre vidas y bienes de otras personas y era un señor respetado y a la vez temido. Un padre tolerante, ya que otra cosa no le quedaba por hacer con su hijo descarriado y un amoroso hijo que visitaba a su madre en el Hogar de Ancianos de lujo en donde la había internado cuando descubrió que ella ya casi ni recordaba quien era él.
Todo parecía perfecto en la vida del juez Atilio Perrone hasta aquella noche en que a un raterito de poca monta se le ocurrió treparse a los techos y entrar por la ventana de la cocina creyendo que la casa estaba vacía. Sin hacer el menor ruido pasó al pasillo y ahí vio lo que menos esperaba. A ese hombre vestido de mujer sentado sobre el dildo y haciendo muecas de placer ante la cámara. El ladrón quiso huir con tal mala suerte que se tropezó con una silla. El juez Atilio Perrone, abrumado por la sorpresa, quiso taparse pero era tarde. Inmovilizado de terror, el ladrón lo miraba sin entender y a su vez no era menor el terror del juez.
El juez Atilio Perrone saltó de su sitio para atrapar al intruso. No debía dejarlo escapar. Debía detenerlo. Sin saberlo ambos, un vecino trasnochado había visto al ratero entrar en la casa y consecuente con ello llamó a la policía. Al momento de sonar las sirenas de los patrulleros, el juez sorprendió a ladrón y lo derribó de un golpe. Este cayó desmayado. Rápidamente se sacó el maquillaje de la cara, se cambió de ropas y para cuando los policías llegaron a su puerta salió a abrirles con toda naturalidad.
Aún aturdido por el golpe, el ladrón fue trasladado a la comisaría. En poco tiempo fue sentenciado a cuatro años de cárcel por otro juez ya que Atilio Perrone no podía hacerlo por cuestiones de jurisdicción o de competencia. Pero su mayor temor era que el imbécil hablara de más. Enterado de que había sido trasladado a la cárcel de Marcos Paz, hizo llevar a su despacho a un asesino que había condenado a veinte años y que estaba recluido en la misma prisión.
-Puedo rebajarte la condena y salís en pocos meses si haces un trabajito para mí- Le dijo en cuanto estuvieron solos.
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