Nos conocimos en nuestra tierna y despreocupada infancia. Yo vivía en un departamento del primer piso de un edificio de la mitad de cuadra y tú en la casa de la esquina, la única que ostentaba un patio con parra y macetas con alegrías del hogar.
A pesar de las diferencias de sexo éramos buenos amigos que, dejando por mi lado las muñecas y por el tuyo la pelota de cuero, solíamos pasar las tardes conversando en el zaguán y soñando con futuros imposibles.
Recuerdo, especialmente, aquellas en que nuestros padres nos dejaban estudiar juntos en tu casa mientras ellos salían a realizar las compras. Libres de las miradas vigilantes, dejábamos los libros de lado y saltábamos alegres sobre los sillones riéndonos sin poder detenernos. En esas ocasiones advertí que simulabas caer al piso para poder verme la bombachita de voladitos de encaje bajo mi falda tableada. Algunas veces fuiste más audaz y simplemente me levantabas la pollera. En ese caso era yo la que simulaba. Simulaba molestarme.
El paso de los años nos separó, Al final del Primario nuestros rumbos se dividieron. Tú fuiste al Comercial y yo al Normal. Circunstancia agravada por que estaban a veinticinco cuadras uno del otro y por que nuestros horarios no coincidían.
Formaste tu barra de amigos, yo me junté con las chicas del Club. Un buen día mi padre compró una casa en la Provincia y ni siquiera pude pasar por la tuya a despedirme.
¿Diez años? ¿Once?. No se cuantos pasaron. Entre la Universidad y las pocas ganas de comprometerme aún seguía soltera. Linda, simpática, agradable, sensual, tentadora. No me faltaban pretendientes a los que rechazaba sin demasiado trámite para desdicha de mis padres.
Y finalmente sucedió. El trámite que debía hacer me llevó a una oficina donde abrumado de burocráticas montañas de papel te encontré
Tratando de que no te viera el jefe charlamos un rato. Para facilitarte las cosas te dije que te esperaba a la salida. Aceptaste.
Y en un mugroso café de escasas lamparitas nos contamos presurosos todo lo que nos habíamos perdido uno del otro.
Intercambiamos teléfonos. Después de dos días esperando que dieras el primer paso, te llamé. Algo debió haber sacudido tu anomia por que a partir de ese momento fuiste tú quien propuso las citas. Citas en donde caminábamos, ibamos al cine, charlábamos...
Me regalaste flores, bombones y hasta un par de aros. Eras atento, gentil, educado. Esperabas que me rindiera a tu cortejo a la antigua y yo comencé a negarme. No te contestaba el teléfono, me hacía rogar para cada cita, llegaba tarde, me mantenía en incómodos silencios.
Una noche fría y lluviosa mientras caminaba sola a mi departamento, una mano fuerte me tomó de la cintura, mientras otra me colocaba un trapo en la boca. Sin poder defenderme, me desvanecí. Desperté en esta habitación sin ventanas, para comprobar que estaba desnuda, atada a la cama y amordazada. Una máscara de cuero me cubría la cara con sólo dos pequeños agujeros a la altura de los ojos que no me permitían ver demasiado. Pero lo suficiente para verte cuando entrabas y colocándote encima mío me violabas una y otra vez, sin dejar de humillarme con cuanto insulto se te ocurría.
Sin poder responderte, sin poder gritar, yo me mordía los labios a cada embate tuyo. Es mejor así, si hubiera podido hablarte te hubiera dicho que eso era lo que estaba esperando de vos.
Y corría el riesgo de que una vez que lo supieras ya no quisieras seguir haciéndolo.
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