Tuesday, June 08, 2021

NO HAY SITIO SEGURO (CUENTO)

ADVERTENCIA: ESTA HISTORIA PUEDE HERIR SENSIBILIDADES.

 

No hay sitio seguro

 

Hacía varios días que las noticias que llegaban del Lejano Oriente eran calamitosas. Al parecer la gente se moría en las calles sin saber por qué. Luego trascendió que se trataba de un virus originado en la ciudad de Wuhan, en China, producto de la trasmisión de un murciélago, o algún experimento secreto, dirían los conspiranoicos.

La ola no tardó en cruzar los océanos, llevada por viajeros veloces en sus aviones, a diferencia de la Peste Negra del 1300 que fue llevada en carretas por caminos casi inexistentes. El gobierno tuvo que tomar medidas y a falta de información hizo lo que se hacía en Europa y anunciaron un confinamiento estricto para todos.

Pero ocurre que la corrupción y el sesgo autoritario del gobierno sumado a su proverbial ineficacia nos hacía sospechar que utilizarían la cuarentena para hacer de las suyas entre gallos y medianoche.

Alberto, Juan, Rodrigo, Andrés, Mario y yo ya veníamos hartos del gobierno desde que asumió, así que decidimos que era momento de tomar nuestra vida en nuestras manos. La decisión era casi inevitable, había que irse. ¿Adonde, en un mundo que ya estaba siendo cubierto por la pandemia? No teníamos idea, pero lo seguro era que no nos quedaríamos en el país a ver el desastre que se avecinaba.

El presidente hizo un anuncio casi repentino. De un día para otro decretó el encierro, puso a las fuerzas de seguridad en las calles y todo pareció convertirse en un estado de sitio. Había que actuar pronto.

Teníamos una sola opción. Mi barco. Un velero de generosas dimensiones, una goleta de tres palos con varios camarotes y comodidades para un largo viaje. Equipos de comunicación para no quedar aislados y celdas solares para la electricidad a bordo y recargar las baterías de celulares y laptops.

En pocas horas arrasamos con todo lo que pudimos en el supermercado chino del barrio y las provisiones de nuestras propias heladeras. También compramos algunos remedios básicos, cargamos bolsos con ropa, e inclusive tomamos varias armas del padre de Mario y después de dejar nuestras casas cerradas partimos en tres camionetas cuando ya casi era la hora del inicio de las restricciones.

Esquivamos un control policial en la Avenida Maipú justo frente a la Quinta presidencial, doblando en una calle lateral. Cuando salimos a Avenida Libertador estábamos casi en la entrada al Puerto de Olivos, donde descansa mi barco. Ya estaba oscuro. No transitaba nadie por la habitualmente llena avenida. Una cuadra mas allá de donde nos encontrábamos había otro control policial. Apagamos las luces de los vehículos y doblamos en una calle que lleva al extremo del muelle. Por fortuna no nos vieron. Lo más difícil hubiera sido justificar las armas.

Estacionamos las camionetas frete a mi velero y bajamos todas las provisiones en el mayor silencio. Las sombras de la incipiente noche nos protegían. Una vez con el barco cargado solté la amarra y trate de dirigirlo hacia la salida sin encender el motor. Juan y Andrés parados en la proa me indicaban las maniobras. No quería encender ni siquiera una linterna. La Luna, que a veces suele iluminar el Rio de la Plata estaba oculta tras las nubes. No sé si eso era bueno o malo. Me dificultaba la navegación pero nos protegía de algunas miradas, sobre todo teniendo en cuenta que al extremo del muelle esta la Prefectura y ellos tienen lanchas con las que nos podían alcanzar si nos veían.

Salí al ancho rio pero no estaba tranquilo. Solamente lo estaría cuando estuviera fuera de las aguas territoriales. Puse proa a la desembocadura. Las luces de la ciudad de Buenos Aires nos servían como faros a nuestra derecha. Luego se hicieron más tenues conforme pasábamos frente a la parte sur del conurbano. Más tarde distinguimos las luces de la ciudad de La Plata. Luego todo se fue oscureciendo cada vez más. Casi ni se distinguía la línea del horizonte y se confundía el mar con el cielo. Pero la calma era absoluta, salvo una brisa que nos llevaba hacia el este.

Encendí las luces de posición. No fuera que algún portacontenedores o un petrolero nos llevara por delante. Igualmente para evitarnos algún inconveniente decidimos hacer guardias de a dos. No era la primera vez que navegábamos juntos. Solíamos hacer pequeños cruceros al Brasil o a Punta del Este en los veranos, pero era la primera vez que salíamos océano adentro. Yo tenía la licencia de piloto de alta mar por haber realizado varios cursos pero nunca lleve mi barco tan lejos.

De todas maneras estábamos tranquilos. No teníamos intención de estar navegando todo el tiempo. Según las noticias que escuchábamos en la radio todo podía durar años hasta encontrar la cura y en ese lapso seguramente podíamos detenernos en algún puerto si había que hacer reparaciones o aprovisionarse.

Lentamente fue saliendo el sol a nuestro frente. Era un frenesí de diversos colores en el cielo mientras ascendía. Miramos alrededor para comprobar que nos rodeaba la nada absoluta, ni un barco, ni bandadas de pájaros. Nada.

La vida a bordo era placentera. Éramos amigos desde nuestra infancia como compañeros del colegio primario y aunque estudiamos diversas carreras en la universidad, jamás dejamos de vernos. Teníamos una verdadera disciplina para todas nuestras rutinas. La hora de la comida, las raciones, los tiempos de guardia y los turnos en el timón, así como el desplegar y  juntar la velas.

Varios días de tranquila navegación nos hacía pensar que habíamos tomado la decisión correcta. Aun teníamos suficientes provisiones y nos manteníamos informados. Rápidamente fuimos adquiriendo un bronceado como nunca antes. Rodrigo había tenido la buena idea de traer su guitarra y pasábamos las horas cantando canciones de esas que todos sabemos y no nos aburría repetirlas una y otra vez.

Llevábamos una semana de navegación cuando Juan, que se encontraba mirando el Google Maps en su laptop se me acercó con ella en la mano y me mostró la imagen satelital de una isla.

-Podríamos detenernos allí para pisar un poco de tierra firme aunque sea por unas horas- Me dijo.

-No es mala idea, pero deberíamos saber que podemos encontrar ahí- Contesté.

-Veamos las cartas de navegación- Dijo Alberto bajando a la cabina para buscar el mapa.

Regresó un minuto después y preguntó las coordenadas pero cuando Juan se las dijo la cara de extrañeza de Alberto nos obligo a quedarnos mirándolo.

-No hay nada ahí- Dijo.

-¿Cómo que nada?- Preguntó Juan

-Es cierto, no figura en las cartas-

-Deben ser viejas- Afirmo Andrés

-Si, se las compré a Colon- Dije yo, riendo y agregué –Hace dos semanas que las tengo, son la última edición-

Observamos la imagen del Google Maps. La isla no era muy grande. A primera vista no parecía habitada. Su forma era bastante cercana a un circulo con una gran playa hacia el este, una arboleda tupida en el centro e incluso sobre lo que parecía un promontorio y sobre el oeste una caleta que conformaba una bahía protegida por altas paredes de acantilados con un paso estrecho para ingresar en ella, pero por lo que supuse, suficiente para que entrara nuestro barco y tenerlo a salvo de mares agitados y vientos fuertes. En la bahía se encontraba una playita pequeña de arenas casi blancas.

Nos llevó casi mediodía llegar al punto que indicaba el Google. De pronto la vimos en el horizonte. Se apreciaba el promontorio del centro, tendría unos doscientos metros de alto y frente a nuestra proa distinguimos la entrada a la caleta. Tome el timón con fuerza pues pensaba que el choque de las olas contra la costa podría movernos más de lo deseado pero el mar estaba calmo y pude enfilar derecho hacia el espacio entre dos altas paredes de roca.

En cuanto ingresamos en la bahía el mar se convirtió en una pileta. El agua era cristalina y se podían ver los peces yendo de aquí para allá. El relieve de playa no nos dejaba ir más cerca por ello, arrojé el ancla, bajamos un bote y nos dirigimos a tierra firme. El acantilado que protegía la caleta tenía una pared posterior que descendía abruptamente y rodeándolo pudimos internarnos en el bosque que no era tan espeso como parecía visto desde arriba.

Un par de chanchos salvajes pasaron corriendo entre la arboleda. Una rápida revisión de los árboles, entre los cuales había varias palmeras, nos dieron la pauta de que tendríamos abundancia de leche de coco.

-Este lugar me esta gustando, podríamos quedarnos unos días- Dijo Andrés.

-O tenerlo como base de operaciones- Agregué.

Convinimos que era una buena idea. En poco tiempo llegamos a la amplia playa del otro lado de la isla. Era muy larga aunque las olas, provenientes del mar abierto, parecían peligrosas comparadas con la tranquilidad de la caleta.

Decidimos subir al promontorio. No nos costó demasiado gracias a que nos manteníamos en forma. Fuimos abriéndonos camino con un machete y cuando llegamos a la cumbre descubrimos que una saliente de la roca ofrecía un acogedor reparo del sol y el viento. Estuvimos de acuerdo en levantar un pequeño refugio aprovechando esa roca para pasar el tiempo allí y de paso observar el horizonte en 360 grados.

-No perderemos tiempo construyendo algo grande. El barco será nuestro hogar y solo levantaremos un techo una pared de cañas en el promontorio- Propuse y todos estuvieron de acuerdo.

Pasaron algunos días. Todavía teníamos provisiones pero matamos a uno de los chanchos salvajes cuando descubrimos que había varios de ellos. Hicimos un fogón en la playita de la caleta y comimos un asado como en los buenos tiempos. Recorríamos la isla solo por el placer de caminar y por las tardes nos reuníamos en el promontorio a tomar mate.

A veces escuchábamos las noticias y cada vez nos alegrábamos más de haber huido de la civilización. Todo era un desastre, los muertos se multiplicaban, los gobiernos no sabían qué hacer y los servicios médicos colapsaban. Entre nosotros no hablábamos mucho del tema.

Una mañana de calor agobiante, Alberto, Andrés y yo salimos a caminar temprano. Y como había dos botes, dejamos a los demás durmiendo en el barco y llegamos a la playita. Llevábamos el equipo de mate y decidimos quedarnos al abrigo de la saliente en el promontorio. Nos sentamos en unas piedras que servían de bancos y pasamos un rato tomando la infusión, comiendo unas galletas que habíamos cocinado en el microondas y recorriendo todo el horizonte a nuestro alrededor. Al principio no había nada para ver, pero de pronto una silueta blanca que apareció a lo lejos se fue haciendo cada vez más grande. En un par de horas lo tuvimos muy cerca de la isla, al punto que podíamos verlo en detalle con nuestros prismáticos.

Era uno de esos enormes transatlánticos de varios pisos de alto. De proporciones monstruosas por donde se los mire y en los cuales te abruman con tanta actividades que nunca tenes tiempo para ver el mar. Los vimos echar anclas y comenzamos a preocuparnos. Temíamos una invasión masiva en nuestro refugio por lo que seguimos observando el movimiento de tripulación y pasajeros.

Bajaron del costado del barco dos botes salvavidas color naranja. Una vez depositados en el agua se abrió una puerta a la altura de la línea de flotación y comenzaron a bajar personas, contamos unas veinte, de ambos sexos, que eran acomodados en uno de los botes. En el otro subieron cinco tripulantes, los que eran fáciles de reconocer por sus uniformes. Con una soga, el bote de los tripulantes comenzó a remolcar al otro y se fueron acercando a la orilla. Nuestra preocupación se convirtió en alarma. Casi al unísono nos dimos cuenta lo que estaba ocurriendo aunque parecía difícil de imaginar. Se estaban deshaciendo de pasajeros infectados.

Nos miramos. ¿Con que gran mentira los convencieron de desembarcar? Pues parecían tranquilos y no había señales de violencia por parte de los tripulantes. En ese momento llamé por walkie talkie a los chicos que aun estaban en el velero y les dije que se mantuvieran atentos y listos para salir.

Los pasajeros desembarcaron en la playa. Miraban todo a su alrededor como buscando algo en particular. Dos de ellos, varones, cayeron al suelo y era evidente que tenían dificultad para respirar. Rápidamente los tripulantes del transatlántico que estaban en el otro bote se dieron a la fuga, arrastrando consigo el bote de los pasajeros y luego hundiéndolo a mitad de camino entre la isla y el gran barco. Allí fue cuando los pasajeros se dieron cuenta que fuera lo que fuera que les dijeron, les habían mentido. Gritaron de desesperación pero era inútil. En cuanto el bote de los tripulantes llegó a su destino el lujoso transatlántico levó anclas y virando se volvió por donde había llegado.

Ahora teníamos un problema. El problema del que creíamos haber escapado. Seguimos en el promontorio viendo a los pasajeros dando vueltas en círculo sin saber qué hacer. Pero uno de ellos trató de generar algo de orden y por los gestos nos dimos cuenta que habían decidido adentrarse en la isla. Cuando los vimos atravesar la primera fila de palmeras bajamos corriendo hacia nuestro barco. Si mantenían un paso más o menos constante era probable que los intrusos llegaran en poco tiempo a la caleta.

Nosotros llegamos primero. Subimos al bote y remamos con todo ímpetu hasta el velero. El resto de nuestros amigos tenían todo listo para partir. Inclusive habían puesto en marcha el motor para ser más rápido. Antes de lo pensado llegaron los pasajeros a la playita de la caleta. Ver nuestro velero y apoderarse de ellos la locura de pretender llegar hasta nosotros les llevó solo un segundo. Corrieron por la playa hasta donde ya no hacían pie y luego se lanzaron a nadar gritando como esquizofrénicos.

Fue Mario el que gritó

-¡No van a apoderarse de nuestra isla!-

Y comenzó a disparar su rifle contar los desesperados. No hubo más palabras. Todos hicimos lo mismo. Los acribillamos a balazos sin la más mínima conmiseración. No eran seres humanos, eran un mal que debía extirpase. A los pocos minutos yacían los cadáveres de todos ellos en el agua, sangrando por sus heridas. No pasó mucho tiempo más hasta que unas voluminosas siluetas grises inundaron la bahía. Eran tiburones tigre. Llegados de quién sabe donde habiendo olido la sangre fresca. Alrededor de nuestro barco, mientras nosotros mirábamos impasibles se dieron un gran festín. Hasta se peleaban entre ellos por los trozos de carne generando surtidores de agua y oleaje. Cuando ya no quedo nada por comer se fueron como habían llegado.

No hubo necesidad de palabras. Nadie iba a contar lo sucedido. Sentíamos que había sido en defensa propia. Andrés  se acordó de los dos infortunados que habían quedado en la playa.

-Ya deben estar muertos- Le contesté.

-Mejor sería que lo verificáramos- Opinó Mario.

Bajamos a los botes, remamos hasta la playa, atravesamos el bosque y llegamos al otro lado de la isla. Los pasajeros aun estaban vivos. Respirando con dificultad y sin ninguna posibilidad de supervivencia. Cuando nos vieron creyeron que íbamos a salvarlos. Con las pocas fuerzas que le quedaban uno me preguntó

-¿Ustedes son del hospital?-

-Si- Le dije por no defraudarlo.

-¡Ah! Entonces no nos mintieron, nos dijeron que aquí íbamos a ser atendidos-

Entonces comprendí como habían sido engañados.

-¿Los demás están bien?- Volvió a interrogarme.

-Si, bien- Dije e inmediatamente le disparé un tiro en la cabeza mientras Alberto hacía lo mismo con el otro.

-No podemos dejarlos acá. Están infectados- Manifestó Andrés.

Y así fue que con todas las precauciones que pudimos los amarramos por los pies. Juan fue a buscar uno de los botes y después de dar vuelta a la isla lo acomodó en la playa. Atamos una soga larga al bote en cuyo otro extremo sujetamos a los dos cadáveres y remando nos alejamos varios metros de la costas y allí los dejamos hundirse en el océano.

Volvimos a nuestro barco. Habíamos salvado nuestra isla. O quizá no. Quizá andaría por ahí el virus esparcido por los gritos de los pasajeros del transatlántico. O quizá se lo llevaría el viento. No lo sabíamos. Y no iba a pasar mucho tiempo hasta averiguarlo.

 

¿FIN?